Su nueva cautividad con sus difíciles condiciones
Este último viaje fue entonces una mezcla de gozo y de tristeza para el apóstol. La segunda epístola a Timoteo nos muestra hasta dónde habían llegado las cosas en la Iglesia. Pablo fue otra vez puesto en prisión y soportó una cautividad mucho más dura que la anterior, de la cual solamente salió para ir a la muerte. ¿Cómo se halló encarcelado en Roma otra vez? lo ignoramos. Pero los tiempos habían cambiado. Nerón se había liberado de toda presión, dejándose llevar sin reserva por su crueldad a una disolución sin freno; nada más reprimía sus malos instintos. A su instigación, una horrible persecución contra los cristianos hacía estragos en Roma. Sabiéndolo Pablo, ¿habrá querido ir para sostener y alentar a sus hermanos afligidos? ¿fue prendido entonces y encarcelado? Podemos suponerlo, ya que conocemos su generoso y ardiente corazón lleno de amor para con los cristianos. Su vida no le era preciosa; no deseaba sino cumplir su servicio para el Señor.
¡Qué diferente fue esta cautividad de la primera! Pablo ya no vivía en casa, gozando de una libertad relativamente grande para predicar el Evangelio; tampoco estaba rodeado de consideraciones como ciudadano romano esperando el juicio del emperador. Estaba en una verdadera cárcel como miembro de la «secta» de los cristianos, objetos del desprecio y del odio, no solamente de los judíos, sino de todos. Escribió en 2 Timoteo 2:9: “Sufro penalidades, hasta prisiones a modo de malhechor”. Tan estrecha y retirada debía de estar su celda, tan dispersos sus amigos, que Onesíforo de Éfeso tuvo que buscarlo con solicitud para hallarlo (2 Timoteo 1:16-17). No era más aquel tiempo en que sus cadenas se conocían en todo el pretorio.
El apóstol no estaba como antes rodeado de sus amigos, de sus compañeros de obra y de cautividad, quienes aliviaban sus cadenas, cooperando con él en el Evangelio. “Erasto se quedó en Corinto”, a Trófimo lo dejó enfermo en Mileto; envió a Tíquico a Éfeso; Crescente fue a Galacia, y Tito a Dalmacia. Demas, anteriormente su compañero de obra, ¡desgraciadamente! lo había abandonado, habiendo amado “este mundo” (2 Timoteo 4:10-21).
Había un vacío alrededor de él. Sólo Lucas, el médico amado, estaba con él. Por eso, el apóstol sentía el ardiente deseo de tener cerca de él a Timoteo, su hijo amado. “Procura venir pronto a verme” le dijo. “Procura venir antes del invierno” (v. 9 y 21). Sabía que su carrera terrestre llegaba a su fin (v. 6) y deseaba ver a aquel que le era tan querido, quien se ocupaba en la obra del Señor al igual que él. Al mismo tiempo le recomendó que le trajese el capote y los libros que había dejado en casa de Carpo, en Troas, en un momento en el que quizás creía que podría volver a ver a este discípulo. El invierno se aproximaba; Pablo, en lugar de pasarlo en Nicópolis (Tito 3:12), tendría que soportar el frío en la prisión. Necesitaba su capote. Había pasado el tiempo en que decía: “Tengo abundancia; estoy lleno” (Filipenses 4:18). Era anciano, pobre, solitario y desprovisto.
Un aspecto conmovedor de su última petición a Timoteo es éste: “Toma a Marcos y tráele contigo, porque me es útil para el ministerio” (2 Timoteo 4:11). Hubo un momento en el que Marcos —llamado también Juan— había abandonado el servicio, por lo que Pablo no había juzgado oportuno tomarlo consigo; pero el Señor lo había enseñado y fortalecido hasta capacitarlo para el servicio, y Pablo lo reconocía sin resentimiento. ¡Qué hermoso ejemplo de gracia en el Maestro y en su apóstol! (2 Timoteo 4: 9-13; Hechos 13:13; 15:37-38).
Los ánimos durante su soledad
Sin embargo, en medio de esta soledad y en estos días oscuros, el Señor hizo brillar un rayo de luz que regocijó a su siervo: Onesíforo de Éfeso, cristiano de corazón adicto, quien ya había prestado muchos servicios en la iglesia de aquella ciudad, llegó a Roma y buscó a Pablo para verlo. En esa época de persecución, era exponerse en gran manera el hecho de mostrar interés por un prisionero cristiano. Pero Onesíforo no se dejó desanimar a causa de la dificultad para encontrar al apóstol, ni aterrorizar por el peligro. El apóstol dijo de él con gratitud: “Me buscó solícitamente y me halló… Muchas veces me confortó, y no se avergonzó de mis cadenas” (2 Timoteo 1:16-17). Su afecto podía costarle la vida; por eso ¡cuán bello es el testimonio de Pablo con respecto a él! En nuestros días de tibieza, ojalá la devoción y el amor por el Señor y los cristianos sean reanimados. Onesíforo es uno de aquellos a quienes el Señor puede decir: “Estuve… en la cárcel, y vinisteis a mí”. Pablo pensaba en el día de las recompensas, cuando dice: “Concédale el Señor que halle misericordia cerca del Señor en aquel día” (Mateo 25:36; 2 Timoteo 1:16-18).
Probablemente venían también cristianos de Roma para consolarlo: “Eubulo te saluda, y Pudente, Lino, Claudia y todos los hermanos” (2 Timoteo 4:21). Pero ¿cuántos quedaban de aquellos a quienes él saludaba al final de su epístola a los Romanos? ¿Cuántos habían dejado su vida por Cristo en las crueles torturas de los jardines de Nerón?
La ruina de la Iglesia
Pablo en su cautividad llevaba en sí mismo los dolorosos recuerdos del estado de la Iglesia. Ella había llegado a ser como “una casa grande”, donde los utensilios viles se encontraban en contacto con los que eran honrosos. Había que purificarse de los primeros (2:20-21). Todos los de Asia habían abandonado al apóstol y sus enseñanzas. Falsos doctores trastornaban la fe de algunos. Tenían apariencia de piedad, pero negaban la eficacia de ella. Había que apartarse de ellos: “A éstos evita” (3:5) ¡Qué dolorosa prueba para el corazón del apóstol al ver esta ruina!
A esto se añadía los ataques del enemigo: “Alejandro el calderero me ha causado muchos males” dijo Pablo. ¿Era éste el mismo Alejandro que vemos en Éfeso, a quien los judíos empujan para que se oponga a Pablo y los justifique a ellos? De qué manera Alejandro había mostrado su maldad para con el apóstol, lo ignoramos. Pero esas pocas palabras nos hacen entrever uno de los sufrimientos del apóstol por Cristo (2 Timoteo 2:17-21; 3:5; 4:14; Hechos 19:33). Al final de su carrera, pobre, en prisión y de edad avanzada, él se veía expuesto al abandono de parte de unos, y al odio de parte de otros.
¿Cómo soportaba él estos sufrimientos? ¿Estaba abatido y desanimado después de su larga vida de combates, y viendo a esta Iglesia que le era tan querida ser presa de lobos rapaces y de hombres que anunciaban cosas perversas? (Hechos 20:29-30) ¿No le parecía que su trabajo era vano? No; miraba arriba, a Aquel en quien está todo recurso. En su corazón se remontaba hasta los eternos designios de Dios que no pueden dejar de cumplirse.
Así, no sólo se encontraba en estado de soportar la prueba con paciencia, sino también de animar a los otros. “Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio. Por tanto, no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor, ni de mí, preso suyo, sino participa de las aflicciones por el evangelio según el poder de Dios, quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos, pero que ahora ha sido manifestada por la aparición de nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio… Por lo cual asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Timoteo 1:7-12). Esto es lo que sostenía a Pablo en medio de toda clase de sufrimientos. Tenía confianza en Aquel que lo había amado y salvado y, por encima de las tribulaciones del momento, él veía resplandecer la gloria del día venidero. “Todo lo soporto por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna. Palabra fiel es esta: Si somos muertos con él, también viviremos con él; si sufrimos, también reinaremos con él” (2:10-12).
Su juicio ante César
Por fin el apóstol compareció ante César. Podía recordar el día en que presentó su apología ante Festo, Agripa y Berenice. Había dicho: “¡Quisiera Dios que... fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas!” (Hechos 26:29). El espíritu de valor y de amor que entonces lo animaba, sin duda ardía de la misma manera en su alma. Pero la escena en ese momento era más solemne y apropiada para conmover su corazón. No tenía ante él a hombres más o menos comprensivos. Era el emperador, el cruel Nerón, quien tantos sufrimientos había infligido a los aborrecidos cristianos; eran los grandes de su corte, tan acostumbrados como él a ver derramar sangre; había seguramente una muchedumbre de judíos y de gentiles que vinieron para asistir al proceso de aquel a quien se acusaba de ser “una plaga, y promotor de sediciones entre todos los judíos por todo el mundo, y cabecilla de la secta de los nazarenos” (Hechos 24:5). Todos estaban ávidos de oír pronunciar su sentencia de muerte.
¿Quién estaba con Pablo? ¿Qué amigos habían venido para sostener por medio de su presencia y de su simpatía al cristiano anciano, al probado combatiente, al preso a causa del Señor? Nadie. El temor del oprobio y de la ira de los hombres los había retenido a todos.
El Señor le dio fuerzas
“En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino que todos me desampararon” (2 Timoteo 4:16). Estaba solo; sí, solo ante los ojos de los hombres. Pero se hallaba allí un amigo fiel, Aquel que jamás falta, Aquel a quien en otro tiempo Esteban veía por medio del Espíritu y el cual lo sostenía ante el concilio (Hechos 6-7). Si bien era invisible a todos, estaba presente en el corazón del apóstol. “Todos me desampararon…” Pero añadió con indecible expresión de amor: “El Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas”. Esto le era suficiente.
Pablo siguió diciendo: “Me dio fuerzas, para que por mí fuese cumplida la predicación, y que todos los gentiles oyesen” (2 Timoteo 4:17). ¿Qué predicación? La que él había hecho oír a Félix, a Festo y a Agripa; el Evangelio que anuncia a un Cristo resucitado y en la gloria; un Cristo que abre los ojos a la luz celestial y hace pasar del poder de Satanás a Dios; un Cristo que debe aparecer un día en gloria y juzgar a todos los hombres. El poderoso y temido Nerón, el hombre manchado con tantos crímenes, oyó en ese día el solemne llamamiento de Dios y, con él, todos sus nobles y la muchedumbre que rodeaba el tribunal. Semejante acusado jamás se había visto, ni tales palabras se habían oído nunca en aquel sitio.
Así Pablo cumplía completamente su servicio; era su coronamiento. El Señor lo había escogido para llevar “su nombre en presencia de los gentiles, y de reyes”; acababa, pues, de proclamarlo ante el más poderoso monarca de aquel tiempo (2 Timoteo 4:16-17; Hechos 9:15; 26:16-18).
¿Cuál fue el resultado de esta primera defensa? Pablo escribió a Timoteo: “Fui librado de la boca del león” (2 Timoteo 4:17). ¿Fue impresionado Nerón, como Félix, por la potestad de la verdad, y perturbado en su conciencia? Lo ignoramos. Félix había dicho al apóstol: “Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré” (Hechos 24:25). Esta vez, Pablo escapó de la boca del león. Pero no era más que un descanso, y el querido siervo del Señor bien lo sabía.
Su ministerio plenamente cumplido
El apóstol escribió a su amado Timoteo, después de haberlo exhortado a cumplir su ministerio: “Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2 Timoteo 4:5-8). Esperaba la muerte. Su sangre iba a ser derramada como el vino con que se hacía libación después de los sacrificios. Pero ¿qué le importaba? Para él, morir era ganancia; era “partir y estar con Cristo”, lo cual era muchísimo mejor. Que el Señor fuese glorificado en su cuerpo, por vida o por muerte, era lo que él deseaba (Filipenses 1:23, 20).
Acababa de ser magnificado Cristo ante todos por medio del testimonio que Pablo había dado, cumpliendo plenamente la predicación. ¿Qué poder tenían el emperador y el verdugo sobre aquel que siempre se consideraba como librado de la muerte por amor a Jesús y que no tenía en estima su propia vida, con tal que su Maestro fuese glorificado? Nada.
Las glorias que sucederán
Gloriosas perspectivas se abrían ante los ojos del apóstol: los esplendores del día de Cristo, la gloria de su aparición, la corona de justicia que el Salvador pondría sobre la cabeza del fiel combatiente y, por encima de todo, la felicidad de estar para siempre con el Hijo de Dios, quien lo amó y dio su vida por él. Era suficiente para ocultar a la vista de Pablo su triste prisión, el desamparo de todos, los sufrimientos, el oprobio, el hacha del verdugo, y hacerle exclamar con triunfo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?… Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:35-39).
Nada sabemos de otra comparecencia de Pablo ante Nerón, de su sentencia y de su muerte. El testimonio de antiguos historiadores eclesiásticos es que, siendo ciudadano romano, fue decapitado hacia el año 67. “Ausente del cuerpo, y presente al Señor” (2 Corintios 5:8), espera ahora con todos los mártires, y también con todos los creyentes, el momento en que Jesús vendrá en gloria.
¡Que Dios nos ayude a imitar la fe del apóstol, considerando cuál fue el resultado de su conducta! (Hebreos 13:7).