"La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre
en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren.”
(Juan 4:23)
En su tiempo, Abel, Noé, Abraham, Jacob y muchos otros adoraron a Dios. “Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda” (Génesis 4:4). “Edificó Noé un altar a Jehová, y tomó de todo animal limpio y de toda ave limpia, y ofreció holocausto en el altar. Y percibió Jehová olor grato” (8:20-21). “Dijo Abraham a sus siervos: Esperad aquí con el asno, y yo y el muchacho iremos hasta allí y adoraremos” (22:5).
Dios había dicho a su siervo Moisés: “Cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, serviréis a Dios sobre este monte” (Éxodo 3:12). Y Moisés sin duda tenía estas palabras en su corazón cuando dijo a Faraón: “Tú también nos darás sacrificios y holocaustos que sacrifiquemos para Jehová nuestro Dios. Nuestros ganados irán también con nosotros; no quedará ni una pezuña; porque de ellos hemos de tomar para servir a Jehová nuestro Dios” (10:25-26). Luego, en el monte Sinaí, Dios dio a su pueblo mandamientos para el culto. Los creyentes del Antiguo Testamento podían acercarse a Dios y adorar según la medida de la luz que habían recibido. Cuanto más avanzaba el tiempo, tanto más claramente Dios anunciaba la venida de Cristo, el Redentor, y la necesidad de su obra.
Leyendo el capítulo 10 de la epístola a los Hebreos tenemos una vista sobre lo que pasó en el cielo. “Sacrificio y ofrenda no quisiste... Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije...” (v. 5-6). El Hijo de Dios, por quien y para quien todas las cosas fueron creadas, debía Él mismo ser el Cordero que quitara el pecado del mundo. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran figuras de este sacrificio único; pero no podían quitar un solo pecado. Dios no encontraba agrado en ellos. Entonces se presentó el Hijo de Dios: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (v. 7).
Aclarados por el Nuevo Testamento, las prescripciones relativas a los diferentes sacrificios revelan maravillosas enseñanzas. Estamos invitados a considerar en esos sacrificios al verdadero Cordero de Dios. Ya antes de la fundación del mundo, este Cordero ocupaba el centro de los planes de Dios. “Fuisteis rescatados... con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo” (1 Pedro 1:18-20).
En el relato del sacrificio de Isaac, leemos dos veces las palabras: “Y fueron ambos juntos” (Génesis 22:6, 8). ¡Es una maravillosa unión del Padre y del Hijo en el plan de salvación! Allí Dios nos revela cuáles eran los pensamientos de su corazón desde toda la eternidad. Cuando Abraham hubo atado a su hijo sobre la leña, el ángel de Dios le gritó desde los cielos. “No extiendas tu mano sobre el muchacho, ni le hagas nada”, e Isaac pudo bajar del altar sin conocer la muerte. Sin embargo, no fue lo mismo para el Hijo de Dios.
Qué emocionantes son las palabras del profeta Zacarías: “Levántate, oh espada, contra el pastor, y contra el hombre compañero mío, dice Jehová de los ejércitos” (13:7) y también las del profeta Isaías: “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento” (53:10) El Señor Jesús dijo en Getsemaní: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa” (Mateo 26:39). Lucas nos relata la gran angustia del Señor cuando “era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44). No podemos sondear lo que significaba para el Hijo y para el Padre.
Cristo asumió en la cruz el juicio en nuestro lugar. Lo oímos clamar en su insondable angustia: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Marcos 15:34).
Cuando estamos congregados alrededor del Señor a la mesa ¿a quién debe dirigirse nuestra adoración? (podríamos preguntarnos). Pensar que debería dirigirse exclusivamente a Cristo vendría a separar la grande y maravillosa obra del Gólgota del Padre quien la había confiado al Hijo.
Jesús podía declarar: “Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra”. “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar”. Y “la copa que el Padre me ha dado, ¿no la he yo de beber?” (Juan 4:34; 10:17; 18:11). Estos pasajes revelan el completo acuerdo del Hijo con el Padre en la obra de la redención, y nos ayudan a comprender mejor las palabras del Señor: “Porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan 4:23).
En la cruz, después de haber cancelado toda la deuda de nuestros pecados, el Señor Jesús dijo: “Ya me has oído, clamando desde los cuernos de los uros. Anunciaré tu nombre a mis hermanos; en medio de la asamblea te alabaré” (Salmos 22:21-22;V.M.).
Estas últimas palabras son citadas en el Nuevo Testamento (Hebreos 2:12). El gozo del Hijo está cumplido, y nos toca a nosotros el precioso privilegio de ofrecer ante la mesa del Señor, como “sacerdocio santo”, “sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5).
El pan y la copa nos hablan de sus sufrimientos y de su muerte. Con profunda emoción le oímos decir: “Me has puesto en el polvo de la muerte” (Salmo 22:15). Cada hijo de Dios puede reconocer por la fe: «Su muerte era el juicio que yo merecía». Con una admiración siempre renovada, contemplamos el amor del Padre y del Hijo.
“Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga” (1 Corintios 11:26). Cuando estemos con Él, no necesitaremos estos recuerdos. Pronto reunidos en la gloria con todos los redimidos, contemplaremos y adoraremos en medio del trono al Cordero de Dios, como inmolado.