El maná

Éxodo 16

El refrigerio de Elim, aunque momentáneo, expresaba el amor y la ternura de Dios. Los hijos de Israel eran peregrinos y, como tales, su vocación era viajar, pero no descansar. Por eso, inmediatamente después se narra la etapa siguiente de su marcha.

Murmuraciones

Versículos 1-3: El desierto de Sin se extiende “entre Elim y Sinaí”. Ocupaba un lugar especial en la historia de los hijos de Israel. Elim les recordaría una de sus experiencias más benditas, mientras que el trayecto hasta Sinaí repondría delante de sus pensamientos la larga paciencia y la gracia de Dios. Sinaí, al contrario, quedaría grabado para siempre en sus memorias en relación con la majestad y la santidad de la ley. Hasta Sinaí tenemos lo que Dios era para los israelitas, en su misericordia y amor; pero desde ese momento, y a causa de la propia voluntad de los israelitas, el fundamento cambia y viene a ser lo que ellos eran para Dios. En esto estriba la diferencia entre la gracia y la ley, de donde resulta el interés particular que se relaciona entre las etapas de los israelitas, Elim y Sinaí.

Sin embargo, la carne permanece la misma, ya sea bajo la gracia como bajo la ley, y aprovecha la oportunidad para manifestar su carácter corrupto e incurable. Nuevamente “toda la congregación de los hijos de Israel murmuró contra Moisés y Aarón en el desierto” (v. 2). Ya murmuraron en Pi-hahirot, cuando vieron aproximarse al ejército de Faraón; cayeron otra vez en el mismo pecado en Mara, porque las aguas eran amargas (14:9-10; 15:23-24). En el capítulo 16, se quejaron una vez más a causa de su condición de peregrinos. “Bien pronto olvidaron sus obras; no esperaron su consejo. Se entregaron a un deseo desordenado en el desierto; y tentaron a Dios en la soledad” (Salmo 106:13-14).

El recuerdo de Egipto y sus alimentos ocupaba sus corazones, y olvidando la rígida esclavitud a la cual estuvieron sometidos allá, miraban con pesar hacia atrás. ¡Cuán a menudo ocurre lo mismo con los recién convertidos! En el desierto, el hambre debe sentirse siempre; porque las penas y el cansancio que ofrece no pueden dar ninguna satisfacción ni placer para los deseos de la carne. Es el lugar donde ella está puesta a prueba. Dios “te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido, para hacerte saber que no sólo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre” (Deuteronomio 8:3). Aquí está el conflicto. La carne ansía lo que responderá a sus deseos, pero si somos liberados de Egipto, no podemos cederle: la carne debe ser tenida por muerta, considerada ya juzgada en la muerte de Cristo. A causa de esto, “deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne”, porque si vivimos conforme a la carne moriremos; pero si por el Espíritu hacemos morir las obras de la carne, viviremos (Romanos 8:12-13).

Sin embargo, como lo vimos en el Deuteronomio, Dios tiene un fin por permitir que padezcamos hambre: desprendernos de “las ollas de carne” de Egipto (Éxodo 16:3), y atraernos a Él, para enseñarnos que la verdadera satisfacción, el verdadero alimento no pueden encontrarse sino en él y en su Palabra. Entonces, se establece un contraste entre los alimentos de Egipto y Cristo; y qué dicha cuando un creyente aprende que Cristo es suficiente para todas sus necesidades.

En su incredulidad, los hijos de Israel acusaban a Moisés de querer hacerlos morir de hambre. Pero su hambre tenía como meta suscitar en ellos otro apetito, por medio del cual su verdadera vida podría ser mantenida. No obstante, Dios respondió a sus pedidos, aunque envió la miseria en sus almas. Porque veremos que les dio las codornices como también el maná.

La gracia y sus respuestas

Versículos 4-12: Antes de hablar del maná, deseamos fijar la atención sobre dos o tres puntos. El primero es la gracia con la que Dios responde los deseos del pueblo. En Números 11, también responde a sus deseos, en circunstancias análogas; pero “la ira de Jehová se encendió en el pueblo, e hirió Jehová al pueblo con una plaga muy grande” (v. 33). En Éxodo, no hay indicio de juicio, sólo está la gracia, llena de paciencia y de longanimidad. La diferencia proviene, si podemos decirlo así, de la época. En los Números, los israelitas estaban bajo la ley, y Dios actuaba con ellos en consecuencia. Aquí, están bajo la gracia, y ella reina a pesar de su pecado.

En segundo lugar, sus murmuraciones fueron la ocasión de la manifestación de la gloria de Dios (v. 10). Así, la manifestación de lo que es el hombre hace manar del corazón de Dios la revelación de lo que Él es. Fue así en el huerto de Edén, y esto se encuentra a lo largo de sus caminos para con el hombre. Este principio apareció en perfección en la cruz, donde el hombre manifestó toda la horrible corrupción de su mala naturaleza, y donde Dios se reveló plenamente. La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no prevalecen contra ella (Juan 1:5). En realidad, la gloria del Señor brilla con un resplandor aún más intenso cuando las tinieblas de la iniquidad del hombre son más profundas, iniquidad que viene a ser la ocasión del despliegue de esta gloria.

Notemos todavía que murmurar contra Moisés y Aarón era murmurar contra Dios (v. 8). De hecho, todo pecado es contra Dios (véase Salmo 51:4; Lucas 15:18-21). Por esto, Dios dijo: “Yo he oído las murmuraciones de los hijos de Israel” (Éxodo 16:12). No nos acordamos suficientemente que todas nuestras quejas, nuestras expresiones de incredulidad, nuestras murmuraciones, son en realidad contra Dios y llegan al instante a sus oídos.

La codicia

¡Cuán a menudo nuestras palabras culpables morirían sobre nuestros labios si este pensamiento ocupara nuestro espíritu! Si el Señor estuviera presente delante de nosotros, no nos atreveríamos a expresar lo que tan a menudo, en el arrebato de nuestra incredulidad, nos permitimos decir. Sin embargo, estamos realmente delante de Él; sus ojos están sobre nosotros, y oye cada una de nuestras palabras (véase, por ejemplo, Juan 20:25-27).

Notemos también la diferencia entre las codornices y el maná. Ninguna enseñanza particular se relaciona con las codornices, mientras que el maná es una figura llamativa del Señor Jesús. Las codornices fueron dadas para satisfacer los deseos del pueblo, pero no trajeron ninguna bendición. Respecto de ellas en Números 11, el salmista dirá: “Y él les dio lo que pidieron; mas envió mortandad sobre ellos” (Salmo 106:15). Dios escucha el clamor de su pueblo, aun el clamor de incredulidad, y puede darles sus deseos, pero como disciplina antes que como bendición. Así, más de un creyente, olvidando su verdadera parte en Cristo, deseó las cosas de este mundo, las “ollas de carne” de Egipto. Le fue acordado tenerlos, pero la consecuencia fue la miseria del alma, una indigencia tal que su alma fue restaurada sólo por medio de pruebas disciplinarias enviadas con amor de parte del Señor. Si, de todo corazón, nos volvemos a Egipto, y nos es dado satisfacer nuestros deseos, esto nos llevará en días futuros hasta las lágrimas. Por ejemplo, el apóstol Pablo le escribe a Timoteo: “Los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombre en destrucción y perdición; porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores” (1 Timoteo 6:9-10). Esto es tan sólo un ejemplo de volver a Egipto, pero el principio se aplica a todo objeto que la carne puede desear.

Ahora llegamos al relato en sí del don de las codornices y del maná.

Las codornices y el maná

Versículos 13-21: Notemos que las codornices son apenas mencionadas, y el significado de este hecho ya fue indicado, mientras que hay una descripción completa del maná. Este último, pues, nos concierne particularmente. “Cuando el rocío cesó de descender, he aquí sobre la faz del desierto una cosa menuda, redonda, menuda como una escarcha sobre la tierra. Y viéndolo los hijos de Israel, se dijeron unos a otros: ¿Qué es esto? porque no sabían qué era. Entonces Moisés les dijo: Es el pan que Jehová os da para comer” (v. 14-15).

He aquí el significado del maná: el pan que Dios dio a los israelitas para comer en el desierto; es decir el alimento adecuado para el pueblo de Dios en el desierto. Cuando los judíos dijeron al Señor: “Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Pan del cielo les dio a comer”, él les respondió: “De cierto, de cierto os digo: No os dio Moisés el pan del cielo, mas mi Padre os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da vida al mundo” (Juan 6:31-33, léase especialmente v. 48-58). Es evidente que el maná es una figura de Cristo, de Cristo tal como era cuando estaba en este mundo, como aquel que descendió del cielo y que viene a ser el alimento de los suyos durante la travesía del desierto. Señalemos que no podemos nutrirnos de Cristo, tal como del maná, antes de tener la vida, es decir nutrirnos de su muerte, habiendo comido “la carne del Hijo del Hombre” y bebido “su sangre” (véase Juan 6:53-54). Después de haber recibido la vida, se nos dice: “Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, asimismo el que me come, él también vivirá por mí” (v. 57).

Cristo: el alimento de los suyos

Dejamos que el lector estudie este pasaje por sí mismo; sólo recordaremos los dos puntos ya mencionados: primeramente que el maná en este capítulo representa a Cristo; y, segundo, que Cristo, con ese carácter, es el alimento de los suyos durante la travesía del desierto. Hay una diferencia entre los hijos de Israel y los creyentes de nuestra época. Los primeros sólo podían estar en un lugar a la vez, porque aquí tenemos un relato histórico real. Los segundos, los cristianos, están en dos lugares: su lugar se halla en los lugares celestiales en Cristo (véase Efesios 2); y, en cuanto a sus circunstancias actuales, son peregrinos en el desierto. En los lugares celestiales, nuestro alimento es un Cristo glorificado, cuya figura es “los frutos de la tierra de Canaán” (Josué 5:12); pero, en las circunstancias del desierto, es Cristo tal como estuvo aquí abajo, Cristo como el maná, que responde a nuestras necesidades.

En el agotamiento y en las fatigas de nuestro sendero de peregrinos, qué dicha y qué ánimo poder nutrirnos de la gracia y de la simpatía de un Cristo humillado. Recordemos que él pasó por circunstancias similares. Por eso, conoce nuestras necesidades y se place en respondernos para alentarnos y bendecirnos. Referente a esto, el autor de la epístola a los Hebreos dice: “Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar” (Hebreos 12:3). Como alguien dijo al respecto: «Cuando algo me impacienta durante el día, entonces Cristo es mi paciencia y así es el maná para guardarme paciente. Es la fuente de la gracia y no solamente el ejemplo que debo imitar». Cristo es el maná de nuestras almas en el desierto como fuente de gracia, de simpatía y de fuerza.

Cómo recoger el maná

Hay algunas instrucciones prácticas en cuanto a la manera de recoger el maná que son muy importantes. En primer lugar, los hijos de Israel debían recogerlo cada uno según lo que podía comer (Éxodo 16:16-18). Así al que tenía mucho no le sobró; y al que tenía poco, no le faltó. El apetito determinaba la cantidad que debían recoger. ¡Cuán cierto es esto para el creyente! Todos tenemos de Cristo cuanto deseamos, ni más ni menos. Si nuestros deseos son grandes, cuanto más abramos nuestra boca, él la llenará. Nunca desearemos demasiado, ni seremos decepcionados en nuestro deseo. Por otro lado, si somos poco conscientes de nuestras necesidades, tendremos muy poco de Cristo. La medida con la cual nos nutrimos de él, así como nuestro pan en el desierto, dependerá enteramente de las necesidades espirituales que sintamos, de nuestro apetito.

En segundo lugar, el maná no podía acumularse para más tarde. Nadie debía dejar ningún resto para el siguiente. Algunos desobedecieron esta orden, pero comprobaron que lo que habían guardado se descompuso. El alimento recogido hoy no podrá sostenernos mañana. Tan sólo con un ejercicio presente del alma podemos nutrirnos de Cristo. Al olvidar este principio, muchas personas sufrieron grandes pérdidas. Tuvieron tal abundancia de maná que trataron de alimentarse con él muchos días; pero esto llevó siempre a decepción y pérdida en lugar de traer bendición. Para cada día Dios da la porción de un día solamente, y no más.

En tercer lugar, el maná debía ser recogido de mañana, antes que el sol calentara, porque luego se derretía. No hay otro momento más apropiado para el creyente para recoger el maná que las primeras horas del día, cuando en la tranquilidad está solo con el Señor. No está aún absorbido por las ocupaciones del día; no sabe cuál será el carácter preciso de su camino, pero sí sabe que necesitará el maná para sostenerse. ¡Que sea asiduo desde las primeras horas de la mañana, y que su mano no sea perezosa para recoger, y para recoger todo lo que haya de necesitar! Porque si más tarde busca, verá que desapareció completamente ante el calor del sol.

¡Cuántos fracasos tienen como punto de partida la negligencia de este principio! Se presenta de repente una prueba, y el alma desfallece. Pues ¿por qué? porque el maná no fue recogido antes que el sol calentara. Todos tendríamos que tomar esto en serio y estar atentos contra las asechanzas del diablo, quien busca desviar nuestro espíritu de esta necesidad. Pongamos toda diligencia en esto, para que cuando llegue cualquier suceso durante el día, no nos falte maná.

El sábado

Versículos 22-30: En relación con el maná, el sábado está dado en este mismo capítulo.

Leemos en Génesis 2:3 que Dios bendijo “al día séptimo, y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación”. Esto establece el significado del sábado o séptimo día; pues notemos que se trata del séptimo día, y de ningún otro, mostrando que es el reposo de Dios. También esta diferencia está subrayada de manera clara en la epístola a los Hebreos (véase 4:1-11). El sábado es pues una figura del reposo de Dios y, por ser dado al hombre, expresa el deseo del corazón de Dios de que el hombre tenga una parte con él en su reposo. El sábado aparece por primera vez aquí. En toda la época de los patriarcas no lo encontramos, ni durante la estadía de los hijos de Israel en Egipto, sino tal como lo hallamos en este capítulo, en relación con el maná, con un significado de mucho valor.

No obstante, algunas observaciones son aún necesarias. Hemos indicado cuál era el objetivo de Dios al instituir el sábado; pero es muy evidente que el hombre, como consecuencia del pecado, jamás poseyó ese reposo. Más aún, Dios, por el mismo motivo, no pudo reposarse. Así, cuando el Señor fue acusado de no respetar el sábado, respondió: “Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo” (Juan 5:17). Dios no podía descansar en presencia del pecado y de la deshonra que le fue causada por el pecado y, por consiguiente, el hombre no podía tener parte en el reposo con él. El autor de la epístola a los Hebreos desarrolla este último punto. Muestra que los hijos de Israel no pudieron obtenerlo a causa de su incredulidad y del endurecimiento del corazón; afirma que Josué no se los dio, y que en tiempos de David se habló de él como de algo aún futuro. El apóstol, entonces, concluye diciendo: “Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios” (Hebreos 3 y 4).

Entonces surge la pregunta siguiente: ¿cómo poseerlo? Encontramos la respuesta en el capítulo 16 de Éxodo. El maná, como lo vimos, es una figura de Cristo, y vemos por eso que él solamente puede hacernos entrar en el reposo de Dios. Es el único camino. Así, el apóstol dice: “Pero los que hemos creído entramos en el reposo” (Hebreos 4:3); es decir que sólo aquellos que creen en Cristo entran en el reposo, no que el reposo sea algo presente, como algunos lo enseñaron. El contexto muestra claramente que el reposo se presenta como una bendición futura. Queda pues un reposo sabático para el pueblo de Dios. Es perfectamente cierto que los creyentes pueden gozar del reposo de la conciencia y del corazón en Cristo; pero el reposo de Dios será alcanzado sólo cuando seamos introducidos en esta escena eterna donde todas las cosas serán hechas nuevas, cuando la habitación de Dios será “con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Apocalipsis 21:1-7).

Instrucciones concernientes al maná

Dos circunstancias, relacionadas en este pasaje con la institución del sábado, necesitan una pequeña observación. La primera es la doble provisión del maná el sexto día, para que el pueblo pueda reposar en sus tiendas el séptimo día. Si el maná era recogido así otro día, como acto de voluntad propia, perdía su valor y se descomponía; pero cuando se lo recogía doblemente por obediencia en vista del sábado, se conservaba en buen estado. Por eso aprendemos que, cuando por gracia tengamos parte en el reposo de Dios, Cristo será nuestro alimento durante la eternidad y nuestra felicidad consistirá en gozarnos con Dios en un Cristo que fue humillado. Nada satisfará el corazón de Dios como nuestra plena comunión con él en relación con su amado Hijo. Tal vez hay otro pensamiento. Todo lo que nos apoderemos de Cristo aquí abajo será nuestra posesión y delicias eternas. Recojamos pues tanto maná como podamos, “dos gomeres” en lugar de uno; si es conservado para el reposo futuro, será una fuente de fuerza y de gozo durante la eternidad.

En la segunda circunstancia, a pesar de la orden que recibieron, algunos israelitas salieron en el séptimo día a recoger el maná, pero no lo hallaron (v. 27). Cualesquiera sean las manifestaciones de la gracia, el corazón del hombre permanece el mismo. La desobediencia está ligada a su naturaleza corrupta y se manifiesta de la misma manera, ya sea bajo la ley o bajo la gracia. Dios continuó conduciendo a su pueblo, por medio de Moisés, aunque en su paciencia y en su gracia los soportó. Como se explicó, si tomamos el sábado como una imagen del reposo de Dios y lo consideramos como algo todavía futuro, ya que el pecado intervino, veremos que es una figura especial relacionada con el hecho de que no había maná el día sábado. Entonces, el tiempo del maná habrá pasado para siempre. Cristo no será nunca más conocido bajo ese carácter, porque las circunstancias del desierto habrán terminado para siempre para los suyos. Gozarán aún de las provisiones hechas en el desierto; pero no habrá nada más que recoger. Bajo cierto aspecto encontramos la misma enseñanza en las órdenes que Moisés impartió, por mandamiento de Dios, al final del capítulo.

Versículos 32-36: Sin duda que hay una alusión a esto en la promesa hecha a aquel que vencerá, en la iglesia a Pérgamo: “Al que venciere, daré a comer del maná escondido...” (Apocalipsis 2:17). Cristo en su humillación no será jamás olvidado: los suyos lo recordarán siempre y se alimentarán de él con agradecimiento durante la eternidad.

Así, “un gomer” de maná fue puesto delante de Dios, delante del Testimonio, para ser guardado para sus descendientes. Durante cuarenta años, a lo largo de todas las etapas que atravesaron en el desierto, hasta que llegaron a un país habitado, el maná constituyó su alimento cotidiano; lo comieron hasta su llegada a la frontera del país de Canaán.