En estos versículos, el apóstol Juan se dirige a sus “hijitos”: primero a todos juntos, luego a las tres clases en las cuales los divide: los “padres”, los “jóvenes” y los “hijitos” (o “niñitos”).1 Trata de lo que es común a todos, luego de lo que es particular a cada una de esas tres clases.
“Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre” (v. 12). El apóstol no les escribe para que reciban el perdón, sino porque ya lo han recibido. Sus pecados pueden haber sido numerosos. Quizás tengan conciencia de que son pobres criaturas, débiles y falibles. Satanás procura hacerlos vacilar, acusarlos, condenarlos. Sin embargo, la palabra de Aquel que no puede mentir guarda sus almas en una paz sin nubes: “vuestros pecados os han sido perdonados”.
“Perdonados por su nombre”: el nombre de Aquel que sufrió en la cruz, cuya sangre fue vertida por la abolición del pecado y quien venció para siempre al adversario de nuestras almas.
¿Hemos recibido todos el testimonio que Dios da en cuanto a ese nombre maravilloso? ¿Hemos creído todos en el nombre de Jesús?
En el versículo 13, el apóstol se dirige brevemente a cada una de las tres clases de los que ha llamado sus “hijitos”. Luego, en los versículos 14 a 17, se dirige otra vez a los “padres” y a los “jóvenes”, más detenidamente a los segundos que a los primeros. Al fin, desde el versículo 18 al versículo 27, les habla muy extensamente a los “hijitos”.
1. Los padres
La experiencia de la vida cristiana
Los “padres” son los que han crecido en la verdad. Los “hijitos” (o “niñitos”) son los que pertenecen a la familia de Dios desde hace poco tiempo. Los “jóvenes” son una clase intermedia. Tienen la fuerza de un adulto, y ya no son niñitos fluctuantes, expuestos a ser “llevados por doquiera de todo viento de doctrina” (Efesios 4:14). Sin embargo, no han alcanzado aún el conocimiento experimental de la vanidad de todas las cosas fuera de Cristo. En cambio, los “padres” tienen experiencia y, como Salomón (véase Eclesiastés 1:2-3), han inscrito la palabra “vanidad” sobre todo lo que está debajo del sol. Han aprendido a conocer a Cristo como su solo e inalterable bien. “Os escribo a vosotros, padres, porque conocéis al que es desde el principio”.
Los padres, pues, son mencionados dos veces, en los versículos 13 y 14, pero el mensaje es el mismo. Es muy notable. No hay nada en ellos que provoque una advertencia particular, nada nuevo ni más profundo que presentarles, nada que no posean ya. Tienen a Cristo, el que “es desde el principio”, y eso es suficiente. Cristo es su todo. Lo conocen como la suma de sus bendiciones, su parte permanente y eterna.
Saben lo que es la carne y sus obras, el mundo y sus distracciones; y han juzgado a los dos como cosas sin valor y fundamentalmente malas. No es el hecho de una sencilla enseñanza, sino que lo han aprendido por experiencia. La prueba de lo que es la carne ha sido hecha en su vida. Saben que ella no soporta depender de Dios. Han aprendido que el juicio de Dios sobre ella en la cruz, en la muerte de Cristo, es el único remedio para esta situación.
Saben que lo mismo ocurre con el mundo, que es enemigo de Dios al igual que la carne y que también fue juzgado moralmente en la cruz. Para los padres, el mundo es solamente la escena en la cual la carne prospera, el elemento que le conviene a su naturaleza y a sus deseos. Lo conocen como un sistema malo, alejado de Dios y gobernado por la voluntad y el poder de Satanás. Para ellos, es una escena juzgada de forma práctica, en la cual no tienen parte ni tampoco herencia. Han sido librados de ella por la muerte y la resurrección de Cristo. En su vida y en su modo de existencia, no pertenecen a este mundo y no tienen ningún deseo de volverse hacia él.
Sin embargo, se trata de una experiencia adquirida en relación con la persona de Cristo: fuera de Él, estas cosas no pueden ser realmente aprendidas. Y ¿cuál es el resultado de esta experiencia? Un Cristo conocido como el único objeto digno de llenar el corazón. Si todo lo demás llegara a faltar, Cristo sigue siendo el mismo, el que es fiel y que no cambia, “el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8). Permanecerá inmutable durante toda la eternidad, dando al alma plena satisfacción, cuando la experiencia será cosa del pasado y cuando la carne y el mundo ya no existirán.
Conocéis al que es desde el principio
Este Señor muy amado es a quien los padres conocen. Quedó demostrado que él es el único en quien se pueden confiar siempre. En sus diversas experiencias y pruebas, lo han hallado fiel. Cada vez que la necesidad se hacía presente, Cristo fue su socorro. Era su gozo en la tristeza, su fuerza en la debilidad, su apoyo en la adversidad, su infalible recurso en todo tiempo. Le seguían y le servían; andaban con él, en comunión con él. Le conocían, no solamente de oídas, sino en una relación íntima y personal. De él gozaremos durante la eternidad, en la gloria, con absoluta plenitud. Sin embargo, podemos conocer algo parecido hoy en día, aunque estemos estorbados y limitados. Ahora vemos por un espejo, “mas entonces veremos cara a cara”. Ahora conocemos en parte; pero entonces conoceremos como fuimos conocidos (1 Corintios 13:12). Entonces no habrá ataduras, ni límites, nada para esconder o empañar la visión gloriosa que estará colocada frente a nosotros. Cristo será visto en su esplendor. ¡Qué felicidad!
Sin embargo, aun hoy en día, aunque no sea con el mismo resplandor ni en la misma plenitud, porque estamos en cuerpos débiles, Jesús se revela a nosotros a través de nuestras diversas experiencias. Llegamos a conocerle como podemos conocer a un amigo, no solamente como a aquel que nos salvó de la ira y del juicio divino, sino como a aquel que está siempre con nosotros, quien nos lleva en su corazón, nos sostiene, nos anima, nos bendice y dirige nuestros afectos hacia él. Nos damos cuenta de la plenitud de su gracia que viene al encuentro de todas nuestras necesidades. Descubrimos las bellezas variadas, las glorias y las perfecciones de su persona; y su amor inmutable y eterno llena nuestros corazones y satisface los afectos que él mismo ha despertado.
¡Señor de gloria, en quien el Padre halla infinitas delicias, permítenos conocerte siempre más y mejor!
2. Los jóvenes (1 Juan 2:13-17)
Después de haberse dirigido a los “padres”, el apóstol se vuelve hacia los “jóvenes”: “Os escribo a vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al maligno” (v. 13). En el segundo mensaje que les dirige (v. 14-17), el apóstol menciona el secreto de su fuerza —la Palabra de Dios— y les advierte en cuanto al mundo. Amar al mundo y amar al Padre son dos cosas incompatibles. “Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre”.
Habéis vencido al maligno
Esto es lo que caracteriza primeramente a los jóvenes, y el apóstol lo repite en el versículo 14. La energía de la vida divina está en ellos; y en los combates que sostuvieron contra el enemigo obtuvieron la victoria. No significa que la lucha haya terminado ni que todo peligro esté alejado, sino que han hecho la experiencia en el combate de una fuerza superior a la del enemigo. Si tienen un poderoso enemigo, conocen y poseen una fuerza mayor que la suya y pueden utilizarla para hacerle huir. Satanás, que domina sobre las tinieblas de este mundo y que es el gran enemigo del pueblo de Dios, no puede hacer frente a estos jóvenes. Esto es un hecho maravilloso que bien puede llenarnos de denuedo y de valor.
La Palabra de Dios permanece en vosotros
La vida divina guiada por la Palabra de Dios, ¡he aquí el secreto de la fuerza de los “jóvenes”! “Sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno”. En Efesios 6, donde se trata de nuestra lucha contra huestes espirituales de maldad, el apóstol Pablo dice: “fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza” (v. 10). ¡En esto hallamos la fuerza para el combate! En nosotros mismos no hallamos ninguna.
Cristo es la vida del creyente, y esta vida está dirigida por la Palabra de Dios. En presencia de esta realidad, Satanás no tiene ningún poder. Cuando Satanás encuentra a Cristo en el creyente, encuentra a aquel que ya lo venció y quien destruyó su poder. Por medio de su muerte, Cristo destruyó al que tenía el imperio de la muerte (Hebreos 2:14). Satanás desplegó toda su maldad contra Cristo en la cruz, pero Cristo resucitó de entre los muertos, en el poder de una vida a la cual Satanás no puede tocar. La resurrección proclama la victoria completa y eterna de Cristo. Satanás bien sabe que es un enemigo vencido y que a su debido tiempo será lanzado al lago de fuego. Por esta razón, si estamos revestidos del poder de Cristo y que encontramos a Satanás, no puede más que huir: “Resistid al diablo, y huirá de vosotros” (Santiago 4:7).
Cristo ganó la victoria personalmente contra Satanás, y lo hizo para nuestra liberación. Participó de carne y de sangre, “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15). El creyente, pues, está librado de la condición de esclavitud y del sentimiento de temor en los cuales había estado sumido por el pecado y por el poder de Satanás. De hecho, todo lo que Satanás podía utilizar para aterrorizar su conciencia ha sido barrido por la muerte de Cristo.
Sin embargo, esto no lo es todo. El creyente es hecho partícipe de la naturaleza divina. Posee la vida divina; y esta vida, Satanás no puede tocarla. “Aquel que fue engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca” (1 Juan 5:18). Si la Palabra de Dios permanece en nosotros y dirige la vida implantada por Dios, Cristo es el objeto que llena nuestros corazones y forma nuestros deseos. La Palabra modela nuestro corazón, lo llena de Cristo. Así, Pablo puede decir: “Para mí el vivir es Cristo” (Filipenses 1:21). Y si es así ¿qué puede hallar Satanás en nosotros, qué puede hacer? Está en presencia del que ya lo venció, y no puede más que huir.
¡Qué bendición, en efecto “permanecer en él” (1 Juan 2:28) y tener la Palabra de Dios permaneciendo en nosotros! (v. 14). Así es como siempre podremos vencer al maligno. El poder de Satanás fue vencido en la cruz, pero tiene muchas asechanzas y hemos de permanecer firmes contra éstas. “No ignoramos sus maquinaciones”, como les decía el apóstol Pablo a los corintios; por eso necesitamos vigilar “para que Satanás no gane ventaja alguna sobre nosotros” (2 Corintios 2:11).
La Palabra de Dios que permanece en nosotros, ¡he aquí nuestra seguridad! Ella es la que forma nuestro corazón según el modelo que tenemos en Cristo. Ella dirige los movimientos de la vida divina en nuestra alma. También se convierte en la espada del Espíritu para el soldado de Cristo, y lo hace ser capaz de rechazar los asaltos del maligno. La Palabra de Dios es la que tiene el poder de sobreedificar y darnos herencia con todos los santificados (Hechos 20:32).
No améis al mundo
Luego tenemos una advertencia respecto del mundo: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (v. 15). Es una palabra solemne. El amor al mundo y el amor del Padre se oponen en todo.
El mundo dio muerte al Hijo de Dios; es lo que reveló su estado de enemistad profunda contra Dios. Sin embargo, Dios resucitó a Cristo de entre los muertos y lo coronó de gloria y de honra a su diestra; luego vino el Espíritu Santo como testigo de su resurrección y de su exaltación. Sin embargo, el mundo sigue rechazándolo.
Cristo no es de este mundo. Y “todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo” (v. 16). Existe el mayor contraste entre lo que proviene “del Padre” y lo que proviene “del mundo”. Cristo proviene “del Padre” y el mundo lo ha odiado y echado fuera. No podemos cerrar los ojos ante el hecho de que nuestro Señor es rechazado por este mundo, aún hoy en día.
El mundo pronunció la sentencia en virtud de la cual Jesús fue entregado a la muerte y clavado en la cruz como un malhechor. ¿Intentaremos disculparnos diciendo que este hecho fue cometido por los judíos y Pilato? De hecho, el mundo nunca se arrepintió de este horrible pecado. Desde hace unos dos mil años, Dios ha suplicado a los hombres que se arrepientan, pero el mundo permanece en el mismo estado de enemistad. Por la gracia de Dios, individuos se arrepintieron y fueron reconciliados con Dios, sin embargo, el mundo sigue su carrera, dirigido por el “príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia” (Efesios 2:2). El mundo es culpable de la sangre de Jesús, y no obstante, va adelante, buscando cómo divertirse, como si nada hubiera pasado. Persecución de las riquezas, búsqueda de la gloria, mil clases de diversiones y de placeres, he aquí los medios que Satanás utiliza para seducir a sus víctimas.
Creyentes, ¿nos colocamos prácticamente fuera de tal escena? ¿Hemos hallado en Jesús a aquel que llena y satisface nuestro corazón, de tal manera que para nosotros el mundo haya perdido todo su atractivo? ¿Dónde están nuestros afectos? ¿Están con Cristo en la gloria o con el mundo que lo ha crucificado?
El amor al mundo es un verdadero peligro al cual están expuestos los jóvenes. Precisamente respecto a esto están advertidos aquí. En nosotros, en nuestra carne, está lo que responde al mundo. Y nada más que la Palabra de Dios permaneciendo en nosotros, y guardándonos en comunión con Cristo, puede preservarnos de sus seducciones. El apóstol Pablo debe decir de alguien que ha trabajado con él: “Demas me ha desamparado, amando este mundo” (2 Timoteo 4:10). ¡“El que piensa estar firme, mire que no caiga”! (1 Corintios 10:12). La presencia de un apóstol no era suficiente para guardar a Demas. Sólo en Cristo es donde se halla la fuerza. Si permanecemos en él y su Palabra permanece en nosotros, estaremos seguros.
El mundo pasa
Pedro nos habla, no solamente del juicio de los malos, sino también de la disolución de los cielos y de la tierra. El mundo antiguo pereció por el agua en los días de Noé, “pero los cielos y la tierra que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos... Pero el día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas” (2 Pedro 3:7, 10). Ahí tenemos la estimación divina del mundo. Está corrompido moralmente, por eso está condenado. Cualesquiera que sean sus atractivos y encantos, sus afirmaciones prometedoras acerca del bien, Satanás está detrás de todo, con sus encantamientos, para seducir a sus víctimas y hacer de ellas sus esclavos. “El mundo entero está bajo el maligno” (1 Juan 5:19).
¡Que el Señor nos guarde de escuchar la voz del seductor! Mantengámonos muy cerca de Cristo; Satanás no tendrá ningún poder sobre nosotros. Ésta es nuestra seguridad. Si nuestros corazones están llenos de Cristo y si la Palabra de Dios permanece en nosotros, formando nuestros corazones y gobernando nuestros sentimientos, Satanás se mantendrá lejos, con todas sus seducciones. Así era para Cristo. Satanás no halló nada en él más que la Palabra de Dios, la espada del Espíritu. Tres veces tuvo que sentir el filo de esta hoja, cuando el Señor le contestó: “Escrito está”. ¡Ay! Demasiadas veces halla en nosotros otra cosa: los deseos de la carne, los deseos de los ojos o la vanagloria de la vida. Entonces sucede que nos convertimos en víctimas de sus seducciones, y hemos de aprender, a través de amargas experiencias, lo que es el mundo y qué locura es concederle un lugar en nuestros corazones.
¡Que la Palabra de Dios, morando en nosotros, sea nuestra salvaguardia! Esta palabra por la cual hemos nacido de nuevo y por la cual hacemos la voluntad de Dios. Ahora bien, “el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:17).
- 1N. del E: En el original griego, la palabra “hijitos” utilizada en los versículos 12 y 28 es la misma y se dirige a todos los cristianos, mientras que en los versículos 13 y 18 la palabra “hijitos” corresponde a «niñitos» que es el primer grado de madurez espiritual cuando el recién convertido entra en la familia de Dios.