Aunque las Escrituras enseñan claramente que el hombre no se acerca a Dios, a menos que Él, en su soberana gracia, opere en este, también nos muestra con evidencia que la gracia de Dios es ofrecida a todos los hombres: “Dios... ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hechos 17:30). Se reveló como “Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2:3-4).
Por un lado, Dios es soberano en el ejercicio de su gracia y, por otro, todo ser humano es responsable de aceptar la salvación que Él ofrece. No podemos explicar cómo se concilian la soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre, pero somos llamados a creer lo uno y lo otro. Saber que Dios es soberano da paz a nuestros corazones. Mientras hacemos todo lo que podemos para difundir el Evangelio, esperamos tranquilamente que Dios haga su propio trabajo, y le dejamos a él los resultados. De lo contrario estaríamos abrumados al ver las innumerables necesidades que nos rodean por todas partes.
Dios trabaja sin cesar para llevar la salvación a los hombres. El capítulo 15 de Lucas nos muestra esta actividad en su totalidad. El pastor, imagen del Señor Jesús, se activa en la búsqueda de la oveja extraviada; la mujer, imagen del Espíritu Santo, se ocupa en la búsqueda de la dracma perdida; el padre, imagen de Dios, corre al encuentro del hijo que vuelve.
Jesús dijo: “El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10). No se contentó con llevar a cabo su obra en la cruz, esta obra que abre el camino al cielo al mayor pecador haciéndolo justo delante de Dios, sino que busca al hombre hasta salvarlo.
Cerca de un pozo nuestro Señor encontró a una pobre mujer samaritana y se le reveló. Entonces ella, no pensando en sí misma, dejo su cántaro y se fue a la ciudad diciendo a los que encontraba: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?” (Juan 4:29).
Y su invitación obtuvo notorios resultados. Ella habló con la convicción de alguien que, no solamente había recibido una gran bendición, sino que se sentía enormemente atraída por quien le estaba dando esa bendición. De esta manera su invitación tuvo más fuerza. Varios salieron de la ciudad y se reunieron junto al pozo para ver al Cristo (v. 30). Entre tanto, los discípulos que habían vuelto, pudieron ver aquellos que estaban allí. Jesús les mostró su inmensa compasión hacia las multitudes diciéndoles: “Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega” (v. 35). Han pasado más de veinte siglos, pero las palabras del Señor siguen teniendo el mismo peso y sentido. ¿Qué impacto tienen sobre nosotros? “Alzad vuestros ojos”, veréis vecinos, otras personas del barrio, o de la ciudad; veréis colegas de trabajo, compañeros de clase, que tal vez estén descuidados desde hace mucho tiempo. ¿Conocen al Salvador?
¡Queridos amigos cristianos, ayudemos en dar a conocer el Evangelio de la gracia a las almas que perecen!