Aun cuando Jesús, en el curso de su vida, ocultaba sus glorias divinas bajo el humilde manto de su humanidad, dejaba brillar en breves resplandores sus divinos caracteres de gloria. Sus discípulos fueron testigos maravillosos de ellos y a veces quedaban atónitos (en la escena de la transfiguración en Mateo 17:1-6, Jesús andando sobre el mar en Mateo 14:25-32).
Jesús, “estando en la condición de hombre” (Filipenses 2:8), era ajeno al pecado, puesto que no se encontraba en sí mismo y no tenía parte en Él. Por consecuencia:
- ningún rastro de egoísmo, de amor propio ni de orgullo existía en Él;
- ninguna codicia podía nacer de su santa alma;
- podía tocar a un leproso sin contagiarse con su impureza.
La muerte de Cristo conlleva igualmente la señal de la más intima unión entre su humanidad y su divinidad. Si bien murió aparentemente como hombre, “crucificado en debilidad” (2 Corintios 13:4), fue en vencedor que entró en la muerte, y de ella salió “según el poder de una vida indestructible” (Hebreos 7:16). No murió extenuado por los sufrimientos físicos del suplicio, sino porque daba su vida que nadie le podía quitar (Juan 10:18). Murió con pleno dominio de sus facultades, profiriendo en la cruz esa gran voz de victoria que convenció al centurión de su divinidad (Marcos 15:39).
La Biblia, hablando de la encarnación del Señor Jesús, establece con la misma fuerza su divinidad y su humanidad. Se trata de un misterio ante el cual nos inclinamos sin comprender: por una parte Cristo es Dios, el Enviado del Padre, y por otra proviene de la descendencia de la mujer (Génesis 3:15).
Cristo fue tan perfectamente Dios como hombre, y esto desde su nacimiento hasta la muerte en la cruz del Calvario. Es imposible separar los dos caracteres.
Desde el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, se manifiesta el milagro de esta unión de su humanidad y de su divinidad. Aunque nació de mujer, fue concebido por el Espíritu Santo en el vientre de una virgen escogida por Dios (Lucas 1:35). Si bien fue “hecho semejante a los hombres” (Filipenses 2:7) se mantuvo como “Dios... manifestado en carne” (1 Timoteo 3:16).
Durante su vida, nuestro Señor Jesucristo como hombre conoció la sed, el hambre y el cansancio (Hebreos 2:17-18). Sin embargo, en Él se manifestaron los actos de poder del Dios soberano que era. Por ejemplo, en la barca durante la tempestad, durmió sobre un cabezal, como un hombre cansado en medio de otros hombres. Al instante siguiente, se levantó como el Dios Todopoderoso que hizo que el mar y el viento le obedecieran (Marcos 4:36-41).
"Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos” (Romanos 9:5).
"Cristo Jesús... hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:7-8).
"Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16).
"Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14).