David consultó a Dios

2 Samuel 5:17-25

Cada día de nuestra vida nos enfrentamos a decisiones que tenemos que tomar. De algunas de ellas resultarán importantes consecuencias para el resto de nuestra vida, por ejemplo casarse, elegir una profesión, buscar un trabajo, el lugar donde habitar. También hay muchas otras decisiones que nos parecen rutinarias y con pocas consecuencias. Pero, ya sea que se trate de grandes o de pequeñas decisiones, en cada situación deberíamos buscar la voluntad de nuestro Señor. Su promesa: “Te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos” (Salmo 32:8) es válida para cualquier circunstancia de nuestra vida.

La Biblia contiene muchos ejemplos de personas que pidieron a Dios consejo y dirección y fueron bendecidas en el camino que Dios les había trazado. En 2 Samuel 5, encontramos un ejemplo alentador e instructivo. David había sido hecho rey, tal como Dios lo había prometido. Jerusalén había sido arrebatada a los jebuseos y David se había instalado en ella. Apenas sucedió todo esto, los filisteos, sus acérrimos enemigos, aparecen en la escena. Los versículos 17 a 25 presentan dos acontecimientos distintos en que los filisteos se reúnen en el valle de Refaim para combatir contra él.

¿Cómo reaccionó David?

Sin duda alguna, si alguien tenía experiencia con los filisteos, ése era David. ¿No obtuvo su primera victoria peleando contra el gigante Goliat? ¿No había resultado victorioso en innumerables batallas contra los filisteos? ¿Era, pues, necesario preocuparse a causa de esos enemigos? Después de tantas victorias ¿qué cosa más fácil para David que sumar otra más?; y tanto más cuanto ahora era rey establecido y reconocido en Jerusalén y disponía de un ejército adiestrado en el combate. Humanamente hablando, David podría haber confiado por completo en su habilidad guerrera y en su experiencia. Pero no fue así. “Entonces consultó David a Jehová, diciendo: ¿Iré contra los filisteos? ¿Los entregarás en mi mano?” (v. 19).

De este modo, manifestó dos cosas: dependencia y humildad. Era dependiente, porque no quería combatir sin antes buscar a Dios; esperaba Sus directrices y las recibió. Era humilde, porque para él, de entrada estaba claro que si había de haber una victoria, no sería suya sino de Dios. No preguntó si ganaría la batalla, sino si Dios los entregaría en su mano.

La aplicación del relato a nosotros no resulta difícil. Frente a una dificultad, ¿confiamos en nuestras propias fuerzas, en nuestro conocimiento, en nuestra habilidad o experiencia? De joven, el peligro consiste especialmente en confiar en las propias fuerzas. De mayor, uno es tentado a apoyarse en su experiencia. Sigamos el ejemplo de David y encomendémonos a Dios. La humildad es una cualidad que Dios siempre reconoce.

Nada de rutina

Con la ayuda de Dios, se obtuvo la primera victoria. Pero pronto llegó una segunda prueba para David. Los filisteos se reunieron otra vez para la batalla y se extendieron de nuevo en el valle de Refaim (v. 22). La segunda situación se parecía mucho a la primera: los mismos atacantes y el mismo lugar de combate. ¿Por qué hacerse preguntas? ¿Por qué no ponerse en marcha y emplear la misma táctica que la primera vez? Lo que fue válido para el primer encuentro bien lo había de ser para el segundo. Pero David no razonó así. Consciente de su dependencia de Dios, lo consultó de nuevo. Y resultó que la respuesta fue distinta de la primera vez. Anteriormente, Dios había dicho: “Ve”; esta vez dijo: “No subas, sino rodéalos” (v. 19, 23).

En la vida cristiana tampoco hay decisiones rutinarias. Lo que es apropiado para hoy no lo es automáticamente para mañana. Incluso en situaciones que se parecen, deberíamos pedir siempre a Dios que nos dirija. Una vida dependiente nos mantiene siempre en vela. Quizá David se extrañó de recibir de Dios una respuesta tan diferente. También nosotros, en cada nueva circunstancia, podemos esperar con interés ver qué camino nos mostrará Dios.

Esperar y vigilar

El segundo suceso nos muestra un importante principio acerca de la manera de reconocer el camino de Dios. David recibió la orden de esperar hasta que oyera el “ruido como de marcha por las copas de las balsameras” (v. 24). Sólo entonces entraría en acción. Esta directiva pudo parecer extraña a un guerrero como David. Allí estaba con sus armas y, en lugar de ocuparse del enemigo y de la batalla, tenía que esperar, permanecer tranquilo y estar atento al ruido que se produjera entre las balsameras.

La enseñanza que hay aquí para nosotros consiste en que para reconocer la dirección de Dios debemos estar atentos y saber esperar. Y eso es precisamente lo que nos resulta difícil. En nuestros días, se aprende a tomar decisiones rápidas. Pero esperar es un ejercicio que debe igualmente aprenderse. Dios nos lo enseñará si se lo pedimos. Si no aprendemos a escuchar, nunca reconoceremos realmente la voluntad de Dios para nuestra vida.

La victoria divina: nuestra victoria

Todavía una observación. En el primer combate, la victoria de David fue la victoria de Dios. En el versículo 20, se dice expresamente que David venció a los filisteos. Pero no se apropió la victoria. En su humildad, dijo: “Quebrantó Jehová a mis enemigos delante de mí”. No se atribuyó nada sino que rindió todos los honores a Dios. Si caminamos en la senda de nuestro Dios, haremos lo mismo. Cada victoria que obtenemos es una victoria de nuestro Señor; es él quien lo hace todo.

En el segundo combate sucede, por decirlo así, lo contrario. Dios había precedido a David para combatir al ejército de los filisteos. Al parecer, David y sus soldados no intervinieron directamente en el combate. Sin embargo, no es seguramente sin motivo que el Espíritu Santo se expresa de manera diferente: “David... hirió a los filisteos” (v. 25). La victoria de Dios se convirtió en la victoria de David. Es la grandeza de nuestro Dios. Si estamos atentos a su dirección, en humildad y dependencia, y hacemos que nuestra victoria sea suya, entonces él hará que su victoria sea nuestra.