- Juan predica el arrepentimiento: Lucas 3:1-6.
- Juan condena la incredulidad: v. 7-14.
- Juan da testimonio de Cristo: v. 15-18.
Explicación y enseñanza
En estos versículos, la fecha mencionada se indica en relación con el gobierno de los gentiles, porque los judíos se hallaban bajo su dominio. Tiberio —el emperador romano de aquella época—, el sucesor de Augusto, reinó desde el año 14 hasta el 37 después de Cristo. (Las distintas regiones de aquello imperio pueden señalarse en un mapa).
Anás ya no era sumo sacerdote, pero su influencia como presidente del concilio aún era grande.
El pueblo de Dios había sido infiel. Como consecuencia de ello, las relaciones entre Israel y Dios estaban cortadas, se habían perdido. Todo estaba en ruinas. Los sumos sacerdotes no pertenecían más al linaje sacerdotal y hacía mucho que su cargo había dejado de ser hereditario y vitalicio. La monarquía sólo existía en apariencia, pues los romanos se habían adueñado del país y el rey Herodes no tenía más poder; e incluso éste ni siquiera era de la casa de David (era un idumeo o edomita, o sea, del linaje de Esaú). Además, hacía tiempo que tampoco había profetas. De modo que el sumo sacerdocio, el reino y los profetas, todo ello se había desvanecido. En Israel, todo había llegado a su fin.
Sin embargo, Dios quería salvar a su pueblo y redimirlo por gracia, según sus promesas (compárese el cántico de alabanza que entonó Zacarías cuando nació Juan con el cántico de alabanza que Simeón expresó en el templo, motivado por el nacimiento de Jesús (1:67-79; 2:25-35). ¿Dónde apareció Juan? ¿Dónde vivía? ¿Cuál era su alimento y su vestimenta? (Marcos 1:4-6). Juan predicaba el bautismo de arrepentimiento (o sea un cambio de mente; compárese con Hechos 3:19). Aceptar su bautismo era confesar que se tomaba en serio su predicación, que uno se humillaba y se arrepentía.
El testimonio venía desde afuera (del desierto), porque todas las relaciones estaban rotas; pero la salvación para todos los pueblos debía venir de Israel (Lucas 3:6). El versículo 5 se refiere al estado del corazón humano. Antiguamente, cuando llegaba un príncipe se le solía facilitar el viaje, aplanando y construyendo caminos, porque éstos no estaban en buenas condiciones en todas partes. Con el anuncio de la llegada del verdadero Rey, los caminos hacia los corazones debían ser abiertos y aplanados, las montañas de pecados debían ser juzgadas y apartadas pues, de otro modo, se iba a ejercer el juicio merecido (simbolizado por el hacha, el fuego, el trigo recogido y la paja quemada). Sin embargo, Dios también podía levantar hijos de las piedras (material sin vida, muerto: Efesios 2:1). Cristo debía bautizar en Espíritu Santo y fuego (fuego: figura del poder que destruye el mal: Hebreos 12:29); en cambio, el Espíritu Santo vivifica y une con Dios.
Juan permaneció apartado, fuera, pero en comunión con Dios, en ello residía el poder de su testimonio (habló a Herodes, a los fariseos, a los saduceos, a los soldados mercenarios, a los publicanos y a los pecadores). ¡Qué humilde era! Él era solamente la “voz”, o sea, un débil instrumento en manos de uno que clamaba, es decir, del Señor, de quien no era “digno de desatar la correa de su calzado”.
Véase en Mateo 11:7-18 el elogioso y honroso testimonio que el Señor da acerca de él. En esos versículos también menciona el rechazo que Juan sufriría de parte del pueblo (Isaías 40:3).