Los gritos del Señor

Las Escrituras en conjunto hablan del Señor, y Él es el pensamiento central de ellas. Es provechoso que el creyente las escudriñe, según el deseo de Jesús mismo (Juan 5:39). Descubrirá algo de las bellezas infinitas de su Persona y de la perfección de su obra. Los profetas, guiados por el Espíritu, anunciaron “de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos” (1 Pedro 1:11). Isaías, de quien se nos dice que “vio su gloria, y habló acerca de él” (Juan 12:41), evocó de modo elocuente y conmovedor la persona de Cristo, el hombre de dolores, mencionando incluso el aspecto físico de Aquel que iba a venir para ser la santa víctima y que había de cumplir en perfección los designios de Dios, tanto en gracia como en juicio.

En Isaías 42:1-2 está escrito: “He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones. No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles”. “No gritará”. En eso contrasta con el hombre natural, tan frecuentemente ruidoso, exuberante, que manifiesta sus sentimientos con demostraciones exteriores sin ningún recato. En él, el Testigo fiel, todo es perfección, dignidad, sobriedad y sabiduría. En el mundo, no fue el hombre popular, sino humilde de corazón, el que se acercó a su criatura y dejó que ésta se acercara a él.

Entonces, ¿jamás gritó? Ciertamente, lo hizo en varias ocasiones y de diversas maneras. Es edificante considerar las circunstancias y los motivos que indujeron al Señor, al hombre perfecto, a gritar.

Gritos anunciadores del juicio

Los profetas, particularmente Isaías y Jeremías, evocaron el grito de venganza y de juicio que resonará en el porvenir, cuando Dios golpeará a su pueblo y a las naciones. El tiempo de su paciencia se habrá agotado; “Jehová, desde lo alto, rugirá, y desde la morada de su santidad hará resonar su voz; rugirá poderosamente contra el lugar de su habitación, alzará el grito, como los que pisan el lagar” (Jeremías 25:30; V.M.). Cuando el juicio llegue, golpeará a los judíos que habrán vuelto a edificar el templo de Jerusalén para rendir un culto abominable, bajo la dominación del Imperio Romano reconstituido. Entonces se cumplirá la sentencia pronunciada por Isaías: “Traeré sobre ellos lo que temieron; porque llamé, y nadie respondió; hablé, y no oyeron, sino que hicieron lo malo delante de mis ojos, y escogieron lo que me desagrada” (66:4).

Sin embargo, en ese tiempo, el Señor mirará a los que constituirán un remanente fiel, al contrito de espíritu y que tiembla a su palabra (66:2; V.M.). Después de una larga paciencia, Dios, en la persona del Señor mismo, montado sobre un caballo blanco (Apocalipsis 19:11-16), saldrá para ejecutar su juicio guerrero. Entonces se cumplirá lo que anunció el profeta Isaías: “Jehová saldrá como gigante, y como hombre de guerra despertará celo; gritará, voceará, se esforzará sobre sus enemigos. Desde el siglo he callado, he guardado silencio, y me he detenido; daré voces como la que está de parto; asolaré y devoraré juntamente”. El juez de unos será el libertador de otros, de su remanente que esperará la liberación, la introducción en el gozo de las bendiciones milenarias. La victoria del Rey de reyes y Señor de señores, producirá el cántico nuevo proveniente de todos los lugares de la tierra, el que subirá para alabanza de Dios (Isaías 42:10-14; Salmo 40:3).

Así pues, en el Antiguo Testamento, ya oímos los apremiantes llamamientos de la bondad de Dios que se dirigen a todo aquel que tiene sed, para que venga a las aguas de la sola fuente (Isaías 55:1-3), pero también los gritos solemnes que anuncian el juicio que alcanzará a los que habrán rehusado venir y oír.

Gritos del Señor durante su ministerio

El Señor clamó en el transcurso de su ministerio en la tierra. Dos veces se hace mención de ello en Juan 7. Subió a Jerusalén durante la fiesta de los tabernáculos, no abiertamente, sino como en secreto, y enseñó en la sinagoga, confrontado con la perplejidad y la incredulidad de los judíos. “Jesús entonces clamó en el Templo, mientras enseñaba, diciendo: A mí me conocéis, y sabéis también de donde soy; y yo no he venido de mí mismo: mas el que me envió es verdadero, a quien vosotros no conocéis” (v. 28; V.M.). Con autoridad y firmeza, el Señor habló tanto a los conductores como al pueblo, y los colocó bajo la responsabilidad de recibir y escuchar al verdadero Pastor que entró en el redil de la ley para hacer salir a sus ovejas. En el último y gran día de la fiesta, “Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (v. 37-38). Al final de su ministerio, reiteró sus apremiantes llamamientos, dirigiéndose a los incrédulos y a los tímidos jefes del pueblo que ponían en duda el hecho de que fuese el enviado del Padre. “Jesús clamó y dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me envió; y el que me ve, ve al que me envió” (Juan 12:44-45).

Gritos del Señor ante la muerte

En dos ocasiones, el Señor gritó ante la muerte, ordenando la resurrección. La primera vez fue con motivo de la muerte de la hija de Jairo, principal de la sinagoga. Jesús, al contestar las súplicas de este hombre de fe, entró en esta casa afligida por el duelo. Echando fuera a los que tocaban flautas, Él, que tiene la vida en sí mismo, se acercó a la joven que “dormía” y, “tomándola de la mano, clamó diciendo: Muchacha, levántate” (Mateo 9:18-26; Lucas 8:40-56). La resurrección siguió inmediatamente a la palabra del Señor. Al prevenir sus necesidades, pidió que le dieran de comer. Esto llama nuestra atención sobre la necesidad de alimentar a un creyente.

En la tumba de Lázaro se produjo nuevamente la misma escena donde el Señor “se estremeció en espíritu” ante estas consecuencias del pecado que son la muerte y la corrupción (Juan 11:33). El retraso aparente de su llegada a Betania, después de la muerte de este amigo, tenía tres objetos: Primero, mostraba la gloria de Dios —la que el Señor tenía siempre ante sí— y, por medio de la resurrección de Lázaro, el Hijo de Dios fue también glorificado (v. 4). En segundo lugar, era necesario que las dos hermanas experimentaran las simpatías del Señor antes de comprobar su poder en resurrección (v. 35). En tercer lugar, era menester que la fe de los discípulos fuera fortalecida y que la muchedumbre creyera que el Padre había enviado al Hijo (v. 15, 42). Después de haber dado gracias a su Padre, Jesús “clamó a gran voz: ¡Lázaro, ven fuera!” (v. 43). Y el muerto salió. Allí tampoco hubo demora; la muerte tuvo que ceder ante la voz de Aquel que es la resurrección y la vida. A Lázaro le desataron las vendas para que pudiera andar.

Gritos del Señor antes de su obra

El Señor llegaba al término de su ministerio. La cruz estaba ante él, de modo que, en la turbación de su alma, pudo decir: “¿Padre, sálvame de esta hora?”, pero añadió: “para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre” (Juan 12:27-28). “Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez” (v. 28). El camino del Señor se volvió más y más solitario, hasta el momento en que el divino grano de trigo, abandonado, debió morir para dar más fruto, en resurrección (v. 24). Los sufrimientos por anticipación se vieron intensamente acrecentados. Poco los comprendemos, de modo que, al igual que los discípulos, nosotros también quedamos “a distancia como de un tiro de piedra” (Lucas 22:41).

El hombre obediente por excelencia, y que lo fue hasta la muerte, entró en el huerto de Getsemaní. Allí conoció ese combate, que no tuvo comparación, descrito en la epístola a los Hebreos: “Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído” (5:7).

Como alguien lo dijo, Adán, el primer hombre, colocado en un jardín de delicias, se exaltó y fue desobediente hasta su muerte; en cambio, Cristo, el segundo Hombre, entrado en el jardín del sufrimiento, se humilló y fue obediente hasta la muerte. Tres veces, Jesús pidió a su Padre que, de ser posible, esa copa pasara de él; pero en una sumisión perfecta a su voluntad la tomará (Mateo 26:39, 42, 44). ¿No dijo a Pedro: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?” (Juan 18:11). Nuestro Salvador la bebió en la cruz durante las tenebrosas horas de la expiación, y esto hasta los sedimentos. La perspectiva de ser hecho pecado fue terrible para el Señor, el que no conoció pecado ni hizo pecado, y en quien nunca éste fue hallado (2 Corintios 5:21; 1 Pedro 2:22; 1 Juan 3:5). No obstante, nada lo hizo retroceder en este camino de obediencia que iba hasta la muerte. Descendió “a los cimientos de los montes”, fue echado “a lo profundo, en medio de los mares”, donde le rodeó la corriente y las ondas, y las olas pasaron sobre él (Jonás 2:3, 6). Todo eso, porque el amor es fuerte como la muerte, muchas aguas no pueden apagarlo y los ríos no lo ahogan (Cantares 8:6-7).

Los gritos del Señor en la cruz

Llegó la hora en la cual el alma del Señor estuvo turbada y muy triste, hasta la muerte. La santa víctima se adelantó. Resguardando a sus discípulos, dijo: “Si me buscáis a mí, dejad ir a éstos” (Juan 18:8). En el salmo 69:2-3, David, guiado por el Espíritu, habló proféticamente del Varón de dolores. Describió sus sufrimientos con estas palabras: “Estoy hundido en cieno profundo, donde no puedo hacer pie; he venido a abismos de aguas, y la corriente me ha anegado. Cansado estoy de llamar; mi garganta se ha enronquecido; han desfallecido mis ojos esperando a mi Dios”. Aquel que tenía compasión al ver el sufrimiento de su criatura no halló consoladores, ni quien se compadeciese de él (v. 20). El salmo 142 menciona ese doloroso aislamiento: “Mira a mi diestra y observa, pues no hay quien me quiera conocer; no tengo refugio, ni hay quien cuide de mi vida” (v. 4).

El salmo 88 expresa el futuro sufrimiento del remanente de Israel que estará consciente de que el juicio se abatirá sobre la nación apóstata. Cuatro veces menciona su clamor (o llamado) dirigido a Dios, pidiendo su liberación (v. 1, 2, 9, 13). Estos gritos del afligido, que no reciben consuelo ni perspectiva de liberación, se aplican también al Señor, quien pudo decir por anticipación: “Te cubriste de nube para que no pasase la oración nuestra” (Lamentaciones 3:44). Durante las tres horas de expiación, cuando la santa víctima fue aislada de todo lo que la rodeaba, cuando Satanás se retiró y el odio brutal de los hombres se alejó, cuando nuestro Salvador, hecho pecado, quedó solo ante el Dios santo, Él clamó. El Cordero sin mancha y sin contaminación fue consumido en el altar. Desamparado por todos, fue el único justo desamparado por Dios (Mateo 27:46), y en el mismo momento en que cumplió perfectamente su voluntad. Debido a su santidad, Dios tuvo que apartar su rostro de él. Correspondía a la santidad de Dios y a su majestad, que Cristo, quien tomó entre manos la salvación de los pecadores, fuese hecho apto para el título y el oficio de Salvador por sufrimientos, por el abandono y por la muerte. Al obtener la victoria, “vino a ser autor de eterna salvación”, “habiendo de llevar muchos hijos a la gloria” (Hebreos 5:9; 2:10). Es el misterio del amor, ante el cual adoramos con agradecimiento.

En el silencio de esa noche única en los anales de la eternidad, resonó, a oídos de Dios y de los hombres, este grito: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Salmo 22:1). Durante esas horas, en las cuales la sequedad estaba en el vellón solamente, a fin de que el roció estuviere sobre la tierra (véase Jueces 6:36-40), el Señor llevó a cabo la obra de la reconciliación de todas las cosas, porque en él habitaba, como hombre, toda la plenitud de la Deidad (Colosenses 2:9). La víctima perfecta hizo la paz mediante su sangre derramada en la cruz, satisfaciendo con una sola ofrenda las justas exigencias de Dios.

Una vez cumplida la obra de Cristo, y habiéndose resuelto una vez para siempre la cuestión del pecado ante Dios, el Señor clamó otra vez a gran voz antes de entregar el espíritu. Era el grito del vencedor que iba a entrar en la fortaleza del hombre fuerte (Satanás), en el dominio de la muerte (véase Mateo 12:29). El Señor no expiró a causa del suplicio de la cruz, sino porque su obra fue consumada (Juan 19:30). Su grito de victoria acompañó su muerte, la cual era una parte necesaria de su obra. Los tres primeros evangelios mencionan este grito. En Mateo, es seguido de tres manifestaciones gloriosas (27:50-53):

1) “El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo”. Este primer hecho consecutivo a la expiación es muy significativo para la fe. Una vez que Dios fue satisfecho en cuanto a la cuestión del pecado, el camino hacia el Lugar Santísimo fue abierto. Los creyentes son invitados a entrar con libertad en el Lugar Santísimo, a través del velo rasgado (no quitado), tomando el camino nuevo y vivo, que fue abierto por la sangre de Jesucristo (Hebreos 10:19-20). La obra de Cristo, que ha abierto este acceso al rasgar este velo que jamás se cerrará para los rescatados, abolió también el pecado que nos excluía de la presencia de Dios. En adelante, el deseo de Dios es satisfecho. Los pecadores salvados por gracia, revestidos de Aquel en quien son hechos aceptos, pueden estar en pie ante Él.

2) “La tierra tembló, y las rocas se partieron”. La creación reaccionó, pues ella no escapaba a los alcances de la obra de Cristo, por medio de la cual se llevó a cabo la reconciliación de las cosas. Llegará el día cuando esta creación, que hoy está bajo la esclavitud de la corrupción por las consecuencias del pecado, “será libertada” (Romanos 8:20-21). Entonces, los ríos batirán las manos y los montes todos harán regocijo (Salmo 98:8).

3) “Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron”. Al entrar en la ciudad, después de la resurrección de Cristo (pues es necesario que en todo Él tenga la preeminencia, según Colosenses 1:18), aparecieron a muchos.

Así pues, una vez obtenida la victoria, una vez que el grito del Vencedor fue oído y que el Señor entregó el espíritu, tres dominios, en cierto modo, dieron una respuesta significativa: El cielo fue abierto a la fe, la creación se verá beneficiada de esta obra de la reconciliación, y la muerte quedó vencida.

El evangelio de Juan no menciona este grito de Cristo. Su obra no es descrita en relación con el pecado y las necesidades de la criatura perdida. El Señor no es considerado como la víctima expiatoria, ni como el siervo perfecto que va al poste (Éxodo 21:5-6), ni como el único hombre obediente hasta la muerte. En este evangelio, en el cual el Señor se ofrece como holocausto, no se hace referencia al huerto de Getsemaní, ni al abandono de Dios, ni al velo rasgado. Jesús sella él mismo su obra diciendo: “Consumado es” (Juan 19:30). No teniendo más razones para permanecer más tiempo en la cruz, él mismo separa su espíritu de su cuerpo. Es el Hijo de Dios.

Ahora, nuestro divino Salvador, después de haber finalizado su camino en la tierra hacia la gloria de Dios como hombre, acabado la obra que el Padre le dio que hiciera, reposado del pecado y resucitado de entre los muertos, está sentado a la diestra de la Majestad, siendo allí fiador de la redención que obtuvo.

Grito de mando, de la gran reunión

Puesto que los sufrimientos del Señor pertenecen al pasado, ¿gritará otra vez? Sí, todavía lo hará una vez más. Ese grito lo esperamos, pues pondrá fin de una vez por todas a la paciencia de Dios que es salvación y a la esperanza bienaventurada que la gracia ha puesto en el corazón de los creyentes. En 1 Tesalonicenses 4:16-18 leemos: “El Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor. Por tanto, alentaos los unos a los otros con estas palabras”.

Este grito de autoridad, pero también de amor, será oído por todos “los que son de Cristo, en su venida”. Los que durmieron en Jesús, los que murieron en la fe desde el Génesis o los que estén vivos en la tierra, serán reunidos con Él (1 Corintios 15:23; 1 Tesalonicenses 4:14; 2 Tesalonicenses 2:1; véase Hebreos 11:40). No es el grito de medianoche de que nos habla la parábola de Mateo 25. Allí, el grito “¡Aquí viene el esposo; salid a recibirle!” ya resonó se dirige a la cristiandad adormecida, y concierne a la responsabilidad individual. En esa parábola, el grito precede a la llegada del esposo, mientras que en 1 Tesalonicenses 4:16, el grito acompaña la venida del Señor y forma parte de lo que se producirá en un abrir y cerrar de ojos.