“Invoqué en mi angustia a Jehová, y él me oyó; desde el seno del Seol clamé, y mi voz oíste”
(Jonás 2:2-3)
Dios nos dice en su Palabra que el pecado es su enemigo y que debemos huir de él, pero eso no nos conmueve. Él permite que el pecado nos asedie, y entonces comprendemos que es nuestro enemigo, tal como lo es de Dios. Eso nos conmueve mucho más y aprendemos a odiarlo. Es la experiencia que tuvo Jonás. Pero, sin desanimarse, dirigió a Dios su ruego desde el fondo del abismo. ¿Cuál fue la súplica que él le presentó? En parte estaba compuesta por versículos de salmos, que Dios mismo le recordó. Contenía dos pensamientos principales que resumen las palabras citadas delante de estas líneas: la angustia de Jonás en su prisión y su plena confianza en la liberación de parte de Dios.
La oración es un grito del corazón, un grito que va directamente al trono de la gracia y al corazón del Dios de amor. La necesidad, el dolor, es lo que la impulsa. La angustia es pues provechosa. De modo que, en la prosperidad, y mientras decía: “No seré jamás conmovido” (Salmo 30:6), no había pronunciado ni una sola oración verdadera; mientras que en la tribulación, clamó al Altísimo. ¡Que precioso fruto de la prueba! Que podamos decir, al recibirla, «¡Te doy gracias Señor!» Él quiere bendecirnos, pero como no estamos dispuestos para recibir su bendición, ¿qué hace? Nos envía el dolor y el peligro para volver a llevarnos al pie de su trono donde su caridad nos convida y su fidelidad nos espera. Nos es más provechosa la aflicción que la prosperidad. ¿Dónde están los creyentes que podrían decir en cuanto a la aflicción: «Humilló mi corazón, me privó del amor al mundo y me acercó a mi Dios»? Sin embargo, ahí está lo que muchos pueden decir de la tribulación. Fue beneficiosa para Jonás. Si el viento, siempre favorable, hubiese empujado suavemente hacia Tarsis la nave que le llevaba, ¿qué hubiera sido de él y cuál hubiera sido su fin?
Notemos aún que Jonás, en lugar de quejarse del castigo que pesaba sobre él, lo aceptó plenamente y no lo encontró demasiado severo. Sintió todo lo que tenía de justo, de paternal y de saludable la corrección del “Padre de los espíritus” (Hebreos 12:9). Es precisamente eso lo que él necesitaba. Su espíritu independiente corría conforme a la voluntad de sus deseos; le hacía falta espacio y aire; el mundo, en cierto modo, no le satisfacía. Pues Dios lo encerró en un reducido calabozo.
En la prueba, dobleguémonos como Jonás bajo la mano que no hiere sino para sanar y corregir (Lamentaciones 3:1), y reconozcamos la bondad de Dios según el castigo que nos inflige, porque es lo que siempre conviene a nuestra debilidad. Tiene razones dignas de su gloria para dispensarnos su disciplina, y de esta manera nos muestra la prueba de nuestra adopción. El creyente es un hijo que su Padre azota para corregirlo (Hebreos 12:6); es un pámpano fructificante que el labrador poda, a fin de que lleve más fruto (Juan 15:2); es oro que el fundidor mete en el crisol, a fin de purificarlo de sus escorias. También es menester que sepamos discernir la bondad del Señor en los castigos que nos aplica. Tiene todos los remedios para la curación total de nuestra alma, y nos presenta siempre el que necesitamos. Sin equivocarse jamás, nos lo da diciendo con amor: «Toma esto, hijo mío, de ello recibirás bendición».
Por otra parte, notemos que Jonás, inclinando la frente bajo el castigo, suplicó al Señor que lo alejara de él. Dios nos invita a solicitarle la liberación: “Invócame en el día de la angustia; te libraré, y tú me honrarás” (Salmo 50:15). Sin embargo, cuando oremos para pedirle que nos aleje del castigo, solicitémosle ardientemente que nos conceda la gracia de juzgar nuestros caminos, a fin de que se produzca el fruto de su disciplina, sea preventiva o correctiva.
Jonás dijo: “Desde el seno del Seol clamé” (2:2). El calabozo sombrío donde estaba encerrado, era como una sepultura, como la morada de los muertos. Ese lugar dice: “¡Dame! ¡dame!”. Insaciable, jamás dice: “¡Basta!” (Proverbios 30:15-16). La palabra Seol es traducida en el Nuevo Testamento por «Hades», con el sentido literal de lugar invisible.1 Manifiestamente, en el versículo de Jonás, esa palabra tiene el sentido de una profunda angustia; pues, por cierto, el profeta no se encontraba en el lugar temible donde son encerrados los incrédulos, hasta el día en que saldrán de sus tumbas para ser juzgados ante el gran trono blanco. Si esto hubiese sido literalmente así, hubiese clamado en vano. Pero, un sentimiento de horror llenaba su alma. Supongamos el caso de alguien que, en estado de letargo, hubiera sido enterrado vivo y que se despertara en la tumba; tendríamos una clara idea de la condición de Jonás en el vientre del gran pez. El calabozo sombrío donde fue encerrado fue para él como un sepulcro y como un lugar espantoso. Sin embargo, sabía que sería liberado y pudo decir: “Invoqué en mi angustia a Jehová, y él me oyó”.
Incrédulo pecador, usted no lo ignora; hay un lugar de tormento, una prisión horrorosa, morada de la rebelión y de desesperación, de donde nadie escapará y de donde ninguna oración se elevará hasta llegar a Dios. Reflexione en esto seriamente y, en ese lugar triste donde quizás se queje de vivir en esta hora, y donde, sin embargo, puede aún hacer subir su petición, pídale de todo corazón que se revele a su alma y crea en él, por miedo a que un día sea precipitado en el insondable abismo y en las eternas tinieblas.
Al mismo tiempo que su angustia, Jonás expresó su firme confianza en la liberación de Dios: “Me oyó”, y “Mi voz oíste”. Estaba aún en el vientre del gran pez; sin embargo, desde el principio de su oración, declaró que Dios había escuchado su petición. Su fe se parecía a la del centurión y a la de la cananea, que Jesús admiró, y a los cuales respondió con infinitas bendiciones. Al primero dijo: “Os digo que ni aun en Israel he hallado tanta fe” (Lucas 7:9). A la segunda, respondió: “Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres” (Mateo 15:28).
Jonás conocía, por experiencia personal, la fidelidad, el amor y el poder de su Dios. Eso le bastaba. Dios había oído su voz de angustia y le había dado la íntima convicción en su alma.
Ojalá que la misma confianza anime en la prueba a todos aquellos que leen estas líneas y que, bajo la mano que nos golpea, cada uno de nosotros pueda decir con el salmista: “En Dios está mi salvación y mi gloria; en Dios está mi roca fuerte, y mi refugio” (Salmo 62:7).
Tal es el lenguaje de la fe, basada en las “preciosas y grandísimas promesas” de Dios (2 Pedro 1:4), la cual cree “en esperanza contra esperanza” (Romanos 4:18). Sabe que todas las cosas son posibles para Dios y que, por consiguiente, “al que cree todo le es posible” (Marcos 9:23). Cuando la incredulidad exclama: «¿Quién quitará de delante de mí esta montaña de pruebas y dificultades?» La fe le responde: “¿Quién eres tú, oh gran monte? Delante de Zorobabel serás reducido a llanura” (Zacarías 4:7). La fe no pregunta cómo Jonás saldrá del vientre del gran pez; no se detiene para contemplar apariencias; no calcula las posibilidades. Ella no considera más que a Dios, sus promesas, su fidelidad y su poder. “Está escrito”, tal es su divisa. Armado de esta única palabra, el creyente rechaza victoriosamente todos los asaltos del maligno y eleva su alma probada por encima de las olas y de la tempestad, brotando de su boca el himno de la victoria y de la alabanza.
“¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?” (1 Juan 5:5). Si la fe honra a Dios, a su vez Él la honra, haciendo todo lo que ella había esperado. Por fin, implorando la liberación del Todopoderoso, la fe bendice de antemano. Une, al grito de angustia, el canto de alabanza.
Mucho más que la fe del profeta, admiremos las inagotables compasiones de su Dios. A menudo había llamado a Jonás, pero en lugar de escucharlo, el rebelde había seguido obstinadamente el camino que le dictaba su propio corazón. Sin embargo, apenas reconoció su falta y suspiró por la liberación del Altísimo, la respuesta divina llegó hasta él en la profundidad del abismo. Cuando aún el hijo pródigo estaba lejos, vio su padre regresar al ingrato y culpable, se levantó, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó (Lucas 15:20).
El ejemplo de Jonás, como tantos otros, nos enseña que muy frecuentemente en el momento en que todo nos parece perdido, sin ninguna esperanza, es cuando el Señor acude en nuestra ayuda, su brazo nos libra con poder, y su misericordia nos eleva a los lugares más dignos. Consideremos a José, llevado súbitamente de su calabozo para subir al trono del Faraón (Génesis 41), y a Job, librado de repente de su miseria para retomar su puesto de honor entre los principales (Job 42); Mardoqueo quitó sus ropas desgarradas y cubiertas de ceniza para montar el caballo del rey, vestido de la ropa real y conducido por las calles de la capital por el malvado Amán, forzado a pregonar delante de él: “Así se hará al varón cuya honra desea el rey” (Ester 4:1; 6:9).
- 1N. del E.: La palabra “Hades” (equivalente a “Seol” en el Antiguo Testamento) designa de manera general y vaga la morada de permanencia de los muertos, incrédulos o creyentes. El evangelio de Lucas nos lo muestra compuesto de dos partes: un lugar de felicidad (llamado el “seno de Abraham”) y un “lugar de tormento” (Lucas 16:22, 28). Los creyentes que mueren están “con Cristo” (Filipenses 1:23), “en el Paraíso” (Lucas 23:43); mientras que los incrédulos esperan en el “Hades” el juicio ante el gran trono blanco (Apocalipsis 20:13-14).