Los verdaderos adoradores

“Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos
adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad;
porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren”

(Juan 4:23)

Estas palabras del Señor Jesús nos recuerdan que Dios quiere salvar a los pecadores y hacerlos adoradores. Desea que comprendan lo que hizo de ellos, así como también lo que espera de ellos. “Como a sensatos os hablo”, dijo el apóstol Pablo (1 Corintios 10:15).

Nos proponemos buscar en la Biblia la respuesta a las siguientes preguntas:

  • ¿Por qué adorar?
  • ¿Quién debe ser adorado?
  • ¿Quiénes son los que adoran?
  • ¿Dónde, cuándo y cómo conviene adorar?

¿Por qué adorar?

El principio de la mayoría de las religiones consiste en cumplir obras y ceremonias para apaciguar a Dios y satisfacer su justicia. Los paganos traen sus ofrendas a los ídolos para que éstos les sean favorables y los protejan del mal que les pudiera sobrevenir.

Pero nosotros, los cristianos, no adoramos a Dios el Padre y a su Hijo Jesucristo movidos por tales cosas. No alabamos para ser salvos, protegidos o liberados, sino porque lo somos. No podemos hacer nada por nosotros mismos para nuestra salvación: ni amar a Dios, ni agradarle, ni obedecerle. Fue Él quien lo hizo todo, dándonos un Salvador.

La adoración a Dios es simplemente la expresión de nuestro agradecimiento y la ocasión de glorificar su grandeza.

Volvamos a considerar la diferencia fundamental que hay entre la verdadera alabanza y la religión de los hombres. El hombre quiere hacer algo y aportar alguna cosa; piensa así que Dios se lo agradecerá perdonándole y ocupándose en él. Nosotros, los creyentes, comprendemos que Dios nos dio todo por amor. Simplemente nos conviene alabarle, reconociendo lo que es y lo que hizo. El amor que expresamos en la alabanza es la adecuada respuesta al Suyo: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19).

En la cristiandad, pocos son los hijos de Dios que han comprendido bien este deber y privilegio. Un ejemplo del evangelio nos hace tomar conciencia de él. Lucas 17:11-19 nos muestra al Señor Jesús sanando a diez leprosos. De ellos, uno solo —un samaritano— vuelve para agradecerle. “Y los nueve ¿dónde están?” dice el Señor. Es como si a cada uno de aquellos a quienes ha “limpiado” —es decir, a quienes ha lavado sus pecados— le preguntara con tristeza: «¿Por qué no estás tú presente a la cita fijada para decirme gracias y dar gloria a Dios?»

¿Quién debe ser adorado?

Antes de la venida de Cristo a la tierra, los creyentes, como Abraham, adoraban ya a Dios. Él se había revelado a ellos como el “Todopoderoso” (Génesis 17:1) y como el “Altísimo” (Génesis 14:22); le adoraban como tal. Más tarde, los israelitas alabaron a “Jehová”, pero no conocían a Dios como “Padre”.

Después de su muerte y resurrección, el Señor anuncia a sus discípulos, por medio de María Magdalena, que se han establecido nuevas relaciones: “Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17). Este maravilloso mensaje afirma que, en adelante, los creyentes son introducidos en la misma relación que el Señor Jesús tiene con el Padre. “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Juan 5:11).

Como consecuencia de la ascensión del Señor Jesús al cielo —donde está sentado a la diestra de Dios— el Espíritu Santo es dado a los creyentes. Él nos une a Cristo y nos introduce en la dulce relación de hijos. Ahora podemos llamar a Dios «nuestro Padre». Hemos “recibido el Espíritu de adopción por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8:15).

Si consideramos lo que éramos en otro tiempo y lo que Dios, en su amor, hizo por nosotros, nuestros corazones se llenarán de agradecimiento hacia él. “Porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12:34).

Pero también adoramos al Señor Jesucristo. Apocalipsis 4 y 5 nos muestra una escena futura que tendrá lugar en el cielo tras el arrebatamiento de la Iglesia. En el centro hay un trono; en medio de ese trono, un “Cordero como inmolado”; alrededor del trono, una inmensa multitud de seres celestiales. Allí vemos a veinticuatro ancianos, los cuales representan a todos los creyentes. Éstos echan sus coronas delante del trono, se postran y cantan un nuevo cántico: “Con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes” (5:9-10). Este Cordero es el Señor Jesucristo. De todos los pueblos de la tierra habrá rescatado almas preciosas. Todas ellas estarán allí, alrededor del trono, cantando en la misma lengua el mismo cántico. Recordarán la misma historia y alabarán a la misma Persona.

¿Se encontrará usted allí? ¿Formará parte de esa inmensa multitud de criaturas felices? No espere hasta estar en el cielo y ver al Cordero para alabarle. Ahora mismo está usted invitado a adorar al Padre y al Hijo.

¿Quién puede adorar?

Al principio del libro del Éxodo, el pueblo de Israel se encontraba esclavo en Egipto; al final de éste, pasó a ser adorador en el desierto. Construyó el tabernáculo donde Dios deseaba habitar. Allí, por intermedio de los sacerdotes, el pueblo podía acercarse a Él para adorarle.

¿Qué ocurrió, pues, entre ambas situaciones? Algo extraordinario: la redención —o rescate—, de la cual nos habla en figura la Pascua y la travesía del mar Rojo.

Por consiguiente, esto nos enseña cuáles son las condiciones necesarias para llevar a un esclavo de Satanás a la posición de adorador: Debe ser rescatado. Dios puede ser adorado únicamente por aquellos que son salvos. Muchas personas se dicen cristianos, frecuentan las «iglesias»; pero si ellas no han recibido al Señor Jesús como su Salvador, Dios no puede aceptar esa clase de culto.

Ahora surge otra pregunta: ¿Pueden ser adoradores todos los rescatados? Sí. Para confirmarlo, ¿sabe usted a quién habló el Señor Jesús por primera vez sobre la adoración? No fue a los discípulos, ni a Nicodemo, maestro de Israel, sino a una pobre mujer que vivía en inmoralidad, a una samaritana (Juan 4:23). Tan pronto como ella aprendió a conocer a su Salvador —al Salvador del mundo— vino a formar parte de aquellos que pueden adorar al Padre. Así, pues, todos los rescatados —hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, sean de la raza que fueren— tienen el derecho y el gozo de adorar al Padre.

Sin embargo, nunca olvidemos que Dios es santo. Si un cristiano se deja sorprender por el mal y no lo juzga o se deja seducir por doctrinas que contradicen la Biblia, Dios jamás acepta el culto que tal persona pretende rendirle.

Antes de hablarle de adoración a la mujer samaritana, Jesús le hizo ver su estado de inmoralidad. Para poder adorar al Padre, era necesario que ella cambiara de vida. “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:15-16).

¿Dónde adorar?

“La hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre”, le dijo Jesús a la mujer samaritana (Juan 4:21). Entonces, la pregunta que cabe ahora es: ¿Dónde debemos rendir culto a Dios?

Ante todo, es necesario distinguir la alabanza individual de la adoración colectiva. Todo cristiano tiene el privilegio de rendir homenaje a su Dios en el lugar donde se encuentre: en casa, durante sus viajes o en el sitio donde realiza sus ocupaciones. La adoración de Jonás subió desde el fondo del mar, desde las entrañas de un pez (Jonás 2).

Los que se encuentran privados de las reuniones, estén ellos en casa, en el hospital o en la cárcel por causa de la fe, etc., pueden adorar del mismo modo que aquellos que se reúnen para ese fin. De modo que Dios dispone de una gran multitud de pequeños templos desde los cuales se puede alabarle: son los corazones de aquellos que le conocen y le aman.

Como lo muestra la Biblia, tenemos también el privilegio de adorar al Padre juntos, hermanos y hermanas de la familia de Dios. El lugar donde podemos realizarlo no será la «iglesia» de tal religión o denominación religiosa, sino que puede ser en un simple local o en la habitación de una casa particular.

Cuando buscamos a un grupo de creyentes a fin de juntarnos a ellos para adorar a Dios, debemos comprobar si allí se reconoce la Palabra de Dios como la única autoridad, poniendo a un lado todo aquello que sea del hombre. Estar reunidos en su nombre implica la aprobación del Señor. Es la única condición que él pone para la realización de su promesa: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18:20).

Si venimos sólo por él, sometiéndonos a su Palabra, poniendo a un lado la autoridad del hombre y dejándonos conducir por su Espíritu, experimentaremos su presencia y podremos adorar a Dios de una manera que le será agradable.

¿Cuándo debemos adorar?

El hecho de que cada uno de nuestros corazones sea como un templo para Dios, implica que podemos alabarlo en cualquier momento del día. “Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré”, dijo David en el desierto (Salmo 63:1). Y más adelante: “Cuando me acuerde de ti en mi lecho, cuando medite en ti en las vigilias de la noche” (v. 6). Nuestro corazón es semejante a un instrumento sobre el cual el Espíritu Santo puede entonar en todo momento una melodía para Dios.

Tenemos el privilegio de adorar en común. Los domingos nos reunimos especialmente para tal fin. ¿Por qué lo hacemos ese día? Porque ese día fue el de la resurrección del Señor, el día en que comienza la nueva vida. Así como celebramos el día de nuestro cumpleaños, así también cada domingo celebramos a un Cristo que salió de la tumba. Este extraordinario acontecimiento ha hecho del primer día de la semana —el domingo— el día del Señor.

Al comenzar la semana con la adoración colectiva, damos al Señor Jesús la prioridad sobre todas las ocupaciones de la semana. En Hechos 20:7 vemos que ése era el día en que los discípulos estaban “reunidos para partir el pan”.

En los evangelios encontramos tres veces la casa de Betania. La primera vez, en Lucas 10:39, vemos a una mujer llamada María a los pies del Señor Jesús, escuchando su Palabra. Esta escena evoca las distintas reuniones donde se lee y medita la Palabra de Dios. La segunda vez, en Juan 11:32, encontramos de nuevo a María a los pies del Señor, después de la muerte de su hermano Lázaro. Le manifiesta su tristeza y espera de Él consolación. Esto corresponde a las reuniones de oración. Pero la tercera vez, en Juan 12:1-3, María trae un vaso lleno de un precioso perfume, unge los pies de Jesús y la casa se llena del olor del perfume. Ésta es la imagen de un corazón —el vaso— consciente de las perfecciones del Señor —el perfume— y de la verdadera adoración.

¿De qué manera adorar?

Escuchemos la respuesta que el Señor Jesús da a nuestra pregunta: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:24)

¿Qué significa adorar “en espíritu”?

Todas las religiones del mundo tienen su sistema de ceremonias, ritos y sacramentos, a los que hay que someterse estrictamente. Todo aquello que se relacionaba con el culto judío instituido por Dios —templo, sacerdotes, sacrificios y días solemnes— era la imagen de las cosas celestiales. Ahora las poseemos como realidad en Cristo. Por eso, la adoración del cristiano tiene un carácter espiritual. En particular, cuando la asamblea se reúne para adorar, no lo hace con carácter formalista —con palabras o gestos aprendidos y repetidos—, sino con la libertad y sencillez de hijos que se dirigen al Padre.

Adorar en espíritu significa también que no es nuestra inteligencia natural la que nos da la capacidad de alabar a Dios. Sin el Espíritu Santo es imposible que nuestro propio espíritu eleve a Dios la menor alabanza aceptable. Cuidémonos de que no contristemos al Espíritu Santo que habita en nosotros (Efesios 4:30).

¿Qué significa adorar “en verdad”?

Dios desea que lo que expresemos en la adoración (mediante cánticos y acciones de gracias) se sienta realmente en el corazón. Él no sólo oye lo que le decimos, pero, al mismo tiempo, lee en nuestro interior. No le podemos engañar cuando lo que expresamos no se realiza de corazón.

Adorar en verdad es también adorar conscientes de la posición en que Dios nos ha colocado y de la relación que tenemos ahora con el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Podemos adorar al Redentor sólo si nosotros mismos gozamos de la redención; sólo somos capaces de adorar al Dios de gracia si gozamos de la gracia de Dios.

¿Sabe usted por propia experiencia lo que es adorar como verdadero adorador, en espíritu y en verdad?

Motivos de adoración

Sólo nos queda considerar los motivos que ocupan nuestros corazones cuando adoramos. El tema principal es Cristo, su Persona y su obra. Por él conocemos al Padre, a quien rendimos gloria por lo que es y lo que hizo.

“Aclamad a Jehová con arpa; cantadle con salterio y decacordio”, nos dice el Salmo 33:2. Pulsando todas las cuerdas de un arpa o un laúd, uno puede obtener una gama completa de sonidos armoniosos. A menudo nos contentamos con agradecer a Dios el haber perdonado nuestros pecados. Esto, aunque muy importante, no es suficiente, lo mismo que la repetición de una misma nota en la música no forma una melodía. Los cultos son a menudo pobres y débiles. El Espíritu Santo desea hacer vibrar todas las «cuerdas» que refieren las infinitas glorias de Jesucristo, el Hijo de Dios, de las cuales podemos hablar al Padre:

  • Sus glorias de Creador y de Redentor.
  • Su gloria cuando “se despojó a sí mismo”: El Hijo de Dios “venido en carne”. ¡Maravilloso misterio!
  • Su gloria en su humillación como siervo voluntario “hasta la muerte, y muerte de cruz”.
  • Sus perfecciones morales como hombre aquí en la tierra: obediencia, amor, humildad, paciencia, justicia, consagración a Dios... en completo contraste con lo que es el hombre natural.
  • Su gloria como hombre resucitado y su presencia actual a la diestra de Dios.
  • Su próxima aparición y su asunción del poder como Rey del universo.

Tendremos la eternidad para contemplar y celebrar todos los aspectos de su gloria. Pero en el presente, cuanto más aprendemos a conocer al Señor y al Padre, más seremos llevados por el Espíritu Santo a maravillarnos de estas glorias, y la adoración colectiva alrededor del Señor se verá más enriquecida.

El Padre busca adoradores: hombres y mujeres que le conozcan como Padre y que acepten someterse a todos sus mandamientos. Es a usted a quien le busca en este preciso momento. ¿Qué respuesta le dará?