“Tu nombre es como ungüento derramado” (Cantares 1:3). Tal es para el redimido el nombre de Jesús. El solo hecho de pronunciarlo debería hacer estremecer nuestros corazones de un santo gozo.
Nombre digno de alto honor,
Nombre del divino amor;
Nombre de mi Redentor:
¡Cristo, Jesucristo!
La pregunta que hacía Agur, varios siglos atrás, evocando el poder creador de Dios, llama nuestra atención: “¿Quién subió al cielo, y descendió?... ¿Cuál es su nombre, y el nombre de su hijo, si sabes?” (Proverbios 30:4).
En el Antiguo Testamento, Dios da a conocer su nombre a Moisés: “Jehová”, “Yo soy”. “Éste es mi nombre para siempre” (Éxodo 3:14-15). El misterio de las personas divinas no fue revelado antes que la Palabra se hiciera carne, aunque haya pasajes que hagan alusión a ello: “Con él estaba yo ordenándolo todo, y era su delicia de día en día, teniendo solaz delante de él en todo tiempo” (Proverbios 8:30). El Enviado, el Ángel de Jehová, aparece a veces un momento, pero no comunica su nombre (Jueces 13:18). Cuando el profeta anuncia la venida del niño que nacerá de una virgen, aprendemos que en él, Dios estará presente: su nombre será Emanuel, Dios con nosotros (Isaías 7:14; 8:8); luego se dan algunos de sus títulos divinos (9:6-7).
Los nombres de algunos ángeles han sido revelados, como Gabriel y Miguel (Daniel 9:21; 10:13). El Hijo de Dios es infinitamente sobre todos. Es el Creador, y los otros son sus criaturas. No tiene otro nombre que el de Jehová, Dios.
Cuando fue “hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre” (Filipenses 2:7-8), según su humanidad perfecta, Dios mismo le dio un nombre. Ni José, ni María, ni nadie podía hacerlo. Era necesario que ese nombre testificara lo que él es, eternamente, y la obra que iba a cumplir. Así, Dios envió un ángel a José y María para decirles a cada uno: “Llamarás su nombre Jesús,” esto es, Salvador, “porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21; Lucas 1:31).
Con el nombre de Jesús, vivió aquí abajo y fue crucificado. “Pusieron sobre su cabeza su causa escrita: Éste es Jesús, el Rey de los Judíos” (Mateo 27:37). Más tarde, dirigiéndose a Anás, a Caifás y a los ancianos de Israel, Pedro les dirá: “Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quién Dios resucitó de los muertos… y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:10-12).
Durante cuarenta días después de su resurrección, Jesús fue visto por los apóstoles y también por “más de quinientos hermanos a la vez” (1 Corintios 15:5-7); luego, “fue recibido arriba… Viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos” (Hechos 1:2-3, 9). He aquí la respuesta a la pregunta de Agur: “¿Quién subió al cielo, y descendió?” (Proverbios 30:4). Así Pablo escribió a los efesios: “El que descendió, es el mismo que también subió por encima de todos los cielos para llenarlo todo” (4:10). “Jesús entró por nosotros como precursor” (Hebreos 6:20). Hay pues ahora un hombre en la gloria. Lleva el nombre que tenía aquí abajo. Entró allí según sus propios méritos, y nosotros entraremos en virtud de los suyos. Está allá arriba, nuestro precursor. Entonces, nuestra esperanza es “como segura y firme ancla del alma” (Hebreos 6:19).
Alrededor de cuatro años más tarde, mientras “Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor”, era detenido en el camino a Damasco, “y cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quién tú persigues” (Hechos 9:1-5). Es difícil imaginar lo que esta respuesta proveniente del cielo, acompañada de un resplandor de luz celestial, logró producir en el corazón de este hombre. Jesús, el crucificado del Gólgota, cuyos discípulos Saulo perseguía, estaba en el cielo y le hablaba delante de testigos irrecusables que quedaron atónitos.
El profeta Jeremías había denunciado la maldad de los hombres que darían muerte a Jesús: “Yo era como cordero inocente que llevan a degollar, pues no entendía que maquinaban designios contra mí, diciendo:… cortémoslo de la tierra de los vivientes, para que no haya más memoria de su nombre” (Jeremías 11:19). He aquí lo que quería Satanás: hacer morir a Jesús y borrar la memoria de su nombre. Sin embargo, “el impío hace obra falsa” (Proverbios 11:18): la muerte y la resurrección de Jesús habrían de ser un triunfo; habrían de ser la salvación de una multitud de hombres y mujeres que se acordarán del nombre de su Salvador, hasta que él venga de nuevo a buscarlos y a tomarlos con él. A la espera de esto, dicen: “Tu nombre y tu memoria son el deseo de nuestra alma” (Isaías 26:8). Aún hoy, muchos responden al deseo que el Señor expresó hace casi dos mil años, la noche que fue entregado, cuando instituyó la cena y dijo: “Haced esto en memoria de mí” (1 Corintios 11:24-25). Pronto, cuando hayan sido introducidos en la gloria, tendrán el gozo de poder decirle: “Me acordé en la noche de tu nombre”, durante tu ausencia (Salmo 119:55).
Y los que no creyeron en Jesús el Salvador ¿qué dirán? Es necesario “que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:10-11). Despreciaron a Jesús el Salvador, pero se prosternarán temblando delante de Jesús el Juez.
El último capítulo del Apocalipsis nos recuerda tres veces la próxima venida —digamos inminente— de nuestro Señor, repetida por medio de esta promesa: “¡He aquí, vengo pronto!” (22:7, 12, 20); y un último llamamiento se dirige a aquel “que tiene sed” de perdón, de paz, de felicidad. Notemos todavía en las últimas líneas del libro de Dios esta expresión tan tierna: “Yo Jesús” (22:16). Es la segunda y última vez que el Señor se llama por su nombre de Salvador. Así había respondido a Saulo en el camino a Damasco: “Yo soy Jesús”.