Con razón se dice que el cristiano es dejado en este mundo después de su conversión porque tiene que dar un testimonio. Antes de creer en Cristo, se hacían manifiestos los caracteres del primer hombre. Es menester que desde entonces manifieste —y en general en el mismo ambiente— los caracteres del nuevo hombre. Cuando era todavía un incrédulo, practicaba las obras de la carne. Ahora el cristiano es llamado a producir el fruto del Espíritu. Es un cambio fundamental que debe verse y llevar a que sus allegados se hagan preguntas. Muy naturalmente, se acompaña de palabras que lo confirmen y lo expliquen.
Sin embargo, hay otra razón por la cual el cristiano es dejado en la tierra. Está en la escuela, en la Escuela de Dios. Fue el motivo por el cual Israel —pueblo terrenal de Dios— tuvo que errar cuarenta años antes de entrar en un país que estaba tan sólo a once días de camino. El significado de este errante camino nos es dado en Deuteronomio 8 y se resume en una sola palabra: «aprender»; aprender a conocerse sí mismo y a conocer a Dios. Esta doble y gran lección necesita toda la vida.
Como para cualquier carrera profesional que impone algunos años de aprendizaje, la formación del cristiano con vistas al cielo tiene sus exigencias. Es el propósito de Dios dejarnos más o menos tiempo —de hecho toda nuestra vida— en su escuela, la cual está precisamente en la tierra. Quizás nos parezca que esta preparación es demasiado larga. Pero ¿qué son cuarenta, sesenta u ochenta años en comparación con la eternidad?
Como cualquier otra escuela, la escuela de Dios incluye lecciones, ejercicios prácticos, un maestro, una disciplina y, finalmente, una promoción.
Lecciones
Tal como lo experimentó Israel al atravesar el desierto, aprender a conocernos es un trabajo terrible. Ésta prosigue paralelamente a la otra gran lección que es el conocimiento del Salvador, de Dios mismo, de sus cuidados y exigencias. Tomemos solamente una de estas clases en la que se aprende la paciencia; comprende una lección muy provechosa en el Libro de los libros. El cristiano encuentra el ejemplo de su propio Maestro, de Pablo y de numerosos siervos de Dios. También halla exhortaciones directas a la paciencia. Al mismo tiempo, por contraste o por la dificultad que tiene para poner en práctica estas exhortaciones, descubre lo que naturalmente es: fundamentalmente impaciente.
Exámenes
Llegan entonces los ejercicios prácticos. ¿Qué hemos aprendido hoy con el Señor? ¿A soportar mejor las contrariedades? 2 Corintios 6:4-5 nos recuerda por medio de Pablo que la gran paciencia que requería un apóstol exigía pruebas, todas penosas: “tribulaciones”, “necesidades”, “angustias”, “azotes”… Eran pruebas imprescindibles para aprender esta lección. No somos Pablo, y nuestra paciencia es pequeña; no puede aprenderse de otra manera que a través de las contrariedades. Éstas cesarán con nuestra vida terrenal, pues, en nuestra patria celestial ya no necesitaremos aprender la paciencia. Nuestra permanencia en la tierra constituye la única ocasión. Podríamos comentar de la misma manera las grandes virtudes cristianas ilustradas por nuestro Señor Jesús, como hombre en la tierra. La obediencia, la confianza en Dios, la abnegación, la humildad, la benevolencia, la mansedumbre… son sólo algunas de las tantas clases por las cuales nos hace falta pasar, y nuestros «profesores» son determinadas circunstancias que atravesamos, ciertas personas que frecuentamos. Dicho de otra manera, son todas esas cosas —con frecuencia desagradables— que “ayudan a bien... a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28).
Este mismo pasaje resume en el siguiente versículo la voluntad de Dios: Quiere hacernos “conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos”. Tenemos aquí el versículo clave que da su amplio sentido a la preparación de los discípulos: asemejarse al Señor Jesús en las diversas virtudes morales que somos llamados a reproducir, esperando ser semejantes a él.
En la epístola a los Efesios, una expresión de reproche traduce esto con énfasis: “Mas vosotros no habéis aprendido así a Cristo” (4:20). Sí, Cristo se aprende, y el corazón del Padre se complace en reconocer, en aquellos que por gracia son sus hijos, los parecidos morales con el Primogénito.
Un maestro
El Espíritu Santo asume la labor de nuestra formación. Todos conocemos esta voz interior que unas veces reprende y otras consuela, sirviéndose de la Palabra para modelar nuestro pensamiento y marcarlo con la huella del cielo. ¡Ojalá sepamos escucharlo como atentos alumnos!
Una disciplina
La disciplina forma a los discípulos. Cada escuela tiene la suya: un reglamento interno al cual hay que conformarse, bajo pena de advertencia o incluso de exclusión. Para nosotros el reglamento es la Palabra, y si bien en la Escuela de Dios no estamos expuestos a la exclusión, no obstante, no podemos evitar un instante esta disciplina que se ejerce para nuestro bien.
Una promoción
El tribunal de Cristo es el día de las recompensas, donde cada uno recibirá lo que haya hecho, sea bueno o sea malo (2 Corintios 5:10). Tal como sucedía en otro tiempo —cuando se repartían los premios—, se asignarán coronas. ¡Quiera Dios que no perdamos la nuestra!
Existen en el mundo prestigiosas universidades, grandes escuelas que confieren títulos apreciados en la vida profesional. Llamados a una vocación mucho más elevada, empeñémonos en complacer a Aquel que nos dio el honor de aceptarnos en su Escuela y de formarnos para el cielo.