La encarnación del Hijo de Dios
Las expresiones “el cumplimiento del tiempo” (Gálatas 4:4), “los postreros tiempos” (1 Pedro 1:20), “en estos postreros días” (Hebreos 1:2) y “la consumación de los siglos” (Hebreos 9:26) se refieren todas a la misma época: la de la venida del Hijo de Dios a este mundo. No es aún la obra de la cruz en sí, sino el primer paso del Hijo de Dios sobre la tierra en vista de esa obra. Así, Dios interviene en la historia de este mundo enviando a los hombres perdidos a su Hijo amado, como hombre. ¡Maravillosa gracia! Desde antes de la fundación del mundo, el Hijo estaba “destinado” por el Padre como el “cordero sin mancha y sin contaminación” (1 Pedro 1:19-20). Estaba escrito de Él en el libro de los consejos de Dios. El móvil de sus actos era: “He aquí, vengo... El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado” (Salmo 40:7-8). El Redentor fue anunciado por primera vez cuando, por la seducción de Satanás, el primer hombre cayó en el pecado. Sería la simiente de la mujer la que heriría la cabeza de la serpiente (Génesis 3:15). Pero pasarían todavía milenios antes de que llegara “el cumplimiento del tiempo” en que el Redentor descendería a la tierra. ¿Por qué?
Dios quería que fuese evidente que no hay otro camino para ir a él que el camino de la gracia, de parte de Él, y el de la fe, de parte del hombre. Sólo cuando esto fue claramente establecido, Dios envió a su Hijo. Esto no significa que todos los hombres que murieron antes de la obra de la cruz están perdidos. Durante los tiempos del Antiguo Testamento, aquel que creía en Dios y se arrepentía, era perdonado. Era así porque Dios, en su presciencia, podía soportar “los pecados pasados” (Romanos 3:25). Los hombres de todos los tiempos pudieron experimentar ellos mismos, por la fe, estas palabras de David: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño” (Salmo 32:1-2).
La sucesión de las dispensaciones
Hasta “el cumplimiento del tiempo” fijado por Dios, se sucedieron distintas economías o dispensaciones[1] de la historia de la humanidad. No se trata de civilizaciones e imperios de la antigüedad mencionados en los libros de historia, sino de dispensaciones o economías reveladas en el Antiguo Testamento. Dios juzga a los hombres primeramente según su actitud hacia él y no según sus resultados en la tierra, y menos aún según sus proezas de las que se vanaglorian. Esta apreciación de Dios la encontramos en todo el Antiguo Testamento.
En el período aparentemente corto de la inocencia del hombre, el cual llegó a su fin en la caída, sucedió el tiempo de la responsabilidad en el cual fue manifestado “que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5).
Por eso, a excepción de la familia de Noé —“varón justo... perfecto en sus generaciones”— que “halló gracia” ante Dios (Génesis 6:8-9), toda carne fue destruida por el diluvio.
Sin embargo, apenas pasado ese juicio, los hombres resolvieron hacerse un nombre y edificar una torre cuya cúspide llegara hasta el cielo por miedo de que fuesen esparcidos en la tierra. ¿Querían convencerse a sí mismos de lo que eran capaces, establecer la unidad humana y llegar al cielo por sus propios esfuerzos? En realidad, precisamente la dispersión misma que deseaban evitar es lo que Dios hizo venir sobre ellos como castigo (Génesis 11:1-9).
En ese momento intervino la elección de Israel, el pueblo terrestre de Dios, cuyo origen ya apareció en el llamamiento de Abraham (Génesis 12). La historia de ese pueblo ocupa la mayor parte del Antiguo Testamento. Es la historia de un pueblo que, exteriormente, estaba puesto bajo el favor de Dios. Pero en lugar de refugiarse en la gracia de Aquel que los había liberado de Egipto, los israelitas pensaron poder cumplir Su voluntad —que les había dado a conocer por la ley en el Sinaí— por sus propios medios. En la epístola a los Romanos, Pablo nos enseña cuál fue el resultado de esta pretensión: tanto los judíos como los griegos, “todos están bajo pecado” (Romanos 3:9).
A lo largo del período de unos 1500 años que pasaron después del establecimiento de la ley en el Sinaí, fue manifestado claramente que el conocimiento de la voluntad de Dios no bastaba en sí mismo para preservar al hombre del pecado y, por consiguiente, de la perdición eterna.
Es cierto que el israelita que hubiera guardado plenamente la ley, sería justificado delante de Dios (Deuteronomio 6:25); pero esto era imposible. No porque la ley no pudiera guiar al hombre —ella que está expresamente declarada “santa”, y el mandamiento “santo, justo y bueno” (Romanos 7:12)— sino porque el hombre, en su naturaleza pecadora, es incapaz de cumplir la ley divina.
Sólo en el Nuevo Testamento tenemos la respuesta a la pregunta: “Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida a causa de las transgresiones” (Gálatas 3:19). Con otras palabras: “Pero la ley se introdujo para que el pecado abundase” (Romanos 5:20). Así, el tiempo de Israel bajo la ley sirvió, entre otras cosas, para manifestar la incapacidad del hombre para cumplir la voluntad de Dios por sus propios esfuerzos.
Otros desarrollos
Paralelamente al llamamiento y a la historia del pueblo terrestre de Dios, el Antiguo Testamento despliega el desarrollo de la idolatría de los pueblos paganos, sobre la cual el juicio de Dios está revelado en el Nuevo Testamento. Su eterno poder y deidad se disciernen en la creación. Pero aunque los hombres hubiesen podido conocer por ese medio a Dios, prefirieron cambiar “la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles” (Romanos 1:18-25). Tanto la idolatría como todas las religiones imaginadas por el hombre son, según la Palabra de Dios, extravíos inexcusables.
A continuación del primer anuncio hecho por Dios mismo en el huerto de Edén, la venida del Redentor fue predicha constantemente por medio de la profecía. Cuando Jacob bendijo a sus doce hijos, hizo mención de la venida del Príncipe de la tribu de Judá que dominará sobre los pueblos (Génesis 49:10). Isaías dijo: “Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces” (Isaías 11:1). Miqueas designó a Belén, la ciudad de David, como el lugar del nacimiento del Redentor anunciado (Miqueas 5:2). Daniel predijo el tiempo exacto de la aparición del Mesías (Daniel 9:25). Éstas son sólo algunas de las numerosas profecías del Antiguo Testamento concerniente a la venida de Cristo. Por consiguiente, también desde el punto de vista profético puede decirse que “vino el cumplimiento del tiempo” (Gálatas 4:4).
Aquel que tiene entre sus manos “las ordenanzas de los cielos” (Job 38:33) había preordenado todo para que, al momento dado, una estrella apareciera y anunciara el nacimiento del “rey de los judíos”. Unos magos del oriente la vieron y vinieron de lejos para adorar al rey recién nacido (Mateo 2).
También Dios tomó cuidado de que las circunstancias exteriores estuviesen preparadas para la propagación del Evangelio a todos los pueblos de la tierra. El Imperio Romano se extendía por la cuenca mediterránea y por una gran parte de Europa. Las célebres carreteras romanas ponían en comunicación el conjunto del Imperio. Sin embargo, el idioma hablado no era el latín sino el griego, idioma casi universal de la época, y en el cual el Nuevo Testamento fue escrito más adelante. De esta manera todo fue preparado para la venida del Hijo de Dios y la propagación universal del Evangelio.
La época fijada por el Padre
Después llegó “el tiempo señalado por el padre”, como está escrito en la epístola a los Gálatas 4:2. Esta época puso fin, para Israel, al tiempo de la servidumbre de la ley. Había llegado el momento en que fue demostrado que nadie podía guardar la ley y ser justificado por ella. Sin embargo, ese momento del nacimiento del Señor Jesús ya había sido fijado por los designios soberanos de Dios desde la eternidad pasada.
“Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo” (Gálatas 4:4). En la parábola de los labradores, el Señor Jesús evocó de esta manera su envío por el Padre: “Por último, teniendo aún un hijo suyo, amado, lo envió” (Marcos 12:6). Esta expresión muestra de manera sorprendente que la actividad de Dios por sus criaturas había llegado a su punto culminante. Cuando se agotaron todos los otros medios, llegó el momento para que el Hijo de Dios fuera enviado. El Hijo era el Don supremo; Dios el Padre no tenía nada más elevado, y entonces lo envió a este mundo de tinieblas.
La venida del Hijo de Dios es un acontecimiento único en la historia de la humanidad, tanto en cuanto al hecho en sí como en cuanto a sus resultados. El Hijo “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado”; “fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos” (Hebreos 9:26, 28).
Era el Hijo del amor del Padre de toda eternidad, “y era su delicia de día en día” (Proverbios 8:30). No vino a ser Hijo de Dios cuando nació como hombre en Belén, sino que lo era desde toda la eternidad. “Siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo” (Filipenses 2:6-7). Cristo vino hasta nosotros, haciéndose hombre (“nacido de mujer”) y judío (“nacido bajo la ley”; Gálatas 4:4). Era necesario que se volviera hombre para poder ser mediador entre Dios y los hombres, y judío para cumplir la ley y las promesas. Vino para manifestar a Dios en este mundo y para cumplir la obra de la redención, la única que puede reconciliar hombres perdidos con Dios. ¡Maravillosa sabiduría e insondable amor de Dios! “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Corintios 9:15).
[1] N. del E: Es muy útil para cualquier cristiano tener una comprensión clara del desarrollo de las revelaciones que hizo Dios a los hombres a lo largo de los edades. Igualmente se necesita el entendimiento del carácter de las relaciones que Él estableció con aquellos a los cuales se reveló. Así, hace falta conocer algo del significado de las dispensaciones. Una dispensación (del griego “oikonomía” = economía o administración, véase, p. ej., Efesios 1:10), no es sólo un período de tiempo particular de la Historia en que Dios trata con la humanidad de una manera distinta, sino que, además del período de tiempo, dispensación se refiere a la manera característica y distinta de tratar o administrar Dios sus asuntos con los hombres. Una dispensación es una economía, mayordomía o administración, un orden de cosas particular establecido por Dios en un período de tiempo particular. Para ejemplificar lo dicho, pensemos en Juan 1:17, donde pueden verse claramente las dos últimas dispensaciones: “Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo” (Juan 1:17). El nuevo orden de la gracia ha sido establecido por Dios en sus tratos con los hombres, y ya no hace falta, por ejemplo, presentar sacrificios de animales como era demandado bajo la economía de la ley.