Los ojos de Dios están sobre los justos

Siempre nos parece sorprendente que el Espíritu Santo se sirva de nuestro vocabulario y de expresiones usuales para hacernos conocer “lo profundo de Dios” (1 Corintios 2:9-10). Dios se pone a nuestro alcance. A menudo lo vemos, por ejemplo, personificado; toma atributos humanos, aun cuando su naturaleza no se compare a la nuestra. Dios es infinito; el hombre, un ser limitado. Dios es omnisciente, mientras que el hombre sólo comprende en forma parcial y con dificultad, aun las cosas simples.

La Palabra nos dice que Dios oye, escucha, que sus oídos están abiertos; también nos dice que ve, observa, y que sus ojos están sobre los justos.

Con la ayuda de su Palabra trataremos de ver cómo Dios mira al hombre.

La mirada de Dios sobre su creación

Los ojos y la mirada de Dios están presentes desde las primeras páginas de las Escrituras. Según el propósito de su corazón, Dios, el Todopoderoso, creó todas las cosas, y después miró. Esto nos hace pensar en la técnica del artesano que avanza en su obra y que se asegura de que está hecha conforme a su voluntad. “Vio Dios que la luz era buena” (Génesis 1:4). “Y vio Dios que era bueno” (1:10, 12, 18, 21, 25). “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (1:31). Esa última mirada que Dios elevó sobre su creación, manifestó su satisfacción ante la perfecta obra de sus manos. Esta obra provoca la admiración de quienquiera que observe de cerca las bellezas de la creación. David declaró: “Te alabaré, porque asombrosa y maravillosamente he sido formado; admirables son tus obras; y mi alma lo sabe muy bien” (Salmo 139:14; V.M.).

Quedamos impresionados ante esta profunda satisfacción del Dios Creador, Dios en tres personas cuyo artesano es Cristo mismo. ¡Qué tristeza cuando pensamos que luego la criatura puso sus manos sobre el Creador y lo clavó en una cruz!

La mirada de Dios sobre el hombre caído

¿Qué hizo el hombre con todas las riquezas que Dios le había confiado? Con tristeza debemos reconocer que introdujo el más grande caos en todos los ámbitos.

Dios observó primero “que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5). “Y miró Dios la tierra, y he aquí que estaba corrompida… y le dolió en su corazón” (v. 12, 6). ¡Qué amarga decepción para Aquel que “todo lo hizo hermoso en su tiempo”! (Eclesiastés 3:11).

Dios entonces resolvió borrar “de sobre la faz de la tierra” al hombre que había creado. Pero su infinita misericordia hizo que Noé hallara “gracia ante los ojos de Jehová”. Era un “varón justo” que caminaba con Dios (Génesis 6:7-9). Éste dio instrucciones precisas a Noé para que construyese el arca a través de la cual “pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas por agua” (1 Pedro 3:20).

La mirada de Dios sobre su pueblo y sobre su país

Sin embargo, el pecado no tardó en desarrollarse entre esas ocho personas, y luego entre sus descendientes: “Todos pecaron” (Romanos 3:23). “Jehová es tardo para la ira” declaró más tarde el profeta Nahum (1:3). Por esta razón Dios escogió a un hombre: Abraham, y luego a un pueblo que descendió de él: Israel.

Ese pueblo sometido bajo el yugo del Faraón —amo duro, figura de Satanás— clamó a Dios, quien lo oyó y le respondió: “He visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto” (Éxodo 3:7).

Dios escogió para su pueblo un país que fluía leche y miel, sobre el cual estaban sus ojos (Deuteronomio 11:9, 12) y al cual los condujo a través de un largo viaje por el desierto.

Pero los israelitas “aborrecieron la tierra deseable” (Salmos 106:24) y se entregaron a toda clase de abominaciones hasta el punto que Dios no pudo reconocerlos más como su pueblo y tuvo que exclamar “Lo-ammi, porque vosotros no sois mi pueblo” (Oseas 1:9).

Al igual que Israel, el hombre se ha desviado continuamente de Dios para obedecer a Satanás, y así se ha constituido en su esclavo, “porque el que es vencido por alguno es hecho esclavo del que lo venció” (2 Pedro 2:19). Los esclavos de Satanás, esclavos del pecado, merecen la muerte, “porque el salario del pecado es muerte” (Romanos 6:23; V.M.).

Dios no tiene “por inocente al culpable” (Nahum 1:3) y debe juzgar el mal en el hombre. Ahora bien, como “no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (Salmos 14:3; Romanos 3:12), ¿qué hace Dios en su gracia suprema? “Miró desde lo alto de su santuario: Jehová miró desde los cielos a la tierra, para oír el gemido de los presos, para soltar a los sentenciados a muerte” (Salmos 102:19-20).

La mirada de Dios sobre Cristo

Dios envió al Señor Jesús para salvar a la raza de Adán. Jesús, el Hombre perfecto, reinició el camino del hombre y su historia, porque Adán era “figura del que había de venir” (Romanos 5:14). El Señor llevó a cabo la obra de Dios en todos sus aspectos. Cada uno de sus pasos, cada una de sus palabras y de sus actividades glorificaron a Dios. Mirando el rostro de su ungido (Salmos 84:9), Dios fue enteramente satisfecho, y después de abrir el cielo, declaró: “Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia” (Mateo 17:5). Por el contrario, Israel despreció a Aquel que le fue enviado, y le dijo al gobernador romano: “¡Sea crucificado!”, y “su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos” (Mateo 27:23-25). Pero el Señor Jesús aceptó ser hecho pecado por nosotros (2 Corintios 5:21). Sufrió con todo el rigor el juicio de Dios contra el pecado y nos abrió las puertas de la gracia divina. Y “la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 6:23). Los israelitas que habían sido mordidos por una serpiente mientras el pueblo atravesaba el desierto, eran salvos si miraban a la serpiente de bronce (Números 21:9). De igual manera, las personas que alcen sus ojos hacia la cruz y miren con fe a Jesús son salvas.

La mirada de Dios sobre sus rescatados

El cristiano no tiene ningún temor al atravesar este mundo; sólo teme desagradar a su Dios. Pero ¡qué seguridad le da esta promesa: “He aquí el ojo de Jehová sobre los que le temen, sobre los que esperan en su misericordia”! (Salmos 33:18). ¡Sí, qué alegría que aquellos que han sido justificados por gracia, sepan que “los ojos del Señor están sobre los justos” (1 Pedro 3:12) y conozcan a Dios como un Padre que dijo: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos”! (Salmos 32:8).

Sin embargo, el creyente no es llamado a permanecer aislado. Cuando un hombre es llevado a Jesús, se convierte en miembro del Cuerpo de Cristo, de la Iglesia por la cual Cristo se entregó (1 Corintios 12:27).

En la Palabra hay muchas figuras que hablan de la Iglesia. Es un pueblo, un santo y real sacerdocio, una familia, un edificio, un linaje escogido, una perla de gran precio, una nación santa... pero también una casa, la Casa de Dios, según 1 Timoteo 3:15. Esta Casa puede ser que esté arruinada desde el punto de vista de la infidelidad del hombre, de su orgullo, de su propia voluntad que mezcla lo humano con lo divino. Así llegó a ser una “casa grande”, donde los vasos de deshonra están mezclados con los vasos de honor (2 Timoteo 2:19-20); sin embargo, ella sigue siendo la Casa de Dios. Y lo que consuela al creyente afligido frente a tantas brechas, es la gracia y la fidelidad de Aquel que no cambia. ¡Qué precioso es saber que la Iglesia es el objeto continuo de sus más tiernos cuidados! La promesa que hizo con respecto a su casa terrenal es válida para su casa espiritual: “En ella estarán mis ojos y mi corazón todos los días” (1 Reyes 9:3).