Al despedirse el apóstol Pablo de los ancianos de la Iglesia de Éfeso —sin esperanza de volverles a ver— les hizo las más apremiantes y solemnes recomendaciones (Hechos 20). El Espíritu Santo (y no los hombres — es importante observarlo) les había establecido por obispos o sobreveedores (v. 28), con una responsabilidad particular hacia la Iglesia (o Asamblea) del Señor, la cual “ganó por su propia sangre”. Tenían que apacentarla como un rebaño, es decir, debían alimentar las ovejas y cuidar de ellas, y ser ellos mismos tanto más vigilantes cuanto que este rebaño iba a ser amenazado por “lobos rapaces” que no le perdonarían.
Pero, antes de recomendarles que cuidaran el rebaño, el apóstol dice a aquellos ancianos: “Mirad por vosotros mismos”. Si un siervo del Señor no manifiesta piedad personal, si su marcha no corresponde con lo que enseña, si la verdad no obra en él, si no tiene buena conciencia, no puede servir a los otros, ni serles da ayuda; al contrario, puede ser un estorbo, o piedra de tropiezo en la Iglesia. Y —no lo olvidemos— todos los cristianos tienen un servicio, con una responsabilidad más grande para aquellos que el Espíritu Santo ha calificado para un ministerio determinado.
Pablo había dado el ejemplo; podía recordarlo a aquellos con quienes hablaba en Éfeso. No había sido solamente un hombre que iba a predicar a auditorios preparados para oírle, sino un hombre que obraba a través de las mayores dificultades, que sufría persecución y que se ganaba la vida trabajando con sus propias manos. Tampoco era un hombre que se contentaba con predicar; había enseñado “públicamente y por las casas” (v. 19-20).
Todo su corazón y toda su alma estaban en la obra, lo mismo que los dones que había recibido como siervo de Dios. Y podía decirles “os he enseñado” cómo se debe servir (v. 35).
Amados hermanos, nosotros también miremos por nosotros mismos, y atendamos al servicio que hemos recibido del Señor para ver de cumplirlo con fidelidad (Colosenses 4:17).