El mundo, tal como se presenta hoy en día a nuestros ojos, comenzó con la caída de Adán. La tierra, y todo lo que contiene, fue creada por Dios, quien, considerando su propio trabajo, reconoció: “He aquí que era bueno en gran manera” (Génesis 1:31). Pero el sistema del mundo que nos rodea, engendrado por la caída del hombre, es una obra fundada por Satanás.
El mundo de hoy es el mundo de los descendientes de Adán. Los principios que reinaban entonces, permanecen en nuestros días. Al principio de la historia del mundo, dos familias constituían la humanidad entera y mantenían con el Creador relaciones opuestas: la familia de Caín y la familia de Set. Igualmente hoy, la humanidad se divide en dos familias: los hombres que andan en el camino de Caín y aquellos que siguen las huellas de Set.
Caín es el precursor de todos aquellos que no se preocupan de Dios. Es el fundador de una religión que se apoya sobre pensamientos humanos, que no reconoce los derechos de un Dios justo y santo para con el hombre pecador. Quiere ignorar la maldición que afecta a este mundo pecador. Los sistemas religiosos de todos los pueblos y de todos los tiempos comparten ese punto de vista. Caín no reconoció la corrupción del hombre caído, y despreció el camino de la salvación que Dios ofrecía, en absoluto contraste con su hermano Abel. Este último había comprendido su estado de pecador, sabía que la muerte estaba puesta entre él y Dios. Por esta causa, según el principio divino: “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22), llevó un sacrificio de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. También Caín llevó una ofrenda a Dios, pero ésta estaba compuesta de los frutos de una tierra maldita, producto de las obras de sus manos; era la negación de la caída del hombre.
Su corrompido corazón quería satisfacer los deseos de aquel que “ha sido homicida desde el principio” y que “no ha permanecido en la verdad” (Juan 8:44). Caín odiaba a su hermano y lo envidiaba. Lo mató porque Dios miró con agrado a Abel y a su ofrenda. Caín se reveló como el siniestro precursor de aquellos hombres que entregaron al Señor por envidia y por odio. No obstante, había sido advertido por Dios en un particular encuentro, pero en su ceguedad rechazó la gracia que Dios le ofrecía.
De la misma manera ocurre hoy en día. “Esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19). La luz que Jesús nos trajo —la luz de la vida (Juan 8:12), la luz para la salvación (Isaías 49:6)— es presentada al pecador por el Dios de toda gracia, pero los hombres siguen el ejemplo de Caín, odian la luz y la rechazan. El mismo corrupto corazón, que empujó a Caín al odio y al crimen, late en cada hombre sin excepción. Por esta razón, Dios, a quienquiera que fuese, prohibió ejecutar juicio sobre Caín y puso una señal en él, para que cualquiera que lo hallara no lo matase (Génesis 4:15). Con eso, Dios declaraba que todos los hombres son condenables, diciendo, como el Señor, a propósito de la mujer culpable: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (Juan 8:7). “Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo” (Romanos 2:1).
Dios solo quiere tratar el problema del pecado, porque cualquier pecado es cometido en primer lugar contra Dios, incluso si otras personas deben soportar las consecuencias, como es el caso de Abel aquí. Algún tiempo más tarde, cuando el gobierno de Dios fue instituido en la tierra, dijo a Noé: “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada” (Génesis 9:6). Pero en el caso de Caín, se trataba de hacer consciente al hombre de la corrupción universal y no era permitido a nadie castigarle por su horrible pecado. “Ciertamente cualquiera que matare a Caín, siete veces será castigado” (4:15).
“Salió, pues, Caín de delante de Jehová” (v. 16). Dios le aseguró su protección y eso le era suficiente. No se le ocurrió pedir perdón a Dios contra quien tan gravemente había pecado. Tenía un solo deseo: huir lo más aprisa posible de la presencia de Dios para distraerse en el mundo y en sus deseos. Los hombres de hoy obran exactamente de la misma manera. Conscientes de la protección divina y del hecho de que Dios “hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45), quieren concluir sus asuntos sin la ayuda de Dios.
En adelante, una vez excluido de la presencia de Dios, Caín construyó la primera ciudad y reunió a los hombres en sociedad, para organizar la vida en común. La ciudad prosperó y, gracias a la habilidad y a la ambición de los hijos y de los nietos de Caín, pronto experimentaron el atractivo de las riquezas (4:20), de la industria (v. 22), del arte y de los placeres (v. 21).
Poco a poco, la familia de Caín olvidó la muerte de Abel y perdió conciencia de su culpabilidad. El estrépito de los martillos y de las herramientas de bronce y de hierro, el sonido del arpa y de la flauta apagaron la voz de la sangre del hermano asesinado. Caín llegó a ser un honrado ciudadano del mundo, pero tan alejado de Dios como el día en que mató a su hermano.
Así comenzó el “presente siglo malo” (Gálatas 1:4). Desde el instante en que nuestros primeros padres escucharon al diablo, “los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida” (1 Juan 2:16) se apoderaron del corazón del hombre. El mundo se construyó sobre esos principios y se organizó bajo la autoridad de un hombre excluido de la presencia de Dios. Nada ha cambiado desde entonces, excepto que el mundo actual está completamente en enemistad contra Dios a causa del homicidio y del rechazo del mismo Hijo de Dios. Poco a poco se olvidan la sangre y los sufrimientos de Jesús.
Sin embargo, hoy, como otrora, existe una familia en la tierra con una naturaleza diferente de la de Caín y de su generación. La muerte de Abel, así como la muerte de Jesucristo, produjo frutos. Ésta introduce en este mundo a una familia extranjera respecto a la ciudad de Caín, separada del mundo que está bajo el maligno: es la familia de Set. En la persona de Set, Dios asigna a Eva otra descendencia, en lugar del justo Abel, muerto por Caín. Set viene a ser el jefe de una familia que Dios pone en relación con Abel. Eva da testimonio de él en el momento del nacimiento de este hijo: “Dios (dijo ella) me ha sustituido otro hijo en lugar de Abel, a quien mató Caín” (Génesis 4:25). Encontramos en la familia de Set el germen y los privilegios que son la porción de los rescatados que, hoy en día, todavía constituyen la familia de Dios en la tierra. En cierto modo, esta familia ha sido llamada a la vida y guardada por el mismo Dios.
La misma fe que encontramos en Abel, anima a Set. Leemos: “Y a Set también le nació un hijo, y llamó su nombre Enós” (v. 26), lo que quiere decir hombre, mortal.
De esta manera, Set confiesa y da testimonio de que el justo juicio divino está sobre todos los hombres, y que la muerte, salario del pecado, debe alcanzarlo. Caín se había acostumbrado a ese juicio y hacía lo posible para olvidarlo. Set, en cambio, daba testimonio por medio del nombre de su hijo, y nosotros sabemos que el primer paso de la fe es reconocerse pecador perdido.
Sobre todo, se nos dice de esta familia que: “entonces los hombres comenzaron a invocar el nombre de Jehová” (v. 26). Imperativamente, esto implica fe, porque: “¿cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído?” (Romanos 10:14).
“Invocar el nombre de Jehová” ante todo significa obtener por la fe la salvación con sus bendiciones, porque Romanos 10:13 dice: “todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo”. Pero una vez salvo, el hijo de Dios invoca el nombre del Señor para adorarlo. A partir del momento en que la familia de Set invocó el nombre de Dios, hubo en la tierra adoradores del verdadero Dios.
Después de la fe y de la adoración, encontramos en la familia de Set un carácter que la distingue de aquella de Caín y que todavía hoy diferencia a los hijos de Dios y a los hijos del mundo: es la separación. Andaban como extranjeros y con sentimientos celestiales. Por esta razón, no los vemos en la ciudad de Caín y nada oímos de un éxito por parte de ellos en el embellecimiento de la tierra.
En efecto, la separación del mundo malo que rechazó a nuestro Señor es necesaria. Encuentra, hoy como entonces, una preciosísima recompensa: la comunión con el soberano Dios. La familia de Set realizó esta comunión. Ya en el siguiente capítulo se nos dice: “Caminó, pues, Enoc con Dios” (5:24).
Dios acompaña a los suyos a pesar de su debilidad y de su poca obediencia. Es un precioso resultado de la redención, como también una recompensa de su fe (Génesis 28:15; Mateo 28:20). Cuando andamos con Dios, existe entre Dios y nosotros una feliz comunión de pensamientos y de intereses. Jesús conoció esta comunión perfectamente, como peregrino en la tierra, y su andar con Dios subsiste en todos los tiempos como el ejemplo por excelencia.
¡Ojalá que nosotros, débiles miembros de la familia de Dios, podamos ser estimulados por la lección de Enoc quien caminó con Dios “trescientos años” como peregrino celestial, gozando de la comunión con Dios durante esta larga etapa!
Por fin, este descendiente de Set recuerda elocuentemente la esperanza de nuestros corazones: “No todos dormiremos; pero todos seremos transformados” (1 Corintios 15:51). Pronto el Señor vendrá para tomarnos a sí mismo (Juan 14:3). “Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios” (Génesis 5:24).
¡Qué rica en enseñanzas es la Palabra de Dios! Con estos ejemplos de Caín y de Set, el Espíritu de Dios traza la historia de toda la humanidad, desde el principio hasta el fin. Describe a dos familias destinadas a recorrer juntas varios milenios con principios invariables pero opuestos. Él dirige a cualquier hombre la seria pregunta de saber en qué camino anda: si en el de Caín —camino del mundo sin Dios— o si pertenece a la familia de Set, la familia de Dios en la tierra. ¡Qué feliz familia es ésta, llamada por gracia a realizar la adoración y la separación respecto del mundo, andando en la comunión con su Dios hasta la venida de su glorioso Señor!