El relato de la salida de Egipto es interrumpido por la mención de ciertas consecuencias derivadas del rescate de los hijos de Israel fuera de Egipto, ocasionando responsabilidades para ellos. Aunque estén aún en el país, la enseñanza de este capítulo se funda en el hecho de que Dios los hizo salir de él, y anticipa en realidad su establecimiento en Canaán. Si bien Dios obra en gracia para con su pueblo, también posee derechos sobre él, y esos derechos nos son presentados aquí. Un pueblo redimido viene a ser propiedad de su Redentor. De manera que leemos: “No sois vuestros; porque habéis sido comprados por precio” (1 Corintios 6:19-20). Dios declara a Moisés según el mismo principio: “Conságrame todo primogénito. Cualquiera que abre matriz entre los hijos de Israel, así de los hombres como de los animales, mío es” (Éxodo 13:1). No obstante, otro elemento es introducido referente a esto. En el capítulo anterior, la fiesta de los panes sin levadura es instituida inmediatamente después de la aspersión de la sangre. Se trataba de demostrar que ambas cosas —la protección por la sangre y el deber de una vida santa— jamás pueden ir separadas. Esta fiesta se menciona nuevamente, con instrucciones en cuanto a la manera de cumplirla, cuando Dios los habría de introducir en la tierra de Canaán (v. 5), en relación con la santificación de los primogénitos.
Una vida santa
Versículos 3-16: Agreguemos algunas advertencias en cuanto a la fiesta de los panes sin levadura, en relación con los detalles suplementarios que se dan aquí. Esta fiesta debía ligarse siempre con el recuerdo de dos hechos. Primero, con el día de la redención. “Tened memoria de este día, en el cual habéis salido de Egipto, de la casa de servidumbre” (v. 3). El Señor desea que los suyos siempre se acuerden del día de su liberación, del día en que fueron trasladados de las tinieblas a la luz, librados del juicio por sus pecados e introducidos en el entero favor de Dios en Cristo.
En segundo lugar, nunca debían olvidar la fuente de su salvación. “Pues Jehová os ha sacado de aquí con mano fuerte” (v. 3). Ésta era debida sólo a Él. Ningún otro brazo habría podido romper sus cadenas, herir a su opresor, protegerlos del destructor y concederles la liberación. Únicamente Él podía rescatarlos de las manos del enemigo. Es lo que el Señor leyó en la sinagoga de Nazaret: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor” (Lucas 4:18-19).
Es muy significativo hallar, inmediatamente después que esos dos puntos hubieron sido traídos a su memoria, la añadidura: “No comeréis leudado” (Éxodo 13:7). Si el Señor obra en favor de los suyos, lo hace con el fin de redimirlos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras (Tito 2:14). Porque Él es santo, espera que sus redimidos también lo sean, y esto por el período completo de sus vidas (siete días). No debía hallarse levadura en todo su territorio.
Además de esto, cada padre recibió la instrucción de enseñar a sus hijos el significado de esta fiesta, año tras año. Con sus hijos bajo su responsabilidad, los padres debían explicarles cuidadosamente por qué la levadura no debía hallarse en casa. Tal cosa era incompatible con el fundamento de la redención en la cual se encontraba. Debían decir: “Se hace esto con motivo de lo que Jehová hizo conmigo cuando me sacó de Egipto. Y te será como una señal sobre tu mano.” (v. 8-9). Todo esto a fin de que la ley de Dios permanezca en su boca. Aquí, a la vez, tenemos el secreto de la separación del mal y para Dios. “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra”. “En mi corazón he guardado tus dichos, para no pecar contra ti” (Salmo 119:9, 11). Guardando y obedeciendo la Palabra, los creyentes hoy pueden guardar en verdad la fiesta de los panes sin levadura.
Abnegación y consagración
Siguen las directivas para la santificación de los primogénitos. La abnegación y la consagración deben igualmente caracterizar a los redimidos y serán siempre el fruto de la verdadera separación. Por esa razón, la fiesta de los panes sin levadura precede al hecho de que los primogénitos fuesen puestos aparte.
Observemos en primer lugar la excepción a esta ley general. “Todo primogénito de asno redimirás con un cordero; y si no lo redimieres, quebrarás su cerviz. También redimirás al primogénito de tus hijos” (Éxodo 13:13). La relación del primogénito de un asno con el primogénito de los hombres es tanto más sorprendente por el hecho de que tanto el uno como el otro debían ser redimidos. Hay también otro punto: el primogénito del asno debía ser redimido con un cordero al igual que lo fueron los primogénitos de Israel la noche de la Pascua. Si el asno no era redimido, debía ser muerto tal como les habría ocurrido a los israelitas cuando Dios hirió a los egipcios. El paralelismo es completo.
¿Qué nos enseña esto? Que el hombre, desde su nacimiento en este mundo, es colocado al nivel del primogénito del asno; que tanto el uno como el otro son inmundos y que, como tales, están condenados a la destrucción, a menos que sean redimidos con un cordero.
¡Es un tremendo golpe para el orgullo del hombre natural! En lugar de jactarse de lo que es y de sus capacidades intelectuales, que el tal considere en esto la estimación de Dios mismo en cuanto a su condición. No se podría hacer una comparación más humillante; no obstante, cada creyente lo admite como algo divinamente cierto. Pues tal era nuestro estado por naturaleza —pobres y miserables— y, sin duda, habríamos perecido si, según las riquezas de la gracia de Dios, no hubiéramos sido redimidos por la sangre del Cordero. Por otro lado, ¡qué inmensa gracia mostró Dios, inclinándose sobre seres tales como nosotros, y viniendo a nosotros cuando estábamos en este estado, para llevarnos a Él y asociarnos para siempre al Cordero que nos redimió! Si por naturaleza no pudimos caer más bajo, tampoco por gracia pudimos ser más elevados, pues nos predestinó para que fuésemos “hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29).
Los derechos de Dios sobre los primogénitos
Es importante considerar la razón por la cual Dios reclamó a los primogénitos en Israel. Estaba claramente ligada a la destrucción de los primogénitos en el país de Egipto (Éxodo 13:15).Vimos que, esa terrible noche, el pueblo fue preservado únicamente sobre el fundamento de la aspersión de la sangre del cordero sacrificado. Dicho de otro modo, sobre el fundamento de la muerte de otro. Todo se basaba, pues, en el principio de la sustitución; y éste es el motivo del derecho de Dios en este capítulo. Si Dios libró a los primogénitos a causa del cordero pascual, lo hizo a fin de reclamarlos luego para Él.
¿No ocurre lo mismo hoy en día? Pertenecemos a Aquel que nos redimió, porque tomó nuestro lugar y “llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”. “Por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (1 Pedro 2:24; 2 Corintios 5:15). Es bueno que nos preguntemos a menudo si reconocemos sus derechos: sus derechos sobre nosotros, sobre todo lo que somos y lo que poseemos.
El padre debía inculcar esta verdad a su hijo (v. 14-16); porque de esta manera aprendería los derechos de Dios sobre él, así como sobre su padre. Tanto el uno como el otro, en calidad de redimidos, debían servir al Redentor. Se da un paso adelante cuando el creyente es consciente de pertenecer al Señor junto con toda su familia. Que cada uno individualmente reconozca ese derecho, es otra cosa. No insistiríamos demasiado en el hecho de que no hay salvación sin la fe individual. Pero es de suma importancia que el padre, el jefe de la familia, tenga siempre en su memoria el hecho de que tanto él como todos los suyos pertenecen por derecho al Señor. Sólo entonces, por la gracia de Dios, se hallará en condiciones de criar a sus hijos “en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4), de instruirlos para Él, bajo su mirada. Solamente si esta verdad es captada por los hijos, podrán ellos ver en la educación de sus padres la expresión de la autoridad del Señor. Que los cristianos no se cansen, pues, de recordar a sus hijos los derechos del Señor sobre la base de la redención.
Versículos 17-22: La narración prosigue aquí. Lo primero que esta parte del capítulo pone ante nosotros es la elección que Dios efectuó del camino que su pueblo había de seguir en el desierto. En efecto, si Él hace salir a los suyos al desierto, estemos seguros de que proveerá a todas sus necesidades. Lo único que les pide es obedecer a su Palabra. Notemos también la ternura que Él pone en esa elección. Toma en consideración sus debilidades y sus temores. “Dios no los llevó por el camino de la tierra de los filisteos, que estaba cerca; porque dijo Dios: Para que no se arrepienta el pueblo cuando vea la guerra, y se vuelva a Egipto”. ¡Qué maravillosa demostración de su tierna compasión! Vemos también cuán plenamente se identifica con su pueblo y simpatiza con él en sus debilidades y temores. Por cierto que tiene otros propósitos para con ellos; pero qué dulzura es pensar que escogió el camino exacto por el cual los conduciría teniendo en cuenta su estado. “Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen. Porque él conoce nuestra condición; se acuerda de que somos polvo” (Salmo 103:13-14).
Los huesos de José
Después de mencionarse que los israelitas subieron de Egipto armado,1 hallamos la mención de los huesos de José (Éxodo 13:19). Esto es sumamente hermoso. Al final del libro del Génesis, leemos que José, en su lecho de muerte, “hizo jurar… a los hijos de Israel, diciendo: Dios ciertamente os visitará, y haréis llevar de aquí mis huesos” (Génesis 50:25). En la epístola a los Hebreos se nos relata la apreciación de Dios en cuanto a este hecho: “Por la fe José, al morir, mencionó la salida de los hijos de Israel, y dio mandamiento acerca de sus huesos” (Hebreos 11:22). En Éxodo 13 hallamos la respuesta de Dios a la fe de su siervo. Durante esa renombrada noche de pascua, Moisés tenía suficientes preocupaciones para organizar la salida de semejante multitud. ¿Cómo hubiera podido pensar aún en los huesos de José? Sin embargo, en la dependencia de Dios, José hizo jurar a los hijos de Israel. Creyó y por eso habló; y, habiendo puesto su confianza en Dios, era imposible que fuese confundido. Para el ojo natural, en el momento de la muerte de José era muy improbable que el pueblo abandonase alguna vez Egipto. No obstante, aquel creyente que iba a morir, confiaba en la palabra y la promesa infalible de Dios, y así, con plena seguridad, “dio mandamiento acerca de sus huesos”. Transcurrieron aproximadamente cuatrocientos años (pues los israelitas permanecieron cuatrocientos treinta años en Egipto, como nos lo muestra el capítulo 12:41) y Dios visitó a los suyos. Se les recordó el juramento, y así los huesos del patriarca los acompañaron en su éxodo. Vemos aquí un notable ejemplo de la fidelidad de Dios y del precio que para él tenía la fe de su siervo.
Conducidos por la nube
En el versículo 20 encontramos los nombres de los primeros lugares donde acamparon: “Y partieron de Sucot y acamparon en Etam, a la entrada del desierto”. Partieron de Ramesés a Sucot (12:37), como aquí se nos describe. Todos esos lugares se encontraban en Egipto, y a pesar de los numerosos estudios y búsquedas llevados a cabo respecto a ellos, su localización no traspasa los límites de la suposición.
Hay que recalcar que fueron divinamente conducidos en su marcha. Aquel que escogió su camino los guiaba, yendo delante de ellos, de día en columna de nube y de noche en columna de fuego, en todos sus desplazamientos. Jamás alejó de ellos esos preciosos símbolos de su presencia, mientras estuvieron en el desierto. Es una preciosa ilustración de la verdad de que Dios permanece como el guía de su pueblo. Aquel que los hizo salir de Egipto, siempre se mantuvo visible ante ellos en el camino que seguían. Nunca dijo: «id», sino que su palabra fue siempre: «seguidme». Nos dejó ejemplo para que sigamos sus pisadas (1 Pedro 2:21). Él mismo es “el camino, y la verdad, y la vida” (Juan 14:6). Es cierto que carecemos de la dirección visible de que gozaban los hijos de Israel; pero no es menos discernible y real para el ojo espiritual. La Palabra es lámpara a nuestros pies, y lumbrera a nuestro camino (Salmo 119:105).
Es interesante notar que jamás hubo semejante dirección en Egipto ni en el país de Israel. He aquí una importante verdad puesta en evidencia: sólo en el desierto se necesitaba la indicación del camino. Allí, en su ternura y misericordia, Dios tomó la dirección de los suyos, mostrándoles el camino que debían seguir, dónde debían descansar o cuándo debían partir. Nada fue dejado a la iniciativa humana. Dios determinó todas las cosas para ellos, sólo pidiéndoles que fijen sus ojos en su Guía. ¡Bienaventurados aquellos que son conducidos de esa manera y que estén dispuestos a seguirle!
- 1La mención de que los hijos de Israel salieron armados (o “en buen orden”, V.M.) de Egipto (v. 18) ha suscitado numerosas controversias, como si esta expresión debiera necesariamente significar: armados como guerreros. Es un error. Eso no parece indicar otra cosa que marchar en línea, un orden indispensable para el desplazamiento de tan grande multitud.