La esperanza cristiana no es la muerte

2 Corintios 5

La esperanza cristiana no es la muerte. El creyente no espera “ser desnudado (es decir, muerto), sino revestido, para que lo mortal sea absorbido por la vida” (2 Corintios 5:4). El propósito de Dios es hacernos conformes a la imagen de Cristo (Romanos 8:29). El poder de la vida divina nos hará semejantes a Él, la Cabeza. Nuestra esperanza es ver al Señor tal como él es y ser hechos conformes a él. Para eso hemos sido formados.

Aun en la muerte tenemos esperanza, pero nuestra esperanza no radica en esa muerte. Poseemos mucho más: Tenemos la vida, una vida que la muerte no puede tocar, porque está puesta en libertad.

La paga del pecado es muerte

Cuando la muerte llega, destruye todo lo que es natural. El pensamiento humano es confundido; no queda nada de que agarrarse.

Todavía hoy Satanás despliega su poder, el cual nadie puede controlar sino Dios que tiene el poder de la vida. Es necesario que llegue la muerte para romper los lazos naturales y quitar todos los terrores con respecto a Satanás. La sentencia tiene que ser ejecutada por Dios mismo. Pues, tras la muerte, tendrá lugar el juicio. “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (Hebreos 9:27). Pero ¿qué es el juicio? Si un incrédulo muere, será condenado al juicio a causa del pecado.

“Así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). Aquí no hablo de la liberación. La muerte, en todo sentido, es algo terrible. Además del temor natural que siente hasta un animal, la muerte encierra gran terror, porque son rotos todos los lazos. El poder de Satanás que conduce al juicio no puede traer nada sino condenación al pecado.

La muerte es también como un sello que Dios ha puesto sobre el hombre y que ningún poder humano puede eliminar. Ella aparece, burlándose cruelmente del hombre, en medio de todo ese supuesto progreso del cual se vanagloria. En todo eso vemos que la muerte misma es la paga del pecado (Romanos 6:23).

La liberación del temor de la muerte

La muerte se puede considerar bajo otro aspecto. Dios ha liberado por completo al creyente del temor de la muerte. Ahora, el mejor momento de la vida del creyente es en su muerte. Ésta le da una preciosa perspectiva, únicamente por la obra de Cristo. “Si uno murió por todos, luego todos murieron”. “Para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (2 Corintios 5:14; Hebreos 2:14-15). El Hijo de Dios (de quien está escrito que “era imposible que fuese retenido por la muerte”, Hechos 2:24) entró en ella, la sufrió y resucitó. El postrer Adán entró en la muerte, tomando el lugar que correspondía al primero.

Cristo bajo el juicio de Dios

Estábamos bajo el pecado, el juicio y la ira de Dios; pues bien, Cristo estuvo bajo todas estas consecuencias del pecado. En verdad, Dios midió el pecado; conocía sus consecuencias. Sin embargo, “no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Romanos 8:32). Cristo sabía todo lo que era la muerte y el juicio. Se sometió a ella con el perfecto amor de su corazón, a fin de cumplir la voluntad de Dios. Al pensar en la copa que tenía que beber, su agonía fue tal que su sudor se veía “como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44). El pensamiento del pecado, de la muerte y del juicio, le hacía retroceder de la copa; sin embargo, la bebió. El poder de la muerte no existía más, porque los que vinieron a buscarlo “retrocedieron, y cayeron a tierra” (Juan 18:6). En ese mismo momento, Jesús habría podido huir, pero no quiso hacerlo; se ofreció voluntariamente. Sus discípulos podían huir, porque Él quedaba allí dispuesto a enfrentarlo todo. Por tal motivo tomó la copa del juicio, soportando la pena del pecado. Ya no se trataba —como en Getsemaní— de tener que ver con Satanás, sino que la cuestión era con Dios. En la cruz clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). El Señor en la cruz bebió el cáliz hasta los sedimentos; luego murió. Su cuerpo fue sepultado; pero el poder de Satanás fue vencido cuando Jesús dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46). Entregó su espíritu en espera de la resurrección. Descendió hasta la muerte, llevando sobre sí todas las cosas: el pecado, el poder de Satanás y la ira divina. Dios, “por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). Jesús “al pecado murió una vez por todas” (Romanos 6:10).

Así, pues, al entender lo que era la muerte para Cristo, podremos comprender lo que significa para no­sotros. Es la ira sin fin para los que se encuentran aún en su estado de incredulidad; pero, para el creyente, no queda lugar para el pecado ni la ira. ¿Juzgará Dios el pecado que él mismo anuló? No, porque de él no queda huella. Dios condenó al pecado en la carne, y Cristo lo quitó por su sacrificio. La clave de ello consiste en que Cristo fue hecho pecado, pues en Él jamás hubo pecado. “Padeció… el justo por los injustos” (1 Pedro 3:18; 1 Juan 3:5). El pecado en la carne fue condenado, una vez y para siempre. Ahora, el Señor resucitado vive en la gloria. “Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:28). Vendrá para llevarnos a la gloria, donde no existe el pecado.

En Cristo no hubo pecado; pero en nosotros sí lo hay. El pecado fue quitado para siempre. Luego, pues, el Señor resucitado está por encima de todas las consecuencias de la muerte. Su vida fue “según el poder de una vida indestructible” (Hebreos 7:16). En Él tenemos la nueva vida, porque hemos nacido del Espíritu. El apóstol Pablo dijo: “Lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios” (Gálatas 2:20).

El viejo hombre

Al poseer la nueva vida, bien podemos tener al viejo hombre como muerto. Fue necesario que el grano de trigo muriera (Juan 12:24); la muerte de Cristo puso fin a todas nuestras relaciones con el estado de cosas según la naturaleza. La ley, cuando conocemos su poder, nos produce la muerte. Pero ahora tenemos la vida en Cristo. Las Escrituras no nos dicen que debemos morir al pecado, sino que estamos muertos, que debemos considerarnos “muertos al pecado” (Romanos 6:11). “¿Por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos?” (Colosenses 2:20).

A causa de su voluntad, el viejo hombre es un adversario; pero somos muertos, habiendo terminado con todo lo que nos impedía acercarnos a Dios. Literalmente, cuando la muerte haga su aparición, habremos acabado con todo lo que es mortal. La mortalidad será absorbida por la vida. La vieja naturaleza es un aguijón del cual nos contentará estar liberados; es mortal y corrupta, hallándose hoy bajo el poder de Satanás a causa del pecado. Después, la corrupción y la mortalidad no existirán más (véase 1 Corintios 15:53-56). Cuando el cuerpo mortal sea muerto, nada tendremos que ver con la muerte y con la vieja naturaleza.

La nueva naturaleza

La nueva naturaleza jamás tendrá fin. Por la muerte, ella se acerca al reposo eterno donde las afecciones serán totalmente libres. Habremos acabado con la vieja naturaleza, con el primer Adán, y nos gozaremos mucho más del segundo Hombre. “Estar con Cristo… es muchísimo mejor”, dice la Palabra en Filipenses 1:23.

Si morimos, seremos librados de la mortalidad. “Así que vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor” (2 Corintios 5:6). Pero, ¿a qué se refiere este versículo?: Al nuevo hombre. Estará ausente del cuerpo, y presente con el Señor. De manera que, dejar este pobre cuerpo mortal para estar con Cristo, es ganancia (Filipenses 1:21). Será aún más precioso estar con Cristo en la gloria.

¿Cuáles fueron los pensamientos de Jesús en cuanto a la gloria? Él le dijo al malhechor: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43), y a los discípulos: “Si me amarais, os habríais regocijado, porque he dicho que voy al Padre” (Juan 14:28). En Cristo estriba el perfecto conocimiento de la ganancia. ¿Fue Esteban menos dichoso al morir? Dijo: “Señor Jesús, recibe mi espíritu” (Hechos 7:59). Al morir, se deja al viejo hombre a fin de estar con Cristo. Es un resultado positivo el haber terminado con lo que es mortal, algo que ahora gozamos por la fe y que pronto será realidad.

Morir cada día

Luego, subsiste el hecho de morir cada día (1 Corintios 15:31). Siempre es ganancia positiva y espiritual. El dolor aparece y rompe los lazos naturales, pero esto es para bendición. La carne es sometida. Si la propia voluntad persiste, es un mal síntoma; pero debemos sentir la prueba. Pedro no quería aceptar el pensamiento de que el Señor tuviese que morir en la cruz, porque su carne no estaba suficientemente humillada todavía para corresponder a la revelación que había recibido de Dios. Se necesitan siempre muchas circunstancias en el proceso de una vida para quebrantar la voluntad, ya sea en secreto con Dios o por disciplina.

La muerte no es más que el despojo de lo mortal y el paso del alma a la luz, a la presencia de Jesús. Dejamos atrás lo que está manchado y en desorden. ¡Qué gozo para nosotros! Después, el cuerpo se transformará en poder y en gloria incorruptible e inmortal. Para eso, sólo nos queda esperar un poco.

El amor de Dios en las pruebas

El conocimiento del amor de Dios, el cual alcanzó los dominios de la muerte, ha disipado todas las tinieblas con sus benditos rayos. De manera que hasta las tinieblas sirven para mostrarnos cuán reconfortante es el hecho de poseer semejante claridad. En el corazón, lo único que queda es la luz; las tinieblas desaparecen delante de ella.

Vivimos en un mundo de dolor. Cuanto más lo conocemos, más tratamos de estar cerca del Señor. Ello no significa que algunas de nuestras pruebas no sean un castigo de parte del Señor. Sabemos que ellas lo son con frecuencia para los más queridos, como lo vemos en el caso de Job. En todas estas pruebas, Cristo nos enseña una lección de gracia. Quiere entrar en los dolores de sus redimidos, los que surgen como consecuencia de sus faltas y necedades; pero, gracias a Dios, Sus simpatías son perfectas.

Jesús sufrió por causa de la justicia y soportó nuestros pecados. Además, obró en gracia entre aquellos que constituían el remanente fiel de Israel para simpatizar en todo lo que sufrían bajo la mano divina que los castigó a causa del pecado. Llegó a sentirlo como nadie lo hubiera hecho. Su compasión todavía hoy es perfecta, aunque ahora no atraviese los dolores que en otro tiempo soportó.

Sufrimos en lo que debe ser corregido o quebrantado. Cuando Cristo está con nosotros, aunque el corazón padezca, gozamos de una dicha sin igual. Al contrario, cuando la propia voluntad se mezcla con el dolor, se produce amargura, es decir, una pena en la que el Señor no se halla. Sin embargo, necesitamos el golpe que recibimos.

Su propósito es dictado por Su amor.

Los caminos del Señor

Existen en nosotros, aun entre los más sinceros, muchas cosas que no conocemos y que no son sometidas a la voluntad de Dios, cosas que obran y se manifiestan de manera inesperada. Dios, en su poder, se encarga de nosotros y nos toma de la mano, rompiendo muchos lazos de una sola vez. Los afectos son alcanzados. Sentimos que la muerte ocupa su lugar y su parte en ellos. Nunca vi una familia que no cambiara después que la muerte irrumpiera por primera vez. El círculo ya no está más completo; una brecha ha sido abierta. Todo lo perteneciente al conjunto de los lazos naturales y de la vida en este mundo fue hallado mortal; fue alcanzado en su naturaleza misma. El curso de la vida continúa; la muerte se ha encontrado con los afectos que pertenecen a este mundo. Ha entrado donde vivimos y donde mora nuestra voluntad. Cuando se quebranta esta última, nos apoyamos en lo que no puede ser quebrantado. No perdemos nuestros afectos, sino que aprendemos a sostenerlos antes con Cristo que con nuestra propia voluntad, porque ahora lo natural debe morir como el pecado.

Cristo jamás provoca un quebrantamiento sin intervenir para unir mucho más en Él el corazón y el alma. Vale la pena experimentar el dolor y la aflicción, a fin de que conozcamos más su amor y lo que Él mismo es. No hay nada semejante; nadie es como Él. El gozo de conocerlo es permanente.

Además, por medio de ello se produce una obra útil en nuestros corazones, y conocemos más su comunión y el gozo que ella produce. Se desarrolla más la capacidad de hallar sus delicias en Dios, de comprender sus caminos. Así, pues, uno aprende a estimar lo que responde al deseo de Dios. Halla su gozo en las cosas excelentes.

Todavía no sabemos cuán grandes son las cosas a las cuales somos llamados. ¡Ojalá que los creyentes las conozcan más! Somos llamados a la comunión y al gozo con Dios.

Algunos disfrutan de esas cosas excelentes aquí abajo. En ese caso, todo lo que es natural y de la propia voluntad es excluido. Frecuentemente, los cristianos deshonran al Señor, viviendo en lo que es natural. Entonces, el Señor se ocupa de ellos “para quitar al hombre de su obra, y apartar del varón la soberbia” (Job 33:17).

Nos es provechoso que los caminos divinos nos sean escondidos. Cuán útiles son para llevarnos a la presencia de Dios, cualesquiera sean los medios utilizados para alcanzarnos, porque él conoce nuestros corazones y sabe cómo actuar. Grande es su gracia, y muchos sus cuidados diarios. “No apartará de los justos sus ojos” (Job 36:7). Es una gracia maravillosa que estemos ocupados con un Dios sin igual. El Señor obra todo en amor. Cuando la tempestad haya pasado, el esplendor para el cual nos está preparando, brillará sin nubes. Todo proveerá de Aquel que hemos conocido en sus tiernos cuidados. En cuanto al esplendor de la ciudad celestial, está escrito: “La gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera” (Apocalipsis 21:23). Estaremos con Jesús, gozándonos con él y como él del favor divino y de la claridad que ilumina sobre él. ¡Precioso amor el del Señor, quien nos atrajo para estar allí con él para siempre! Nos encontramos allí, en virtud de su amor, y pronto disfrutaremos plenamente de su presencia.

¡Ojalá que cada uno de nosotros pueda aprovechar estos momentos donde la impresión y los efectos actuales de la prueba son fuertes, y se sitúe ante Dios, a fin de que recoja todo el fruto de Sus caminos y de Su tierna gracia! Es un momento en que Él sondea el corazón, y le manifiesta al mismo tiempo su amor.

La completa victoria sobre la muerte

La muerte no es un accidente que llega independientemente de la voluntad de Dios. No tiene poder sobre nosotros, pues el Señor resucitado posee las llaves de ella. Es algo precioso saber que Jesús alcanzó una completa victoria sobre la muerte y sobre todo lo que nos era contrario, rescatándonos totalmente de todos nuestros enemigos. Hemos sido librados, excepto en lo que concierne al cuerpo, de esa esfera donde reina el pecado, habiendo sido transportados al reino donde ilumina el esplendor de la faz divina. Es el lugar donde sólo existe luz y amor, donde Dios llena todo según el favor que despliega hacia Cristo.

Los ciudadanos celestiales

Mientras estemos aquí abajo, los duelos romperán los lazos y nos harán sentir lo que es el desierto.

El primer Adán pertenecía al paraíso terrenal; todo se echó a perder. Los lazos de la vida de aquí abajo, que Dios ha formado y que encuentra en su lugar, permanecen; pero la muerte ha irrumpido. El Espíritu Santo es la fuerza que nos aparta de todo para unirnos a lo invisible, a Cristo en el cielo y al amor del Padre. A veces lo experimentamos por medio de una gran prueba; otras veces, poco a poco. Sin embargo, Dios obra siempre en los suyos, habiéndoles preparado una casa y concedido ya el derecho de ciudadanos celestiales.

Sin duda tenemos nuestras penas; pero también poseemos un Señor fiel, lleno de amor y que quiere bendecirnos. Podemos contar con él. Luego vendrá el reposo, lleno del conocimiento de sus delicias, porque “verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53:11). Si, por gracia, tenemos una pequeña parte en sus sufrimientos, nos asociaremos a su gozo cuando seamos alzados para siempre. Actualmente, conocemos la cruz muy poco; no obstante, nuestra perspectiva es Cristo; nuestro gozo y la gloria están en él.

El dolor y la simpatía

No creo que haya más sentimientos en el dolor que en la simpatía. Es evidente que hay diferencias. Sin embargo, en la tumba de Lázaro, el sentimiento de la muerte en el Señor fue más profundo que en Marta y María. No sólo fue la pérdida de Lázaro lo que afligió el corazón del Señor; antes bien, fue todo lo que la muerte en sí incluía para el corazón humano.

Es maravilloso contemplar al vencedor de la muer­te que descendió a la muerte por nosotros. ¡Qué perfecto fue! Ahora bien, es Él que llena todo vacío. En Él no perdemos nada.

Después del peregrinaje

Sólo somos transeúntes aquí abajo; pronto cesará nuestro peregrinaje. ¡Qué gracia cuando toda traza de lo que nos ha mantenido ligados a este mundo de maldad y de miseria, de una u otra manera, haya desaparecido para siempre! Entonces, nos encontraremos en la plena luz donde todo será perfecto.