El bautismo de Jesús
“Jesús mismo al comenzar su ministerio era como de treinta años” (Lucas 3:23). Había llegado el momento en que comenzó su obra; los pasajes de los tres primeros evangelios, citados en el encabezamiento, presentan el punto de partida.
Jesús vino a tomar lugar con aquellos que “justificaron a Dios, bautizándose con el bautismo de Juan” (Lucas 7:29), aquellos a quienes, por el Espíritu profético, llamaba “los santos que están en la tierra”, “los íntegros”, y en los cuales, podía decir, tenía “toda mi complacencia” (Salmo 16:3). No podía asociarse con aquellos que “desecharon los designios de Dios respecto de sí mismos, no siendo bautizados por Juan” (Lucas 7:30). El bautismo de Juan era el del arrepentimiento; los que venían para ser bautizados respondían a su llamamiento: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 3:2), el mismo llamamiento que Jesús dirigió cuando comenzó a predicar (4:17). Jesús no tenía nada que confesar; por eso Juan le dijo: “Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mi?”. Pero el Hombre perfecto que, al unirse a los pecadores arrepentidos, fue un aliento para ellos en el camino de la justicia, respondió a Juan: “Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia” (3:14-15).
El evangelio según Lucas, en el cual vemos brillar especialmente las glorias morales del Hombre perfecto en un camino de dependencia —la dependencia tiene su expresión en la oración y, en este evangelio, el Señor es visto en oración en siete circunstancias de su ministerio aquí abajo— ofrece unos detalles que no están en Mateo ni en Marcos: “También Jesús fue bautizado; y orando, el cielo se abrió”. En esta actitud Jesús comenzó su servicio. ¡Contemplémoslo en su humildad, en su dependencia! No buscaba su propia gloria (véase Juan 7:17-18), sino que desde el cielo le será proclamada.
En efecto, el cielo se abrió sobre esta escena. Mateo nos dice: “He aquí los cielos le fueron abiertos” (3:16) y Marcos: “Cuando subía del agua, vio abrirse los cielos” (1:10), mientras que en Lucas tenemos la expresión: “El cielo se abrió” (3:21). Entonces, un doble testimonio fue dado a Aquel que, como perfecto Modelo de la dependencia y de la humildad, comenzaba su ministerio. Y convenía que ese testimonio le fuese dado por dos Personas de la divina Trinidad: el Espíritu Santo y el Padre mismo. Tenemos, pues, en esta escena a las tres Personas de la Trinidad: el Hijo, hombre en la tierra, en oración, y, por otro lado, el Espíritu Santo y el Padre dando testimonio al Hijo.
“Y descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corporal, como paloma” (Lucas 3:22, véase Mateo 3:16 y Marcos 1:10). El Espíritu Santo no podía, ni puede, descender sobre un hombre cuya naturaleza se halla manchada por la suciedad del pecado (el creyente, en cambio, una vez lavado de sus pecados, es sellado por el Espíritu). Así fue dado testimonio de que Aquel que vino a tomar parte entre los pecadores arrepentidos para ser bautizado por Juan, era Él mismo sin pecado: Hombre perfecto, quien no conoció pecado (2 Corintios 5:21). Nacido del Espíritu Santo, era “el Santo Ser” nacido del seno de la virgen María, “Santo Ser” del cual el ángel había dicho: “será llamado Hijo de Dios” (Lucas 1:35). Y este hombre perfecto, ya durante sus primeros treinta años de vida, y hasta el final, jamás cometió pecado (véase 1 Pedro 2:22). El Espíritu Santo confirmó el testimonio al descender sobre Él “en forma corporal, como paloma”, emblema de la pureza perfecta y de la naturaleza sin mancha del segundo hombre.
Entonces le fue dado un segundo testimonio. La voz del Padre se hizo oír para proclamar que este Hombre perfecto, humilde, en oración, recién bautizado por Juan, era su Hijo, Dios manifestado en carne: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia” (Lucas 3:22, véase Mateo 3:17 y Marcos 1:11).
Este doble testimonio rendido por dos Personas divinas, atestiguaba, por un lado, que Aquel que era el centro de esta escena era el Hijo perfecto, sin pecado, sin mancha y, por otro, que Él era el Hijo de Dios, el Hijo amado del Padre. ¡Es el misterio insondable de la unión de la Divinidad y de la humanidad en la Persona de Jesús!
Bajo la ley mosaica, se requerían dos o tres testigos para que un hecho fuese establecido (Números 35:30; Deuteronomio 17:6; 19:15; Hebreos 10:28), y es lo mismo para el tiempo actual (Mateo 18:16; 2 Corintios 13:1; 1 Timoteo 5:19). Una vez rendido doble testimonio a la Persona del Hijo, y por dos personas de la divina Trinidad —Hijo amado del Padre y Hombre perfecto—, desde el inicio de su servicio, los hombres, y especialmente los judíos, son responsables de haber desconocido, despreciado, rechazado y crucificado a Aquel que les fue presentado de esta manera. Son aún más culpables porque Dios, en su gracia, quiso dar otros testimonios.
No quisiéramos rechazar el testimonio de dos personas en quien tenemos confianza: “Si recibimos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio de Dios; porque este es el testimonio con que Dios ha testificado acerca de su Hijo. El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo. Y éste es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:9-12, véase también v. 6-8).
¡Bienaventurados somos todos los que, por la gracia de Dios, hemos recibido ese testimonio y tenemos así la vida eterna! Pero ¡qué responsabilidad pesa sobre aquellos que rechazan el testimonio que Dios el Padre y el Espíritu Santo dieron en cuanto a su Hijo, que vino aquí abajo para salvar a todo aquel que cree en Él y en la perfección de Su obra cumplida en la cruz!