En la epístola a los Romanos, el Espíritu de Dios pone las bases del cristianismo presentando el Evangelio, poder de Dios. En él se nos revela “la justicia de Dios... por fe y para fe” (Romanos 1:16-17).
Cuántas veces, en el curso de esta epístola, somos conducidos a considerar el propósito de Dios y luego su cumplimiento en Cristo, de manera que vemos a Aquel que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación (4:25).
Un hombre es justificado y glorificado en Jesús inmediatamente después de su conversión (8:30). Dios le ve en Cristo y tal como Cristo es. Éste es, del lado de Dios, el “ahora” de la justicia divina. Por lo tanto, la posición del creyente a los ojos de Dios es inalterable, indestructible, está perfectamente asegurada; es la posición del Señor mismo. El cristiano es invitado a apropiarse de lo que Dios dice, a creer, pues, “el justo vivirá por fe” (Hebreos 10:38). La fe es inseparable del objeto que está ante ella, y el Objeto es Jesucristo. Éramos culpables, estábamos bajo el peso de nuestros pecados, pero Cristo, por su obra en la cruz, nos llevó a Dios. Necesitábamos el perdón, fuimos justificados sobre el principio de la fe y, ahora “nos gloriamos en Dios” mismo (5:11).
En la segunda parte del capítulo 5 es recordada la cuestión del origen de los pecados, esos actos culpables, los cuales deben ser perdonados, y que son inherentes a los creyentes y a toda criatura humana según la descendencia de Adán. Entonces vemos que ese pecado, el cual no puede ser perdonado, fue expiado por Aquel que fue hecho pecado por nosotros, “para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).
¿A qué tienden todas las experiencias que el cristiano realiza? A poner la vieja naturaleza enteramente de lado para ocuparse únicamente en Cristo y a juzgarla como Dios la juzgó. He aquí lo que es la vida cristiana.
Éramos culpables de los delitos y pecados que pesaban sobre nuestra conciencia antes de nuestra conversión, los cuales nos llevaron a volvernos hacia el Dios de gracia. La primera cosa que una persona necesita es el perdón. Por eso la primera enseñanza es: Somos justificados sobre el principio de la fe; la consecuencia es que tenemos paz con Dios. Nos gloriamos en Dios mismo; Dios viene a ser la gloria del creyente.
Desde Adán, el pecado es inherente a toda criatura humana. No podemos desprendernos de esta naturaleza pecadora, pero Cristo fue hecho pecado por nosotros. Él llevó la condenación que el pecado merecía y murió por nosotros. Los que están en Cristo, los que pertenecen a la nueva creación, son entonces justificados del pecado: La justicia de Cristo es una justificación de vida. De modo que, por la gracia de Dios y en virtud de la obra de Cristo, la justicia de Dios se manifiesta en nosotros, librándonos a la vez de la culpabilidad de nuestros pecados y del pecado. El creyente es apto para la presencia de Dios y para el cielo. El nuevo convertido y el cristiano de más edad están en la misma posición ante Dios.
Sin embargo, todavía es necesario vivir aquí abajo, en medio de un mundo donde reina el pecado, en un cuerpo que pertenece a la vieja creación, un cuerpo en el cual el pecado permanece unido por la carne (Romanos 6:12). Es cuestión de que seamos liberados, no de la culpabilidad del pecado, sino del poder del pecado, para que vivamos “sobria, justa y piadosamente” (Tito 2:12). Ésta es la enseñanza dada por gran parte de la epístola a los Romanos. No se trata de tomar la gracia a la ligera. El Enemigo mismo está presto a decirnos: «Puesto que la gracia abunda... continúen pecando para que la gracia sobreabunde». O también: «Pueden seguir pecando, ya que no están más bajo la ley, sino bajo la gracia» (véase 6:1 y 15). Es una gran responsabilidad vivir aquí en este mundo como cristianos. Cristo puso nuestra vieja naturaleza en la muerte; fuimos apartados del dominio del pecado por nuestra muerte con Cristo y somos exhortados a andar “en vida nueva” (6:4). ¿Cómo, pues, podríamos optar por vivir en el pecado? Puesto que somos libres, liberados del pecado, somos llamados a vivir como hombres libres. ¿Vamos a elegir el pecado? Recordemos que Cristo murió para librarnos del pecado.
Antaño vivíamos según la manera del mundo, pero ahora andemos como hombres libres. Si bien existe la ley de Dios, nosotros hemos sido desligados de ella (Romanos 7:6) y no podemos andar más que en esta preciosa libertad que hay en Cristo Jesús. Entre las manos del creyente está la llave de la libertad cristiana del “ahora” de la justicia de Dios (8:1). Debemos considerarnos “muertos al pecado, pero vivos para Dios” (6:11).
Cuando el creyente comprende esto, ha hecho un gran progreso y no le queda más que una cosa por hacer: “servir”. ¡Jóvenes cristianos!, no se sorprendan si, después de haber creído estas verdades, se encuentran súbitamente detenidos en su crecimiento. Ustedes dicen: «Yo me creía liberado del poder del pecado, y he aquí que aún encuentro en mí cosas humillantes, que me hacen bajar la cabeza. Ese pecado del cual yo creí haber escapado está en mí, muy vivo y siempre con su carácter de “enemistad contra Dios”» (8:7). Es un duro descubrimiento, pero saludable. Ésa es la experiencia a que se refieren los últimos párrafos del capítulo 7.
¡Es una lucha terrible! Tenemos la ley divina, pero ella no anula el pecado; más bien le pedirá cuentas. La conciencia es sensible a este sentimiento doloroso: No podemos arrancar la vieja naturaleza que está en nosotros. Desde ahora podemos ser liberados del poder del pecado, pero no de la presencia del pecado.
El capítulo 7 nos muestra la lucha de alguien que creía no tener nada más que ver con el pecado. Se ocupaba en sí mismo, en su estado interior, pero lo hacía solo. Y ¿qué comprobó?: «Yo me creía libre, pero tengo aún mis cadenas». Duro pero necesario descubrimiento. Sin embargo, él pudo decir: «Poseo algo que es diferente de esta vieja naturaleza; tengo una voluntad nueva, un entendimiento que me hace amar la ley de Dios». Es, pues, un hombre renovado, alguien cuyos pecados han sido perdonados, pero que no disfruta de la paz que tal realidad debería proporcionarle. ¿Por qué? Porque él no mira más que a sí mismo. Aunque está convertido y a los ojos de Dios está justificado y glorificado, habla como si estuviera aún en la carne. Por sí mismo, con sus propias fuerzas, trata de domarla; sólo cuenta con sus propios recursos, es decir, con nada. Entonces no debe sorprender el hecho de que no lo consiga. Son experiencias dolorosas pero necesarias.
¿Qué quiere decir Romanos 7:19?: “Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago”. Incluso si ha captado las enseñanzas del capítulo 6, su fe no las realiza, pues se ha desviado de Cristo y se ha ocupado en sí mismo. Está sin el gozo de la comunión con Jesús, hasta el momento en que su fe se despierte. El mismo Salvador en quien él tiene la vida se le presenta como Aquel en quien también tiene la victoria. Capta ahora cuál es su posición en Cristo, y he ahí la liberación. Su nuevo «yo» es el Señor mismo, como también su justicia y su vida. ¡Qué maravilloso! Comprende que su parte está en Cristo.
Entonces sigue el capítulo 8:1: “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. Es una posición dada por la justicia de Dios. ¿Quién es el que lo testifica? El Espíritu Santo. Así aprendemos que hay un poder superior al del pecado: la ley del Espíritu de vida. En cuanto a ese pecado en la carne al que vanamente intentábamos combatir, fue condenado en la persona de Aquel que, siendo el Hijo de Dios, sin pecado, vino en semejanza de carne de pecado. La justa exigencia de la ley puede ser cumplida en aquellos que andan, no conforme a la carne (como en el capítulo 7), sino según el Espíritu. Entonces:
- No hay condenación.
- La ley del Espíritu de vida me ha liberado.
- El pecado en la carne ha sido condenado.
- El creyente está en el Espíritu; este Espíritu opera en el propio espíritu del cristiano, dándole la libertad de hijo ante Dios. Le da su testimonio; entra en todas sus circunstancias.
- Dios es por el creyente (tercera parte del capítulo 8).