La Iglesia ha llegado a un período muy sombrío de su historia. La cristiandad se dirige rápidamente hacia la apostasía final en la cual no tendrá más que una apariencia de piedad. Es difícil, en medio de tal desorden, discernir las cosas con claridad. El creyente se pregunta: «¿Qué debo hacer?» Consideraremos aquí tres actitudes, de las cuales las dos primeras aparecen como malas, mientras que la tercera presenta algunos caracteres del creyente fiel en estos tiempos difíciles.
El abandono
Así como el pueblo de Israel decía: “No ha llegado aún el tiempo, el tiempo de que la casa de Jehová sea reedificada” (Hageo 1:2), nosotros también podríamos pensar que no es más el momento de trabajar en la Iglesia, que es la Casa de Dios por el Espíritu. Frente a la ruina actual de su testimonio, nos desanimamos como los judíos del tiempo de Nehemías: “Las fuerzas de los acarreadores se han debilitado, y el escombro es mucho, y no podemos edificar el muro” (Nehemías 4:10). Razonamos así: «Puesto que Cristo vendrá pronto, él se encargará de poner orden. Contentémonos con el estado de la cristiandad tal como se encuentra, con sus compromisos y con sus desórdenes, porque, de todas maneras, todo lo que podríamos hacer no sería nada ante la amplitud de la tarea».
El mal combate
A veces sucede que queremos despertar a aquellos cristianos que se han dejado adormecer por tradiciones o arrastrar por el mundo, hasta tal punto que han perdido todo discernimiento entre el bien y el mal. Desconocen los derechos del Señor sobre su Iglesia. Queremos imponerles otra manera de ser y de pensar mediante diversas presiones morales. En lugar de acercarnos a esos creyentes —como lo haría un sacerdote que se asocia al estado de la congregación y come del sacrificio por el pecado en el Lugar Santo (véase Levítico 10:17)—, les hablamos con dureza, presentándoles la verdad sin amor, a veces hasta con enojo y, a menudo, sin paciencia (1 Corintios 13:4-5).
¡Qué triste es el combate que ocasiona muchos llantos! (Jueces 20:23, 26). ¿No se corre el riesgo de que a causa de ello se forme una amplia brecha en el seno de la Iglesia? (21:15). Los creyentes se desaniman porque no reciben el alimento, los estímulos, las exhortaciones ni la enseñanza de la que tienen tanta necesidad.
Sin embargo, en medio de esta ruina, seguramente hay una senda para el hombre fiel. Busquémosla en estas líneas, para nuestra edificación.
El buen combate
El apóstol Pablo escribió dos epístolas a Timoteo. Le envió la primera para que supiera cómo debía conducirse “en la casa de Dios, que es la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad” (1 Timoteo 3:15). Lo exhortó a que militara la buena milicia (1:18). Para que este joven hermano fuera de bendición, tenía que ser en primer lugar “ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza” (4:12).
La segunda epístola, escrita al final de la vida del apóstol, pone en evidencia a una cristiandad que ya estaba en camino a la decadencia. En ella —más que en la primera epístola— encontramos señalado el camino de aquel que tiene empeño en servir fielmente a su Señor y que escoge las cosas que le agradan a Dios (Isaías 56:4).
Las exhortaciones allí son muy precisas: “Tú, pues, hijo mío... Pero tú... Pero tú...” (2 Timoteo 2:1, 3; 3:10, 14; 4:5). Este camino es el del renunciamiento y los sufrimientos, pero también el del valor, porque se recorre en contra de la corriente.
Timoteo es llamado “hombre de Dios” (1 Timoteo 6:11), calificativo excepcional, ya que, en el Nuevo Testamento, sólo se le atribuye a él. Dios lo designa así como hombre fiel. ¡Qué privilegio! Enoc había recibido testimonio de haber agradado a Dios: “Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo traspuso Dios; y antes que fuese traspuesto, tuvo testimonio de haber “agradado a Dios” (Hebreos 11:5). ¿No es éste el deseo de cada uno de nosotros?
En el Antiguo Testamento, varios servidores recibieron el calificativo de “hombre de Dios” o “varón de Dios”. Todos ellos tenían algo en común. Vivieron en tiempos difíciles. Recordemos aquí algunas de sus cualidades que deberíamos tratar de imitar.
1) Un andar fiel
Samuel vivió en una época en que “la palabra de Jehová escaseaba” y en que “no había visión con frecuencia” (l Samuel 3:1). La vida de este hombre de Dios empezó así: “El joven Samuel iba creciendo, y era acepto delante de Dios y delante de los hombres” (2:26). En su vejez declaró delante de todo el pueblo: “Yo soy ya viejo y lleno de canas… y yo he andado delante de vosotros desde mi juventud hasta este día… Jehová es testigo contra vosotros, y su ungido también es testigo en este día, que no habéis hallado cosa alguna en mi mano. Y ellos respondieron: Así es” (12:2-5). Durante toda su vida fue un modelo en palabra, en conducta y en pureza, lo que explica por qué era un “varón de Dios... hombre insigne” (o «muy respetado») (1 Samuel 9:6).
Eliseo, el profeta, también es llamado “varón santo de Dios” (2 Reyes 4:9). No tuvo necesidad de ser recomendado como tal a la familia de Sunem; pero su actitud, sus palabras y sus hechos manifestaban a Aquel que llenaba su corazón. ¡Qué ejemplo para nosotros! Su compañía era deseada. Pudo ser buen consejero y llevar la paz y la gracia a las personas que lo rodeaban. En su ministerio, los recursos de la gracia de Dios fueron puestos en evidencia.
2) Una vida de comunión con Dios
Moisés, al que también repetidas veces se le da el calificativo de “varón de Dios” (Deuteronomio 33:1; Josué 14:6), tenía dulces comunicaciones con Dios: “Hablaba Jehová a Moisés cara a cara, como habla cualquiera a su compañero” (Éxodo 33:11). Esta relación está basada en el amor: “Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos”, y reclama la obediencia: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Juan 15:13-14). La comunicación de los secretos de Dios, como resultado de la confianza que el Señor da a sus amigos, nos está entonces asegurada. “Os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (v.15). Moisés recibía los secretos de Dios, y está escrito que “nunca más se levantó profeta en Israel como Moisés, a quien haya conocido Jehová cara a cara” (Deuteronomio 34:10).
Una vida de comunión con nuestro Padre y con su Hijo Jesucristo constituye la base de nuestra inteligencia espiritual. “Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd” (Mateo 17:5), fueron las palabras que oyeron los discípulos en el monte alto. Escuchándolo a Él, llegamos a conocer el pensamiento y el corazón de Dios; por medio de la oración le hablamos. El resultado de estos intercambios es el discernimiento de las cosas excelentes, lo que es muy necesario para andar fielmente y para ser de ayuda a nuestros hermanos. Tanto Elías como Eliseo expresaban así la comunión y la dependencia que resultaba de ello: “Vive Jehová Dios de Israel, en cuya presencia estoy” (l Reyes 17:1; 2 Reyes 5:16).
3) Alimentarse de la Palabra de Dios
¿Somos conscientes de la importancia que tiene la lectura cotidiana de la Palabra de Dios? “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16-17).
En primer lugar, tenemos lo que hemos aprendido desde nuestra infancia, como Timoteo, quien, desde su niñez, conocía las Sagradas Escrituras. Las había aprendido de su abuela y de su madre (3:15; 1:5). Era necesario que siguiera perseverando: “Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido” (3:14).
Evidentemente, el hecho de haber nacido en una familia cristiana no es suficiente para llegar a ser un hombre de Dios. Por cierto, es un privilegio haber recibido de nuestros padres las bases de la verdad, pero es necesario que continuemos leyendo, meditando y ocupándonos en estas cosas todos los días de nuestra vida. Como resultado de la instrucción recibida de esta manera, vendremos a ser como aquellos que “por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal” (Hebreos 5:14). Estaremos “enteramente preparados para toda buena obra” (2 Timoteo 3:17) y podremos llevar frutos producidos por un corazón renovado.
Samuel no dejaba caer a tierra ninguna de las palabras de Jehová; por eso Dios estaba con él (1 Samuel 3:19-21). María guardaba todas las palabras de Jesús, meditándolas en su corazón (Lucas 2:19, 51). Los progresos espirituales se manifiestan cuando la Palabra de Dios mora en abundancia en nosotros (Colosenses 3:16), lo que no implica que debamos dejar todas nuestras actividades para leer la Biblia de la mañana a la noche. Cuando atravesamos las diversas circunstancias del día —sean éstas felices o tristes, simples o difíciles— la Palabra nos viene a la memoria y, con la ayuda del Espíritu Santo, es aplicada a nuestros corazones para enseñarnos, convencernos, corregirnos y consolarnos.
En nuestros días poseemos la Palabra de Dios, revelación divina absolutamente completa para el hombre. Es un inmenso privilegio que nos hace aún más responsables, puesto que, aunque tengamos un gran conocimiento de la Escritura, nuestro discernimiento puede empañarse si descuidamos ciertas porciones de ella. De igual modo, nuestra propia voluntad nos impide aplicar la Palabra de manera segura y objetiva.
Al contrario, Dios continuaba revelándose a Samuel y así todo lo que él decía acontecía sin falta (1 Samuel 9:6). Era alguien que tenía autoridad moral, alguien a quien se podía acudir sin temor. “Vamos, pues, allá; quizá nos dará algún indicio acerca del objeto por el cual emprendimos nuestro camino” (v. 6). No se imponía ni por la fuerza ni por intimidación, sino por una vida conducida por el Espíritu Santo (véase Zacarías 4:6).
4) Una vida de oración
¡Cuántas exhortaciones se nos dirigen acerca de la necesidad de velar y orar! “Orad sin cesar” (1 Tesalonicenses 5:17; Lucas 18:1); “en todo tiempo” (Lucas 21:36; Efesios 6:18). Estas oraciones no deben limitarse a nuestras necesidades personales y familiares, sino extenderse a todos los hombres (1 Timoteo 2:l) y, en particular, al pueblo de Dios.
El apóstol Pablo no cesaba de orar por todos los creyentes (Colosenses 1:9; 2:1; 2 Corintios 11:28). Epafras —de quien poco se habla en la Escritura, salvo para poner en evidencia su fidelidad— en sus oraciones, rogaba encarecidamente por los cristianos (Colosenses 4:12-13). No tomó el lugar preponderante que quiere ocupar alguien con deseos de dominar, sino el de un siervo. Oraba por la Iglesia. ¡Qué ejemplo! ¡Ojalá tengamos este espíritu de oración! Cuidémonos también de no dejar la reunión de oración en la iglesia.
En el Antiguo Testamento, muchos hombres de Dios manifestaron este carácter.
Cuando el pueblo de Israel estuvo en gran angustia a causa de sus faltas, Samuel declaró con admirable devoción y confianza: “No desamparará a su pueblo, por su grande nombre; porque Dios ha querido haceros pueblo suyo. Así que, lejos sea de mí que peque yo contra Jehová cesando de rogar por vosotros” (1 Samuel 12:22-23).
Moisés, hombre de Dios, oró por el pueblo desobediente que merecía el juicio: “Vuélvete, oh Jehová; ¿hasta cuando? Y aplácate para con tus siervos. De mañana sácianos de tu misericordia, y cantaremos y nos alegraremos todos nuestros días” (Salmo 90:13-14). Se asoció al pueblo diciendo “nosotros”. La ira de Dios encendida contra el pueblo idólatra fue así aplacada por la intercesión de Moisés. El versículo 23 del Salmo 106 pone en evidencia, no sólo el poder de la oración, sino también la fe de aquel que se había “puesto a la brecha” (V.M.). Si la situación en que se había colocado el pueblo parecía irremediable y no podía acarrear otra cosa que juicio —ya que estaba adorando al becerro de oro—, la fe de Moisés se elevó por encima de las circunstancias. Aunque en ese momento sólo él podría haberse beneficiado de las promesas hechas a Israel, en lugar de ello hizo un llamamiento a la gloria de Dios para que no destruyera a su pueblo, y hasta le ofreció que lo borrara de Su libro, por amor de sus hermanos (Éxodo 32:11, 14, 32). Ésta es la verdadera humillación que han compartido numerosos fieles, tales como Esdras, Nehemías y Daniel.
La promesa que tenemos nosotros no es la de ser exaltados ante los ojos de nuestros hermanos, sino la de ser exaltados por Dios cuando fuere tiempo (Santiago 4:10; 1 Pedro 5:6). Mientras tanto, tenemos motivos para humillarnos personalmente al considerar el estado de ruina del pueblo de Dios del cual formamos parte.
Para estimularnos a orar, Santiago nos presenta el ejemplo de Elías, hombre de Dios lleno de energía y de poder. “La oración eficaz del justo puede mucho. Elías… oró fervientemente” (Santiago 5:16-17). Sin embargo, en un momento de su vida perdió su carácter de hombre de Dios. Desanimado, acusó al pueblo de Israel delante de Dios diciendo: “Los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares…, y sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida” (1 Reyes 19:10). La expresión “nosotros”, que caracteriza la humillación, se transformó en “ellos han...”. Así Elías se convirtió en acusador de sus hermanos y pidió la muerte porque no encontraba ninguna salida mirándose a sí mismo.
Leamos Romanos 11:2-5 y notemos la gravedad de este pecado. Esto es tanto más serio por cuanto es la única vez que en el Nuevo Testamento se menciona la falta de un fiel servidor de la época del Antiguo Testamento. ¿No es ésta una solemne advertencia que nos dirige nuestro Dios para que no juzguemos ni critiquemos a nuestros hermanos?
En Hechos 7:23 se nos recuerda que Moisés, después de haber recibido el llamamiento de parte de Dios, obró según el impulso de su propio corazón. Todavía no era el momento; no podía anticipar el comienzo de su servicio. Le era necesario un largo tiempo de preparación, durante el cual tuvo que aprender la obediencia y la paciencia para poder ser útil a sus hermanos.
5) Tener horror al mal
El hombre de Dios tiene una conciencia ejercitada. No soporta el mal, no lo imputa y, sobre todo, jamás habla mal del pueblo de Dios, particularmente delante de las ovejas débiles y de los corderos, es decir, de los pequeños del rebaño. La característica del hombre de Dios no es estar ocupado y hablar permanentemente de la ruina del testimonio —aunque sienta intensamente la deshonra que la Iglesia ha causado al Señor—, sino estar ocupado y hablar de su Señor, del cual está lleno y a quien sirve a cada instante de su vida.
Eliseo lloraba al pensar en el estado del pueblo que iba a ser herido por el enemigo (2 Reyes 8:11). Sin embargo, los hijos de Israel habían sido advertidos en varias ocasiones con manifestaciones de gracia del hombre de Dios. Pero ellos no supieron aprovecharlas. ¡Qué tristeza para Eliseo!
Cuando Naamán le ofreció un presente, después de haber sido sanado, Eliseo lo rechazó. El hombre de Dios no codicia ninguna ganancia deshonesta; es íntegro, pues, para él, sólo la piedad representa una gran ganancia. No se dejó influenciar por sus sentimientos cuando Giezi le reclamó alguna cosa a Naamán. Eliseo, pese a su afecto por su servidor, no manifestó ninguna debilidad frente al mal (2 Reyes 5:27). Hasta el fin de su vida se caracterizó por una energía ejemplar para con su Dios y su pueblo. Antes de morir se enojó contra Joás, rey de Israel, al comprobar la falta de valentía y perseverancia de éste para pelear las batallas de Jehová (2 Reyes 13:14-19).
David, “el dulce cantor (o salmista) de Israel”, como le place llamarlo al Espíritu de Dios (2 Samuel 23:1), recibe en tres ocasiones el calificativo de hombre o varón de Dios. Tres pasajes recuerdan su preocupación por la alabanza (2 Crónicas 8:14; Nehemías 12:24 y 36). Los dos primeros versículos, junto con el versículo 25, aluden asimismo a los porteros que tenían que estar en cada puerta según su mandamiento.
David estableció cantores en el templo (l Crónicas 15:14-16; 16:7-36). Los cantores no eran sacerdotes que ministraban ofreciendo sacrificios, sino levitas que profetizaban con los instrumentos musicales que David había hecho (l Crónicas 23:5; 25:1, 3, 6). Su servicio traía gozo y consolación.
¿No es éste el objetivo asignado al don de profeta, el cual tenemos que desear con ardor? “El que profetiza habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación” (1 Corintios 14:3). El hombre de Dios desea que el corazón de sus hermanos y hermanas sea vivificado para que disfruten el gozo del Señor y lo expresen con cánticos. Pero para que los dones puedan ejercerse armoniosamente en la Iglesia, es necesario que a sus puertas los porteros permanezcan velando. David, hombre de Dios, no lo había olvidado. La responsabilidad de aquéllos era no dejar entrar a ningún inmundo en la casa de Dios (2 Crónicas 23:19). Por supuesto, animaban a aquellos que no se atrevían a entrar o que no sabían cómo hacerlo. No descuidemos ninguno de esos dos aspectos. El hecho de conformar nuestros pensamientos a uno solo de esos aspectos representa un peligro que nos llevaría a convertirnos en sectarios o, de lo contrario, en liberales.
El hombre de Dios, al velar sobre los derechos del Señor en la Iglesia, cuida que los creyentes se nutran de Cristo y se sientan dichosos en Él.
El hombre de Dios perfecto
Finalmente, dejemos que nuestros corazones mediten acerca del ejemplo de nuestro Señor Jesucristo. Él podía decir mediante la voz profética: “A Jehová he puesto siempre delante de mí” (Salmo 16:8), y dirigiéndose a su Dios: “Tú has probado mi corazón, me has visitado de noche; me has puesto a prueba, y nada inicuo hallaste; he resuelto que mi boca no haga transgresión” (Salmo 17:3). Cuando los judíos le preguntaron: “¿Tú quien eres?”, “Jesús les dijo: Lo que desde el principio os he dicho” (Juan 8:25). “Bien lo ha hecho todo” (Marcos 7:37), reconocieron los habitantes de la región de Decápolis. Su comida era hacer la voluntad del que lo envió y acabar su obra (Juan 4:34). En el desierto, Jesús respondió a los ataques del diablo con la Palabra de la cual estaba lleno: “Escrito está” (Mateo 4:4). ¡Cuántas veces en los evangelios lo encontramos en oración! ¡Qué comunión perfecta entre el Padre y el Hijo podemos apreciar en la expresión: “Yo y el Padre uno somos”! (Juan 10:30). ¿De qué hablaba?: “Todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer” (Juan 15:15). A los discípulos en el camino de Emaús “les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:27), y ello dio como resultado que el corazón de los suyos ardiera por Él.
El Señor fue perfectamente el hombre de Dios, carácter que ganó también con sufrimientos (Hebreos 5:8). Él es nuestro modelo y la medida de nuestro testimonio. Amados del Señor, imitémoslo.