“Le dijo Saúl: Muchacho, ¿de quién eres hijo?
Y David respondió: Yo soy hijo de tu siervo Isaí de Belén.”
(1 Samuel 17:58)
Querido lector, ¿puede usted contestar a esta pregunta que en otro tiempo fue hecha a David? ¿Sabe de quién es hijo? Y cada lectora ¿podrá también contestar a esta pregunta: «¿De quién es hija? Le ruego que me diga» (Génesis 24:23).
Antes, en el pueblo de Israel, era muy importante que cada uno conociera su genealogía. Cuando fue hecho el censo de todos los varones de Israel que podían salir a la guerra, ellos fueron agrupados según sus familias o linajes (Números 1:18). Cada uno debía acampar junto a su bandera. Luego leemos: “En el orden en que acampan, así marchará cada uno junto a su bandera” (2:17). Entonces, así se tratara del descanso o de la guerra, de acampar o de marchar, era absolutamente indispensable que el israelita conociera su filiación.
Sin embargo, no había solamente guerreros sino también sacerdotes que cumplían funciones claramente definidas. No cualquiera podía entrar en el sacerdocio. Era necesario formar parte de la familia de Aarón. El libro de Esdras trata de hombres que “no pudieron demostrar la casa de sus padres, ni su linaje, si eran de Israel”. Estos hombres no podían dar prueba de que verdaderamente formaban parte del pueblo de Dios. “Buscaron su registro de genealogías, y no fue hallado; y fueron excluidos del sacerdocio” (Esdras 2:59-62; Nehemías 7:61-65). Por lo tanto, era muy importante para cada uno saber de quién era hijo o hija.
Ahora, querido lector, no es menos importante para usted y para mí conocer nuestra genealogía. Para nosotros no es necesario practicar búsquedas más o menos laboriosas, a fin de que conozcamos cuál es la línea de nuestros antepasados. Tampoco significa que sepamos de manera precisa la lista completa de nuestros ascendientes y que nos remontemos hasta el tronco familiar. Sin duda, estas búsquedas son muy interesantes. A veces hasta son útiles. En ciertos casos permiten establecer un lazo de parentesco, reivindicar un título o hacer valer derechos a una heredad.
Sin embargo, ése no es el asunto que ahora nos preocupa. Cuando hablamos de la importancia capital de poder declarar la genealogía, nos referimos a la genealogía espiritual. En efecto, a este problema se vincula el eterno destino de nuestras almas. Nuestra felicidad o nuestra desgracia eternas dependen de la relación en la cual nos encontramos ahora. ¿De quién es usted hijo o hija? ¿Quién es su padre? Éstas son preguntas vitales, de un interés primordial, y me comprometo vivamente a no darle descanso hasta que pueda contestar a estas preguntas de manera absolutamente satisfactoria.
La finalidad de estas líneas es la de ayudar a los lectores a hallar la solución de este grave problema: ¿De quién son hijos o hijas? Primeramente, vamos a examinar lo que somos por nuestra naturaleza humana. Escuchemos lo que el apóstol Pablo nos dice en su epístola a los Efesios: “Éramos por naturaleza hijos de ira” (2:3). El apóstol Pedro nos habla de “hijos de maldición” (2 Pedro 2:14) y el apóstol Juan de “hijos del diablo” (1 Juan 3:10). ¡Qué triste relación es ésta! Y la lista sigue: Pablo también menciona el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia (Efesios 2:2), la ira de Dios que viene sobre los hijos de desobediencia (5:6). Elimas es llamado “hijo del diablo” (Hechos 13:10) y Judas “el hijo de perdición” (Juan 17:12). ¡Qué horrible posición! A los judíos que decían: “linaje de Abraham somos... nuestro padre es Abraham”, el Señor les contestó: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo” (8:33, 39, 44).
Ésta es, entonces, la genealogía de una persona inconversa, es decir, de una persona que no se ha vuelto hacia Dios. Es la genealogía de aquellos a quienes la Palabra llama: “los sensuales (o naturales), que no tienen al Espíritu” (Judas 19).
Consideremos ahora la genealogía del cristiano, es decir, de aquel que es nacido de nuevo, “de agua y del Espíritu” (Juan 3:3-8) y “nacido de Dios” (1 Juan 3:9). Escuche esta maravillosa declaración acerca de los que han aceptado a Jesús como su Salvador personal: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). ¡Hijo de Dios! ¡Qué glorioso título! También el apóstol Juan exclama: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios”. Luego añade: “Amados, ahora somos hijos de Dios” (1 Juan 3:1-2). Al dirigirse a los cristianos de Roma, el apóstol Pablo se expresa de la siguiente manera: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16). Además, Dios es luz, y los cristianos deben andar “como hijos de luz” (Efesios 5:8)
De modo que Dios hace con el creyente en Jesús lo que ningún bienhechor de la tierra haría con su protegido. Usted puede hacerle cargo con ternura de un niño abandonado. Puede criarlo, darle una buena educación, una instrucción sólida. Aun puede hacer de él su heredero. No obstante, hay una cosa que no le es posible hacer por ese niño: no puede comunicarle su naturaleza. En cambio, eso es exactamente lo que Dios hizo por el creyente. Éste participa “de la naturaleza divina” (2 Pedro 1:4); “la simiente de Dios permanece en él” (1 Juan 3:9).
Si bien la palabra “hijo” establece una relación, también sugiere una posición. “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Romanos 8:14). “Sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gálatas 3:26). “Por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo” (4:67). “Todos vosotros sois hijos de luz e hijos del día” (1 Tesalonicenses 5:5).
También recordemos las palabras que el Señor Jesús resucitado dirigió a María: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre...” (Juan 20:17).
Tanto el incrédulo como el cristiano tiene su genealogía propia. Querido lector, ¿puede usted declarar su filiación? ¿De quién es hijo o hija? Si todavía es hijo de ira, sepa que Dios quiere hacer de usted su hijo. “Y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis hijos e hijas” (2 Corintios 6:18). “Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo... a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gálatas 4:4-5). ¿Es usted un hijo de Dios? ¿Ha recibido la adopción? Si no es el caso, reciba ahora a Jesús como su Salvador.