Es muy importante para el alma inquieta conocer las bases sobre las cuales descansan la salvación y el perdón que Dios da a los pecadores. ¿Cuál es el fundamento del perdón? ¿Cuál es su alcance? ¿Cuál es su carácter?
Es imposible que una conciencia divinamente ejercitada goce de verdadero reposo si no tiene aclaradas estas tres preguntas.
El fundamento
Una persona puede tener un conocimiento superficial de la bondad de Dios, de Su disposición a recibir a los pecadores y a perdonarlos; puede apenas conocer Su repugnancia para ejercer el juicio, o Su disposición para hacer misericordia. Pero es necesario estar convencido de que Dios es justo al justificar al pecador y que al mismo tiempo es juez y salvador. Es preciso que la persona comprenda cómo Dios fue glorificado en cuanto al pecado; que todos Sus atributos: la justicia, la gracia, la misericordia, fueron puestos en perfecta armonía. Entretanto la persona no lo entienda, permanecerá ajena a la paz de Dios, a esa paz que “sobrepasa todo entendimiento” (Filipenses 4:7).
La conciencia en la que la luz divina hizo penetrar la verdad, siente y comprende que el pecado no puede jamás ser tolerado en la presencia de Dios y que, allí donde se encuentra, tiene que ejecutarse inexorablemente el juicio de un Dios que aborrece el mal. Este conocimiento produce una intensa angustia. Estos puntos deben ser seriamente examinados:
- La justicia de Dios debe ser satisfecha.
- La conciencia del creyente debe ser purificada.
- Satanás, nuestro acusador, debe ser reducido al silencio.
¿Cómo puede realizarse todo esto? ¡Por la cruz de Jesús! La preciosa expiación de Cristo allana todas esas dificultades y establece un terreno sobre el cual el Dios justo y un pecador justificado pueden tener una comunión apacible y completa. Por medio de esta expiación:
- El pecado es condenado.
- La justicia es satisfecha y la ley magnificada.
- El pecador es salvo, el adversario confundido.
Qué gloriosa respuesta a la pregunta: ¿Cómo puede ser Dios justo justificando al pecador? Arregló la cuestión del pecado en la cruz sobre la cual “al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado” (2 Corintios 5:21). Jesús fue nuestro sustituto.
Su alcance
Muchas personas están preocupadas en cuanto al alcance del perdón. No comprenden su plenitud; no captan la entera liberación de sus pecados pasados, presentes y futuros. Están turbadas al pensar que sus pecados diarios cometidos después de su conversión subsisten. ¿Cómo podrían subsistir? En la muerte de Cristo, en su sacrificio, en la expiación, hay provisión de perdón para todos sus pecados. No obstante, es verdad que el creyente que comete un pecado debe confesarlo a su Padre; pero, ¿qué dice el apóstol al que lo confiesa? Dios “es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). ¿Por qué dice “fiel y justo” y no bueno y misericordioso? Porque la cuestión del pecado no existe más para el creyente; fue solucionada entre Dios y Cristo, nuestro sustituto, y ahora es nuestro abogado a la diestra de Dios.
Todos los pecados del creyente fueron expiados en la cruz. Si alguno no lo fuese, se perdería eternamente, pues es imposible que un alma pase la entrada del santuario con el más mínimo de los pecados.
Si nuestros pecados no fueron expiados por la muerte de Cristo, ninguna confesión, ni oraciones, ni ayuno, ni ningún otro medio podrán expiarlos. Pero, podría objetar un lector, ¿cómo podemos concebir que nuestros pecados futuros pudieron haber sido expiados y llevados por Cristo en la cruz? En cuanto a los pecados futuros, la dificultad surge de considerar la cruz desde nuestro punto de vista y no desde el punto de vista de Dios, de la tierra y no del cielo. La Palabra no habla jamás de los pecados futuros. El pasado, el presente y el futuro son conceptos humanos y terrenales. Para Dios, todo es presente. La fe del creyente, que mira a Cristo, puede decir en todo momento y en toda ocasión con certeza y decisión, sin reservas y sin titubeos: “Echaste tras tus espaldas todos mis pecados” (Isaías 38:17). Esta declaración corresponde a la de Dios: “Nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” (Hebreos 8:12; 10:17). “Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:6).
Alguien podría argumentar: «Entonces, no tengo que inquietarme más por los pecados que puedo cometer, porque ya fueron perdonados y la sangre de Cristo me purificó». El capítulo 6 de la epístola a los Romanos responde a esto y un verdadero creyente no razonará jamás de esta manera. A los ojos de Dios, el pecado nunca será cosa liviana; al contrario, lo tendrá siempre en horror. Si, por falta de vigilancia, el creyente peca —¿y a quién no le sucede?— su conciencia se verá turbada, su paz y su comunión con Dios serán interrumpidas, hasta que haya confesado su falta a su Padre. Entonces se le asegura un pleno perdón, porque la sangre de su Salvador responde por él delante de Dios. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).
El carácter del perdón
El carácter del perdón de Dios está revestido de Su propia esencia. Él es amor. Su Hijo vino a manifestar este amor y a desplegarlo hacia nosotros por medio de sus actos y palabras.
Las parábolas que el Señor nos dejó, expresan de manera muy preciosa los sentimientos del corazón de Dios al perdonar.
Su perdón es gratuito. Es lo que el Señor le dijo a Simón el fariseo. Todos nosotros somos deudores de Dios y no tenemos con qué pagar. Paga la deuda al uno y al otro. Leamos las parábolas del capítulo 15 de Lucas y veamos la manera en que Dios ejerce el perdón con amor.
Si a un hombre (Cristo) se le pierde una de sus ovejas, la busca hasta encontrarla; no se lamenta por las dificultades que le ocasionó; está gozoso de haberla encontrado. De la misma manera, la mujer que busca su dracma perdida no ahorra ningún esfuerzo.
¿Cómo describir la actitud del padre cuando su hijo pródigo ha regresado? Su corazón había pensado continuamente en él. “Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó” (Lucas 15:20). En el corazón del padre no hay ningún reproche, sino el gozo desbordante del perdón.
Tal es el gozo de Dios en su perdón. Su gracia y su amor para el hombre que se arrepiente son infinitos y más reales, extensos y profundos que lo que pudiera imaginar y desear el corazón humano.
Querido lector, vaya a Él. Está allí, cerca de usted. Le espera con los brazos abiertos, pidiéndole solamente que crea.