¿Qué es la muerte?

Para el incrédulo, no hay nada más terrible que la muerte. Con razón es llamada en las Escrituras el “rey de los espantos” (Job 18:14). Es el fin judicial del primer Adán. No es solamente el fin de la naturaleza animal, aunque sea cierto; pero cuanto más se la considera en relación con la naturaleza moral del hombre, tanto más terrible viene a ser. Todo lo que el hombre posee, su interior, sus pensamientos, todo su ser activo se termina y perece para siempre: “Sale su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus pensamientos” (Salmo 146:4). En la muerte, el hombre encuentra el fin de toda esperanza, de todo proyecto, de todo pensamiento y de todo consejo. “La cadena de plata se quiebre” (Eclesiastés 12:6). La existencia en la que se movía no existe más. La escena ruidosa, en la que estuvo toda su vida, no lo conoce más. El hombre se apaga y desaparece. Nadie tiene relación con él; su naturaleza perece sin tener la fuerza de resistir a ese tirano al que pertenece y que reclama ya sus terribles derechos.

La paga del pecado es muerte

Pero esto no lo es todo. El hombre, vivo en este mundo, se hunde en la muerte. ¿Por qué? Porque entró el pecado; y con el pecado, la conciencia; más aún: con el pecado, el juicio de Dios. La muerte es la expresión de este último y su manifestación, la paga del pecado (Romanos 6:23), el terror para la conciencia, el poder de Satanás sobre el hombre (porque Satanás tiene el poder de la muerte).

¿Puede Dios ayudarnos en esto? Desgraciadamente, es su propio juicio sobre el pecado. La muerte es una prueba de que el pecado no pasa inadvertido. Es el terror y el azote de la conciencia como testigo del juicio divino —oficial de justicia para el criminal y prueba de su culpabilidad en presencia del juicio futuro—. ¿Cómo no sería entonces terrible? Es el sello que está puesto sobre la caída, la ruina y la condenación del primer Adán. No puede subsistir como hombre viviente delante de Dios. La muerte está escrita sobre él, pecador que no puede librarse. Culpable y condenado, su juicio va a llegar.

Sin embargo, Cristo intervino; entró en la muerte. ¡Maravillosa verdad! El Autor de la vida entró en ella. ¿Qué es entonces la muerte para el creyente? Notemos el efecto perfecto de esta maravillosa intervención de Dios. Vimos que la muerte es el fin del hombre, el poder de Satanás, la paga del pecado. Pero todo esto está en relación con el primer Adán, que está bajo la sentencia de la muerte y del juicio a causa del pecado. Vimos el doble carácter de la muerte: primero es la cesación de la vida, de la fuerza vital; y segundo es un testimonio al juicio de Dios y conduce a él. Cristo fue hecho pecado por nosotros; sufrió la muerte, la atravesó como el poder de Satanás y el juicio de Dios. Por Cristo, la muerte fue anulada con sus causas, bajo todos sus aspectos.

El juicio de Dios fue llevado plenamente por Cristo antes de que el día del juicio llegara. La muerte, siendo la paga del pecado, fue sufrida. Perdió completamente su poder como causa de terror para el alma del creyente. La muerte física puede sobrevenir; no obstante, Cristo destruyó tan perfectamente su poder que “no todos dormiremos; pero todos seremos transformados” (1 Corintios 15:51). “No quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida” (2 Corintios 5:4). Tal es el poder de la vida en Cristo.

La liberación del viejo hombre

Pero no solamente la muerte desaparece, sino que es nuestra, porque está escrito: “sea la muerte..., todo es vuestro” (1 Corintios 3:22). Ya que el Salvador entró en la muerte por mí, ella y el juicio vinieron a ser mi salvación. El pecado, cuya paga es la muerte, fue anulado por ésta misma. El juicio fue llevado por Cristo en su muerte, y ésta no es más un terror para mi alma. Es la prueba la más bendita y la más segura del amor, porque Cristo entró allí. Entonces ya no es más un indicio de ira. Soy liberado del poder de la ley, porque ella tiene poder sólo sobre el hombre durante su vida; pero en Cristo ya soy muerto a la ley. Dios respondió al pecado por medio de la muerte y el juicio.

En pocas palabras, Cristo, aquel que era sin pecado, vino “en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado” (Romanos 8:3), para que mi condición de primer Adán fuese juzgada de tal manera que todas las consecuencias del pecado fuesen satisfechas en justicia. Por la muerte del viejo hombre, el poder de Satanás, el pecado, el juicio, y hasta la mortalidad (que están en relación con el hombre pecador) pasaron y están terminados para siempre. Ahora vivo en la presencia de Dios en Aquel que resucitó después de haber puesto fin a todo lo que pertenecía a mi antiguo estado. Dios juzgó al viejo hombre con todos los frutos y las consecuencias del pecado en Aquel que tomó todo sobre sí, que llevó también las consecuencias naturales, quien pasó bajo todo el poder de la muerte que estaba en manos de Satanás. La muerte me libró para siempre de todo lo que pertenecía al viejo hombre y de todo lo que le esperaba.

Primero, la condenación y el juicio pasaron completamente, cuando se trata de la aceptación del alma. La terrible prueba terminó, pero por la obra de otro, de manera que soy liberado de todo temor según la justicia de Dios. El mar Rojo, que destruyó a los egipcios, formaba un muro a la derecha y a la izquierda para los israelitas sobre el camino de la seguridad para salir de Egipto (Éxodo 14:22); la salvación de Dios estaba allí. Egipto y su poder de opresión quedaron detrás de ellos. Es así como la muerte viene a ser la liberación y la salvación para nosotros.

Pero, en realidad, ¿qué vino a ser la muerte para nosotros? En el poder de la resurrección de Cristo somos vivificados. Aquel que atravesó la muerte bajo el juicio, al ser resucitado, vino a ser mi vida. Terminé con la vida del viejo hombre; poseo la del nuevo hombre. Me considero muerto; jamás está dicho que debemos morir al pecado. El viejo hombre no muere ni quiere morir; el nuevo hombre no tiene pecado al que debe morir. Somos tenidos como muertos, y exhortados a considerarnos como muertos. En Romanos 6:11 está escrito: “Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús”. En Colosenses 3:3, leemos: “Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”; luego se nos exhorta a hacer morir lo terrenal en nosotros (v. 5), en el poder de esta nueva vida y del Espíritu Santo que permanece en nosotros. Poseemos el derecho de considerarnos muertos.

La muerte es para nosotros ganancia (véase Filipenses 1:21) si realmente poseemos los deseos del nuevo hombre. ¡Qué liberación! ¡Qué poder! Para la fe, la muerte es la liberación del viejo hombre pecador que nos agobia, por el cual estábamos perdidos e incapaces de encontrarnos con Dios sobre la base de la responsabilidad. Según el apóstol Pablo, “mientras estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas que eran por la ley obraban en nuestros miembros llevando fruto para muerte” (Romanos 7:5). Pero más adelante dice: “Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros” (8:9). La carne no es nuestra posición delante de Dios; hemos reconocido que, en la carne, estábamos perdidos y arruinados. Era la condición del primer Adán, y estábamos en ella. La ley aplicaba la muerte y el juicio a este estado; ahora bien, ya no estamos en esto.

Está dicho en relación con los mandamientos: “Si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos...?” (Colosenses 2:20-22). Para la fe, hemos muerto, no vivimos en el mundo. Entonces, todo lo que nos ayuda a pasar por la prueba, el sufrimiento y el dolor constituye una ganancia. Esos ejercicios nos hacen realizar en nuestras almas que hemos muerto. “En todas ellas está la vida de mi espíritu” (Isaías 38:16). El creyente está liberado de la agobiadora influencia del viejo hombre. Estos dolores y brechas en la vida son moralmente los detalles de la muerte. ¿Pero la muerte de quién? La del viejo hombre.

El morir es ganancia

Si la muerte nos alcanza, es porque concierne a lo mortal, al hombre natural. ¿Puede morir la nueva vida, la vida resucitada? No; ella pasó por la muerte en Cristo, y no puede morir. Está en Cristo. Así, cuando el cristiano muere, deja la muerte tras sí. Abandona lo que es mortal. Está ausente del cuerpo y presente al Señor. La vida antes estaba en relación con lo que es mortal; pero ahora ya no lo está más. Partimos para estar con Cristo (Filipenses 1:23). Seremos “revestidos” por el poder de Dios (2 Corintios 5:4). Bendito sea Dios, el viejo hombre no puede resucitar. Dios vivificará nuestros cuerpos mortales a causa de su Espíritu que habita en nosotros. La vida de Cristo será manifestada en un cuerpo glorioso. Seremos “hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29). Es el fruto de la vida divina; mientras tanto, la muerte será siempre una liberación para nosotros, porque tener una vida nueva es ser liberado del viejo hombre que impide y detiene nuestro camino. Corresponde a estar con Cristo. ¡Qué dulce y fortificante pensamiento! Cuando comprendamos la diferencia entre el viejo hombre y el nuevo hombre, la realidad de la nueva vida que hemos recibido en Cristo, entonces la muerte del viejo hombre será conocida y sentiremos que es una verdadera y real ganancia. Sin duda que el mejor momento es el elegido por Dios, porque sólo él sabe lo que necesitamos como disciplina y ejercicio a fin de formar nuestras almas para él; y tal vez nos conservará para que conozcamos el poder de esta vida en Cristo, de manera que la mortalidad sea absorbida por la vida sin que muramos.

Sin embargo, si la muerte es la cesación del viejo hombre, es sólo la cesación del pecado, de los impedimentos y del dolor. Habremos terminado con el viejo hombre, en quien éramos culpables delante de Dios, y esto con justicia, porque Cristo murió por nosotros. Ahora hemos terminado con él porque vivimos en el poder del nuevo hombre. Esto es la muerte para el creyente. “Partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor” (Filipenses 1:23).

¿Quién no quisiera morir por tal ganancia?

El poder de la vida nueva

La redención nos da el reposo y la paz en la presencia de Dios; así estamos llamados a andar con él. No es presunción sino fe. Sería presumido creer que podríamos ser salvos de otra manera.

El carácter de nuestra vida es una dependencia constante del poder divino. Si estamos “atribulados en todo, mas no angustiados” (2 Corintios 4:8), es porque el poder de Dios nos sostiene. Pero entonces debemos considerarnos como muerto a nuestra antigua condición, y viviendo de una vida nueva en Cristo. “Llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Corintios 4:10).

En el caso de Pablo, no fue permitido a la muerte de interrumpir el poder de la vida divina, y así podía continuar sin impedimento. Es un feliz estado y debemos conocerlo según nuestra medida. Cuando la vida está en actividad, se apoya sobre su objeto; porque el carácter de la vida es el de la simple dependencia y obediencia perfecta. La obediencia de Cristo difiere completamente de nuestros pensamientos, que muy a menudo implican una voluntad opuesta a Dios, y también suponen muchas cosas de las cuales debemos abstenernos, como también a muchos derechos a los cuales hay que renunciar. Pero para Cristo, el motivo era siempre la voluntad del Padre, el único motivo de todo lo que hacía y por el cual sufría. Así, el motivo de nuestra conducta, cuando somos nuevas criaturas, es la voluntad de Dios.

Es importante saber que las Escrituras jamás nos dicen de morir al pecado, porque nunca podríamos hacerlo; sino nos dicen que hemos muerto, muerto con Cristo. Allí se encuentra la libertad cristiana. Comenzamos por la muerte con Cristo (Romanos 6:8). No podríamos morir al pecado porque el pecado es el carácter de toda nuestra vida fuera de Cristo.

Desde ahora poseemos una vida nueva; vivimos en Cristo. Sin duda, hay que hacer morir la carne, pero es solamente en el poder de esta nueva vida que nos es posible hacerlo, y las sendas de Dios hacia nosotros nos ayudan a cumplirlo. Si miramos a nosotros mismos, no es la fe; la vida que poseemos es tan turbia que ni la podemos ver. Pero cuando contemplamos a Cristo, el Objeto de la fe, la vemos claramente: el amor, el gozo, la paciencia, y la obediencia. Participamos de esta vida, como Cristo dijo: “porque yo vivo, vosotros también viviréis” (Juan 14:19). “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Juan 5:11). Así adquirimos la confianza en él, y su perfección que brilla como la luz nos muestra todas nuestras inconsecuencias; más las vemos a la luz de la perfección de Cristo, mejor es.

En el poder de esta vida estamos prácticamente muertos, y vemos “nuestra habitación celestial” (2 Corintios 5:2). Esto nos hace gemir; pero ¿por qué gemir? Porque hemos visto y gustado la gloria del Señor Jesucristo, y que no estamos allí personalmente. El gemido no es causado por la decepción sino por un ferviente deseo, “deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial”. Hasta ahora no poseemos esta gloria, pero la deseamos; porque la fe se apoya en la base de nuestra participación a la liberación que fue cumplida por nosotros. Así, no hay cristiano, por más débil que sea, que no deba ser llevado a desear la gloria a la cual está predestinado. Es verdad para todo creyente que “el que nos hizo para esto mismo es Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu” (2 Corintios 5:5). Pero no pensemos que las arras del Espíritu son las arras del amor de Dios. Son las arras de la herencia, de la gloria, como está dicho: “Habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria” (Efesios 1:13-14).

El tribunal de Cristo

Lo que Dios hizo para salvarnos, lo hizo perfectamente. Nos amó perfectamente, y a causa de esto tenemos “confianza en el día del juicio” (1 Juan 4:17).

Cristo también, a cuya presencia vamos y delante de su tribunal del cual “hemos de ser manifestados”, se entregó por nosotros como dice el apóstol Pablo: “El cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). No sólo dio su vida, o su palabra, dio todo, su afecto, su corazón, todo lo que él era. Todo pensamiento y toda bendición que tenemos en él, es él que los dio. Porque, aunque seamos los objetos de la redención, aquel que la produjo tiene en ella su beneficio eterno: “Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53:11).

No hay ninguna duda ni temor de parte del apóstol Pablo, cuando dice: “Porque todos hemos de ser manifestados ante el tribunal de Cristo” (2 Corintios 5:10, V.M.). La fe realiza esta manifestación delante de Dios como algo presente, siendo esto muy útil para el alma. Da a la conciencia una actividad; es muy necesario en nuestra marcha de cada día con Dios y delante de los hombres. La conciencia de Pablo estaba siempre en actividad. Procuraba, día y noche, tener “una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hechos 24:16). Su conciencia estaba purificada, pero al mismo tiempo era activa y ejercitada; y era manifestada delante de Dios.

Es posible que no haya mal exteriormente, pero sin embargo existen en nuestros corazones cosas que conocemos y permitimos que no son Cristo en nosotros. No obstante, es necesario que seamos manifestados ante el tribunal de Cristo. Todo es gracia, pero su acción presente es ejercitar la conciencia. El efecto actual de la gracia es de esclarecer la conciencia. Teniendo la salvación en Cristo, vistos como estando en él y justos en él, teniendo como consecuencia la paz de la conciencia y el reposo del corazón, podemos juzgarnos a nosotros mismos en la luz que manifiesta todo. ¡Que el Señor nos guarde de cosas escondidas en nuestros pobres corazones!

Contemplar a Cristo resucitado

El poder de vida en Cristo nos hace aptos para triunfar sobre el pecado y la muerte y vivir no para nosotros mismos, sino para Aquel que nos amó, que murió por nosotros y que está sentado a la derecha de Dios. Ya estamos resucitados en él, y hemos de ser manifestados con él en gloria. Entonces, no debemos permitir nada que nos ocuparía en lugar de Cristo, ninguna importancia de sí mismo, ninguna mala disposición, ni siquiera las preocupaciones de la vida. Todo lo que entristecería al Espíritu Santo de Dios ensombrecería la vista, y no habría más poder. El Buen Pastor conforta nuestra alma (Salmo 23), así nuestros corazones no deberían contentarse con andar lejos del Señor, o en un estado que no soportaría ser manifestado por la luz.

Cuando estamos activos, fijamos nuestra atención en un objeto. Mientras estemos ocupados de un objeto fuera de nosotros, estamos liberados de nosotros mismos. Esto es aun cierto en cuanto a las cosas naturales.

Es un pensamiento infinitamente precioso para nosotros, una gran consolación, un gozo inefable, poder contemplar a Cristo y decir que Él es nuestra vida. La muerte no tiene poder sobre la vida de Cristo. El poder divino, actuando en vida, sorbe la muerte y nos da la liberación completa de las consecuencias del pecado. El mismo poder divino que resucitó a Cristo de entre los muertos actúa ahora en nosotros y nos resucitará por Jesús.