Su caída
Mediante la historia de Pedro, la Palabra de Dios nos muestra cómo un creyente que ha caído en el pecado es restablecido.
La vuelta de Simón Pedro no requirió mucho tiempo. Entre el momento de su caída y el de su restauración sólo transcurrieron unos días. Pero ¿no hay muchos creyentes cuyo extravío dura meses y a veces hasta años? Sea cual fuere el descarrío, ya breve, ya largo, el camino debe ser el mismo para todos. Se necesita volver a Dios.
La caída de Pedro fue muy grave. A simple vista, se podría decir que lo que le ocurrió fue muy natural. El ataque fue fuerte, y, gracias a sus respuestas, escapaba de la muerte. Sin embargo, si reflexionamos sobre ello profundamente, llegamos a la conclusión de que su caída fue seria. Pedro había proclamado: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, y “Señor, a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Mateo 16:16; Juan 6:68). Luego, en el patio del sumo sacerdote, él mismo dijo del Señor Jesús: “No conozco al hombre”, y reforzó su afirmación poniéndose a maldecir y a jurar (Mateo 26:74). Uno se pregunta cómo es posible que a un creyente ardiente y celoso que había dado tan bello testimonio ante los otros discípulos le pueda acontecer semejante cosa.
Desgraciadamente, lo que ocurrió en la vida de Pedro, muchas veces tuvo lugar entre los creyentes, y ocurre aún hoy día. No obstante, al igual que para Pedro, un verdadero arrepentimiento de la confianza en uno mismo y de la voluntad propia no necesita esperar mucho tiempo. Dichoso el hombre que lo hace. Por desgracia, ocurre con frecuencia que creyentes que se apartan del camino recto no perciben la mirada dulce y a la vez reprobadora del Señor. Las palabras de amor no ejercen ninguna influencia en ellos. ¡Qué pena para Su corazón!
Pedro amaba a su Salvador ardientemente, pero pensaba que ese amor lo hacía capaz para todo. Hasta se imaginaba que su amor por Jesús era más grande que el de los otros discípulos. Aunque todos lo abandonaran, él nunca lo haría. En esa confianza propia se fue al lugar donde el Señor Jesús fue interrogado.
Por eso Dios no podía estar con él. No quiso preservarlo de la caída. Pedro debía ser abandonado a sí mismo a fin de que su conciencia fuese más profundamente alcanzada. No digo que una persona deba caer. Uno puede aprender a conocerse a sí mismo antes de llegar a la caída. Pero cuando un creyente no se conoce a sí mismo y, por ese motivo, confía en sí mismo, cuando no escucha las exhortaciones del Señor y no siente la necesidad de ser guardado por la gracia, cuando se enfrenta ante las dificultades con su propia fuerza, entonces Dios debe dejarlo ir hasta la caída. Es cierto que Dios puede impedir todas las cosas, si le place. Habría podido impedir que Pedro entrase en el patio del sumo sacerdote. Hoy también puede prevenirlo todo, pero ello no nos sería provechoso. Para que Pedro llegara a ser un creyente dichoso y capaz de apacentar el rebaño del Señor, le era necesario negar a su Maestro en esas circunstancias.
La falta no podía ser imputada sino a Pedro, quien estimaba que su amor por su Salvador le daría la fuerza para hacer frente a todo. No obstante, era Dios quien había ordenado todo para que él fuera preservado de una caída definitiva.
Cuando el Señor le anunció esa humillante caída, añadió: “Simón, Simón... yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lucas 22:31-32). Sólo la gracia puede guardarnos hasta el fin. Sin ella, seríamos llevados a la desesperación. A Simón, entre los apóstoles del Señor Jesús, le fue encomendada una misión particular; él fue denominado “Pedro”, o «piedra», «roca». Sin embargo, si el Señor no hubiera rogado por Pedro, habría continuado en su mal camino y habría sucumbido. Dios preservó a Pedro, lo que no hubiese podido hacer el ardiente amor que lo animaba.
¡Qué bendición que eso fuese así, y también para nosotros! El Señor Jesús vive siempre, e intercede por nosotros. Es nuestro Sumo Sacerdote ante el Padre. Si no fuese así, no podríamos permanecer firmes. La oración del Señor tuvo como resultado que la fe de Pedro no desfalleciera, que volviera y se aferrase a Él firmemente, pudiendo ser así restablecido en su servicio.
Nadie sabía que Pedro negaría a su Maestro. Antes de que él mismo lo pudiera imaginar, y antes de que el Señor se dirigiera a él, la oración del Salvador ya había sido elevada a Dios en su favor. Es lo que el Señor Jesús hace también por nosotros. Si no fuera así, ¿qué sería de nosotros? Tras nuestros fracasos, no volveríamos al camino recto.
Su restauración
Pedro, por no estar atento a la voz de su Maestro, cayó en un grave pecado. Tres veces negó a su Señor públicamente. Luego, por la gracia de Dios, fue restaurado. Eso no tuvo lugar de una sola vez, sino de forma progresiva. Podemos distinguir tres etapas: la primera, en casa de Caifás, el sumo sacerdote; la segunda, el día de la resurrección del Señor Jesucristo y, la tercera, algunos días después junto al mar de Tiberias.
La mirada del Señor
En el patio del sumo sacerdote, Pedro afirmó con juramento que no conocía a Jesús (Mateo 26:72). “Entonces, vuelto el Señor, miró a Pedro” (Lucas 22:61), de la manera que sólo el Salvador podía hacerlo. Bien podemos representarnos esta escena. ¿Acaso ya no nos ha mirado de manera que nos haya traspasado? Ninguna mirada humana puede causar semejante impresión. El Señor miró a Pedro hasta penetrar y transformar su alma. Eso ocurrió en un instante. No fue cuestión de temor del hombre o de confianza en sí mismo. Semejante a un malhechor, Pedro salió en la oscuridad de la noche y lloró amargamente.
¿No es una magnífica escena? El Hijo de Dios y Pedro se encuentran frente a frente el uno al otro, aunque a cierta distancia. El Señor Jesús, ligado y abandonado de todos, conduce a Pedro al arrepentimiento por medio de una mirada. No hubo ni una palabra de exhortación ni de amonestación. Todo lo que fue necesario para su restablecimiento ocurrió con la sola mirada del Señor. Lleno de confusión, Pedro salió del lugar donde se encontraba, mientras que las lágrimas de arrepentimiento corrían en sus mejillas.
Luego tuvo lugar la crucifixión de su Señor. Consideremos lo que esto debió representar para Pedro. Imagínese que usted se encontrara al lado de un moribundo y que la última palabra que le dirigiera fuese una palabra de reproche. Después de su muerte, jamás la podría olvidar y pensaría en ella durante toda su vida. La mirada penetrante del Señor que traspasó el alma de Pedro fue el último contacto que Él tuvo con su discípulo antes de su muerte. Para Pedro, esto debió de haber sido terrible. ¡Qué horribles momentos debió de pasar durante los tres días que siguieron! No hubo palabra humana que lo consolara ni le diera la paz del corazón. Debía reconocer que sólo él era el culpable de todo lo acontecido. Los otros discípulos, aunque tratasen de consolarlo, no podían poner paz en su corazón. No, era necesario que el mismo Señor Jesús viniese a él.
La visita del Señor
El Señor vino a visitar a sus discípulos. Esto no sólo causó profunda impresión en Pedro, sino también en los otros. “Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón”, se alegraron (Lucas 24:34). No se sabe lo que se dijo en esa conversación. Tal cosa no se dio a conocer; era un secreto entre el Señor y aquel a quien encontró.
El Señor Jesús visitó a Pedro de manera muy personal. El hecho de haberlo mirado no era suficiente, era necesario que fuese a su encuentro, asegurándole su perdón y mostrándole su amor. De otro modo, Pedro hubiera pasado el resto de su vida en la inquietud. Es una maravillosa gracia que sobrepasa por encima de nosotros.
Antes de aparecer en medio de los suyos, Jesús habló a solas con su discípulo que había caído. Pedro debía primero recibir la certeza de su perdón antes de poder regocijarse de su presencia.
El Señor Jesús no obra de manera diferente para con nosotros. Nos mira y, cuando reconocemos nuestro pecado y nos arrepentimos, viene hacia nosotros para restablecer la comunión con Él. Desgraciadamente, ocurre que a veces transcurren semanas, meses y hasta años antes que dejemos de justificarnos. Por eso, es provechoso considerar la historia de Pedro. Para él bastó una mirada del Salvador para llevarlo a la confesión de sus faltas. Tres días más tarde, pudo gozarse de nuevo de la comunión con el Señor y con los suyos; un tiempo después, pudo ser restablecido en su servicio.
Cuando nos hemos apartado del camino recto, los argumentos no sirven para nada. Es necesario que Dios nos dé la seguridad de su gracia. Si podemos decir: el Señor me ha mirado, ha llegado a mí, entonces podemos encontrarlo con toda libertad. Así pues, deja que tomemos nuestro lugar en medio de los otros. Sólo de esta manera uno que se arrepintió con sinceridad de sus faltas y se humilló realmente ante Dios puede volver a ser feliz. Ello no significa que se olvida de todo lo ocurrido. Pedro nunca lo olvidó; Dios tampoco, ya que encontramos este acontecimiento cuatro veces en la Biblia. Dios ha olvidado únicamente el castigo y el juicio. No quiere que intentemos alejar de nuestra memoria lo que se pasó.
Junto al mar (Juan 21:1-14)
Para Pedro, todo volvió a ser como antes, y hasta mejor aún. Había aprendido mucho, había perdido la confianza en sí mismo. Por esa caída, había venido a ser más sabio. Dios podía sacar el bien del mal, pero nunca debemos pecar para que la gracia abunde. “En ninguna manera”, dijo el apóstol Pablo (Romanos 6:2).
El Señor Jesús tuvo cuidado de que Pedro volviera a recobrar su lugar entre los discípulos. Luego trató aún de restablecerlo en su servicio, y esto no sólo como pescador de hombres, sino para apacentar y guardar las ovejas y los corderos del Salvador. Era una nueva tarea que le confiaba. Ni Juan ni Santiago, sino Pedro era la persona calificada para ello. Para poder ser pastor, uno debe tener experiencia, haber aprendido a conocerse a sí mismo y tener un profundo sentido de la misericordia y de la gracia de Dios.
Pedro debía aprender a verse enteramente a la luz de Dios y descubrir la raíz del mal. Cuando una persona ha robado y después lo ha confesado, no quiere decir que se haya humillado. Es necesario que llegue hasta la causa del mal y la reconozca. Pedro debía descubrirse sí mismo y confesar cuán terrible era su pecado, no solamente la negación del Señor, sino también el hecho de haber dicho: “Aunque todos se escandalicen, yo no” (Marcos 14:29). Entonces se terminó esta hora con tristeza.
“Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? (Juan 21:15). Era una pregunta que partía el corazón y que debía haberlo trastornado. Pedro había pensado que su amor por su Maestro era mayor que el de los otros; y ¡lo había negado! Por esta razón, esa pregunta era necesaria. ¡Cuán maravillosa fue la respuesta de Pedro! “Sí, Señor; tú sabes que te amo”. Todos los que aman al Señor Jesús puedan decir esto. A pesar de todo: “tú sabes”. Así era. Sus miradas volvieron a encontrarse de nuevo. Pero el Señor, no satisfecho con esto, le dijo por segunda vez: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? En esta ocasión no dijo: “más que éstos”.
Con esta pregunta, la cuña penetró más profundamente. El Señor Jesús, ¿dudaría de su amor porque hubo dicho: “no le conozco”? Negar a una persona es lo contrario de amarla. Esta pregunta debió penetrarle hasta la médula. Pedro respondió: “Si, Señor; tú sabes que te amo”.
No obstante, no se encontraba donde debía estar. Una mirada más profunda debía dirigirse aún en su corazón. Por tercera vez suena la pregunta: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?”
Es interesante notar que Pedro en sus respuestas utilizó una palabra menos fuerte para amar que la que empleó el Señor Jesús en sus preguntas. En esta tercera pregunta, el Señor volvió a utilizar la palabra que dijo Pedro. Éste habló de un amor amistoso, pero el Señor del profundo y verdadero amor de Dios hacia los hombres, y recíprocamente.
¿Qué ocurrió un poco más tarde? El hombre que negó al Señor Jesús con juramento tuvo la osadía de presentarse delante de los judíos y decir: “Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo” (Hechos 3:14).
Aquel que cayó y que había sido levantado, podía entonces ser una bendición para otros. Desde el momento en que el Señor, con sus preguntas, hubo sondeado hasta lo más profundo el corazón de Pedro, éste no sólo llegó al restablecimiento de la comunión con su Señor, sino que también recibió una nueva misión en cuanto a su servicio.