“Casi todo es purificado, según la ley, con sangre;
y sin derramamiento de sangre no se hace remisión.”
(Hebreos 9:22)
En la última parte de este pasaje, encontramos esta exclusiva y clara afirmación: que sin derramamiento de sangre no se hace remisión.
La espada encendida, puesta en la entrada del huerto de Edén después de la desobediencia del hombre, nos muestra a éste excluido de la presencia de Dios. Al haber sido echados del paraíso, estamos desterrados delante de Dios, y ello suscita la siguiente pregunta: ¿Tenemos acceso a Dios, lo cual es mucho más elevado que el paraíso?
No sólo nos encontramos como hijos de Adán fuera del paraíso, sino que estamos sumidos en el seno de nuestras transgresiones acumuladas. En este primer acto de pecado, vemos que la voluntad del hombre es desobedecer a Dios, y cada acto de pecado que ha seguido ha atesorado ira para el día de la ira (Romanos 2:5).
Cuando nuestra conciencia es despertada, nos enteramos de todos los frutos que nuestra vieja naturaleza es capaz de producir y nos damos cuenta de que todo llegó a su fin (pues una vez que la inocencia se ha perdido, lo ha sido para siempre) y de que no hay en nosotros ninguna posibilidad de acercarnos a Dios. Lo que fue el privilegio del hombre en el paraíso se ha perdido, y nosotros mismos descubrimos no solamente que somos malos, sino también que acumulamos cada día nuestras transgresiones.
¿Será, pues, posible estar en la presencia del Dios Santo? Ésta, en definitiva, es la única pregunta verdadera y válida. Permítame que le pregunte: ¿Hay algo que su conciencia reconozca que haya de ser remitido? El crimen, el robo, que son las consecuencias de la condición en la cual el hombre se encuentra por seguir la transgresión, son males reconocidos por todos. El hombre natural, por otro lado, se da cuenta del valor de una conducta moral que proporciona felicidad en la tierra, pero no puede discernir nada más allá de eso. Cuando miramos al interior del velo, las cosas son enteramente diferentes. El hecho de que no hagamos ningún mal a aquellos que nos rodean, puede producir un gozo temporal, pero la revelación de la gloria del Señor Jesucristo despierta el espíritu y le hace sentir la necesidad de inquirir con mayor precisión acerca de nuestra capacidad de mantenernos en presencia de tal santidad. Esta cuestión es rápidamente solucionada: nos damos cuenta de que es imposible. No se trata, en lo que respecta a nosotros, de estar dispuestos a cierta felicidad en el mundo tal como es, sino de ser de tal manera que podamos estar asociados a Cristo en su gloria cuando Él aparezca. El mundo ignora esto, no es lo que espera. ¿No dice más bien que es presunción pensar que alguien pueda ser asociado a Dios y estar en comunión con Él? El mundo es así testigo contra sí mismo de que no puede concebir tal cosa.
El testimonio de Dios es éste: “No hay justo, ni aun uno... no hay quien busque a Dios” (Romanos 3:10-11). Pero supóngase que hayamos recibido inteligencia para conocer a Aquel que es la verdad, la pregunta que siempre subsiste es: ¿Cómo podemos estar en presencia de la gloria? ¿Puede morar alguien en Su presencia en estado pecaminoso? ¿Podemos decir que estamos listos para participar en la gloria? No hay nada en el mundo que pueda soportar tal presencia. En vano se invoca la moral, la más elevada, o las cualidades más amables: nada de esto puede calificarnos para el cielo. Encontraremos los caracteres del mal en nuestro alrededor, en nosotros mismos, en los que nos rodean; “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23).
Se necesita no sólo una renovación, sino también una purificación completa de la conciencia. La Palabra dice que “sin derramamiento de sangre no se hace remisión”. Todos los otros medios son tan sólo esfuerzos del hombre, que tienden a despreciar la justicia de Dios, a sustituir algunas cosas de los caminos de Dios para la salvación. Es una actitud presuntuosa y subversiva del gran testimonio de Dios, el que afirma: “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión”. Los pecados acumulados de nuestra vieja naturaleza deben ser borrados. El Espíritu de Dios no hace otra cosa que conducirnos a conocer el horror del pecado y la necesidad del derramamiento de sangre.
Una vez que el alma ve lo que es el pecado a los ojos de Dios, no puede tener paz hasta que el Espíritu —quien nos muestra la necesidad ineludible de la santidad en nosotros que nos revela la santidad de Dios— nos enseña que sólo la intervención eficaz del mismo Dios, por el derramamiento de la sangre de Jesús, puede borrar lo que Dios condena. El derramamiento de sangre, es decir, la muerte de Aquel que dio su vida, introduce el poder actual de la muerte. ¿Por qué? Porque está la muerte y, por consecuencia, es necesario que la vida sea “dada”, la sangre derramada para borrar el pecado.
Aquí encontramos a Cristo introducido, y al creyente enteramente ligado en Él, en quien no sólo tenemos el perdón, sino también una nueva naturaleza capaz de regocijarse en Dios. Ésta es la consecuencia de la obra de Cristo, quien derramó su sangre, ofreció su vida en rescate y satisfizo perfectamente las santas exigencias de Dios. Sin todo esto, no habría ningún medio para escapar de las consecuencias del pecado. La sangre fue derramada, pero manifiestamente por un acto de su propia voluntad. En ese mismo momento, su costado fue traspasado a fin de que la obra fuera completa.
Esto se presenta a nuestra fe como algo indispensable, que no podría ser efectuado de ninguna otra manera. Cristo no tuvo ningún asociado ni compañero, sino una vez por todas y para siempre la obra fue cumplida y Dios la reveló en salvación para nuestra alma. Fue un consejo firme entre Dios y su Hijo: la obra cumplida es la base de la remisión de los pecados para quienquiera que crea.
No podemos tener paz en lo que sea si entramos en ella por algo. La paz descansa sobre lo que Cristo cumplió, él solo. La parte del hombre en esta obra consistió sólo en extender una mano culpable que crucificó al Señor Jesús, y nada más. Pregunto ahora: ¿Se puede obtener la paz por cualquier obra que hagamos? No, la paz es adquirida a través de la fe, sólo por la sangre que fue vertida, por su muerte que borró nuestros pecados.
Si nos vemos moralmente muertos en nuestras faltas y pecados y sin esperanza de escapar a la condenación, veremos, en lo que concierne la purificación de la conciencia, que no hay nada más que la sangre. Pero ¿cómo es ello posible? La obra de Dios se ha provisto de un Cordero cuya sangre vertida purifica la conciencia de aquellos que son aceptados en su santa presencia.
¿Diríamos que el paraíso está perdido, que la desobediencia y el pecado están acá y que debemos abrirnos un paso con viva fuerza hasta llegar a Dios?
¿Qué esperanza pueden tener aquellos que no están lavados en la sangre, y que toman posición sobre un terreno peor que aquel en el que se encontraba el hombre cuando fue privado del paraíso? Acumulan así sobre sí mismos el pecado y “atesoran para sí mismos ira para el día de la ira” (Romanos 2:5), menospreciando la sangre que purifica de todo pecado, estimándola como algo profano. Aquel que piensa afrontar la santidad de Dios dejando a Jesús de lado, yendo a Dios en sus propios pecados, y menospreciando la sangre, desdeña el testimonio de Dios y menosprecia a Jesús.