Las dos naturalezas del creyente: la nueva y la vieja

Muchos creyentes encuentran dificultades en su vida cotidiana porque no tienen una idea clara de las enseñanzas bíblicas acerca de los caracteres y maniobras de esas dos naturalezas que coexisten en ellos. Les asalta toda clase de sentimientos contradictorios. No obstante, Santiago pregunta: “¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura agua dulce y amarga?” (3:11). Pero esos creyentes parecen acomodarse a semejante mezcla, pues sus pensamientos, sus palabras y sus actos muestran una confusión total entre lo verdadero y lo falso.

El punto de partida de la liberación consiste en captar por la fe que hay dos naturalezas en nosotros: la nueva y la vieja. La primera es fuente de todo deseo conforme a la voluntad de Dios, mientras que de la segunda sólo procede el mal.

En su conversación con Nicodemo, el Señor Jesús insiste en la necesidad del nuevo nacimiento. Es necesario “nacer de nuevo”, “nacer de agua y del Espíritu”. Y añade: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (Juan 3:6). Meditemos con seriedad en esas solemnes palabras.

En primer lugar, hacen resaltar la existencia de dos naturalezas, que se caracterizan por sus respectivos orígenes. “Carne” es el nombre de la primera, pues procede de la carne; el nombre de la segunda es “espíritu”, pues procede del Espíritu Santo de Dios.

Por lo tanto, es correcto llamar “carne” a la vieja naturaleza que heredamos de Adán, cabeza de la raza humana, desde que nacemos; “espíritu”1 es la nueva naturaleza que poseemos desde nuestro nuevo nacimiento, al ser nacidos del Espíritu.

Conviene, pues, distinguir entre “espíritu” que se refiere a la nueva naturaleza, y “el Espíritu” que es el Espíritu Santo de Dios. El primero es el fruto del poder milagroso del segundo. El Espíritu Santo jamás mora en una persona antes de que obre en ella el nuevo nacimiento y cree en ella una nueva naturaleza que es “espíritu”. No confundamos, pues, la nueva naturaleza con el Espíritu Santo que la crea.

Cuando se produjo nuestro nuevo nacimiento, esa nueva naturaleza —que es espíritu—, fue implantada en nosotros por el Espíritu Santo. La primera consecuencia de este hecho fue que se creó un inevitable antagonismo entre la nueva naturaleza y la vieja. Ambas tienden a dominar en nosotros, pero en sentidos opuestos. Este doloroso conflicto entre el bien y el mal subsistirá hasta que aprendamos de qué modo somos librados del poder de la carne en nosotros.

Romanos 7 describe esta penosa experiencia. Leámoslo atentamente, en especial la porción comprendida entre el versículo 14 y el final del capítulo, y sigamos nuestra lectura hasta el versículo 4 del capítulo 8. ¿No hallamos aquí un conjunto de declaraciones que se refieren a nuestras propias experiencias?

Quien habla en este capítulo 7 expresa una certidumbre de la mayor importancia: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (v. 18). La carne es, pues, completa e irremediablemente mala y, si Dios nos deja forcejear en el pantano de nuestras amargas experiencias, es para que aprendamos esa lección. “La carne para nada aprovecha” dijo el Señor (Juan 6:63), verdad confirmada por Romanos 8:8: “Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios”. De la carne sólo puede venir algo malo: es algo automático que desespera al creyente que todavía no ha aprendido esa lección y no conoce los recursos que hay a su disposición para andar conforme al Espíritu.

Uno puede dejar la carne abandonada y renunciar a educarla. En ese caso se la considera grosera, salvaje, hasta el canibalismo. Pero también puede ser civilizada y muy cultivada. Entonces se halla refrenada, educada, cristianizada, pero sigue siendo carne; pues “lo que es nacido de la carne, carne es”, independientemente de todas las presiones a las que se intente someterla. En ella —cualquiera que sea el grado de refinamiento aparente— no mora el bien.

¿Qué hay que hacer, pues, con tal naturaleza, sede y exutorio del pecado? Responderemos a esa pregunta con la ayuda de otra: ¿Qué hizo Dios con la carne? ¿Qué remedio propone?

Romanos 8:3 declara al respecto: “Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne”.

Desde el principio, la ley condenaba a la carne y a sus obras, pero no daba fuerza alguna para librarnos de su poder. Sin embargo, lo que era imposible para la ley, Dios lo hizo posible. En la cruz de Cristo, juzgó a la carne, “condenó al pecado en la carne”. La juzgó desde su raíz y en su esencia.

Romanos 8:4 muestra los resultados prácticos de esa condenación, porque el creyente no anda ya “conforme a la carne, sino conforme al Espíritu”. Hemos recibido el Espíritu Santo como poder del nuevo hombre. Si andamos conforme al Espíritu, cumplimos las justas exigencias de la ley, aunque ya no estemos sometidos a ella como regla de conducta.

Dios condenó de este modo a la carne —la vieja naturaleza— en la cruz de Cristo. ¿Cuál será, pues, nuestra conducta con respecto a dicha naturaleza? Podemos aceptar con agradecimiento lo que Dios hizo y tratarla como habiendo sido ya condenada. El apóstol Pablo llama nuestra atención al respecto cuando dice: “Nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne” (Filipenses 3:3).

Al leer ese versículo que comienza con las palabras: “nosotros somos”, tal vez nos sintamos tentados a decir: «¿Somos verdaderamente?» ¿Soy yo tan realmente consciente del verdadero carácter de la carne —en ella no mora ningún bien y Dios la condenó en la cruz— que de verdad no confío en ella, siquiera en su aspecto más atractivo? Sin duda, ese es el punto crucial, el mayor obstáculo. No se llega a este punto sin pena. Uno pasa por sucesivas experiencias dolorosas, humillantes derrotas, pues la carne no se deja domeñar sino que, una y otra vez, rompe los lazos, fruto de esfuerzos piadosos, con los que se pretende dominarla. Pero cuando uno ha comprendido el verdadero carácterde la carne y el juicio de Dios sobre ella, entonces la meta es alcanzada y el combate ha terminado en lo que toca a comprender la verdadera posición cristiana.

En cuanto dejamos de tener confianza en la carne y comprendemos que fue condenada definitivamente por Dios en Cristo, su poder queda anulado. Entonces desviamos la mirada de nosotros mismos y de nuestros propios esfuerzos para ponerla en nuestro Libertador, el Señor Jesús, que tomó posesión de nuestro ser por su Espíritu. Éste es el poder de nuestra vida y de nuestro andar cristiano. No sólo anula la acción de la vieja naturaleza (léase Gálatas 5:16) sino que fortalece, desarrolla y dirige la nueva (Romanos 8:2, 4-5, 10).

No olvidemos que la nueva naturaleza no tiene poder alguno en sí misma. Romanos 7 lo confirma. Es cierto que aspira a todo lo que es bueno y hermoso, en una palabra, a todo lo que es conforme a la voluntad de Dios. Pero el poder necesario para cumplirlo no radica sino en someterse a Cristo y al Espíritu. Este andar por el Espíritu se halla condicionado a una adhesión sincera y profundamente sentida al juicio que Dios pronunció contra la vieja naturaleza en la cruz de Cristo.

Examinemos ahora algunas de las preguntas más frecuentes acerca del tema que nos ocupa.

1ª pregunta

Algunas personas, desde que nacen, parecen llenas de buenos sentimientos y religiosas. ¿Necesitan ellas también recibir la nueva naturaleza?

¡Por supuesto! El hombre a quien el Señor Jesús dijo: “Os es necesario nacer de nuevo” era, precisamente, de esa clase. En él todo hablaba en su favor desde el punto de vista moral, social y religioso. No obstante, el Señor le interpela con vigor, no sólo mediante una enseñanza abstracta (Juan 3:3), sino presentándole la verdad de una manera concreta y personal: “Os es necesario nacer de nuevo” (v. 7).

Esto aclara por completo la cuestión. Incluso la carne con sentimientos amables y religiosos no es más que carne y no puede subsistir ante Dios.

2ª pregunta

Según una opinión muy extendida, en toda persona hay algo bueno. Basta desarrollar esa parcela de bien por medio de la oración y el dominio propio. ¿Es esto conforme a la Palabra?

La prueba positiva se halla en este pasaje: “Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal” (Génesis 6:5).

El apóstol Pablo expresa la misma verdad con otras palabras: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Romanos 7:18), ni una pizca.

Para quienes creen la Palabra de Dios esas declaraciones son convincentes. No hay nada que añadir.

3ª pregunta

¿Somos librados de la vieja naturaleza como consecuencia del nuevo nacimiento o, por el contrario, debemos admitir que el creyente posee en sí tanto la vieja naturaleza como la nueva?

Puesto que ya hemos tratado este tema anteriormente, nos limitaremos a repetir que la vieja naturaleza no es extirpada por la nueva. Si fuera de otro modo, la Palabra de Dios no diría: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8).

Esa vieja naturaleza tampoco es transformada en nueva naturaleza. La nueva naturaleza no es una especie de piedra filosofal que, como en la leyenda, transformaba en oro todos los objetos que tocaba. Juan 3:6 lo demuestra: “Lo que es nacido de la carne, carne es”, y carne permanece.

Ambas naturalezas cohabitan en el creyente, como el árbol silvestre que ha sido injertado: el jardinero ya no lo considera silvestre, sino que se refiere a él según el fruto producido por las ramas injertadas.

Así sucede con el creyente: posee las dos naturalezas, pero Dios no reconoce sino la nueva, y nosotros que hemos recibido el Espíritu Santo, no vivimos “según la carne, sino según el Espíritu” (Romanos 8:9).

4ª pregunta

Puesto que la vieja naturaleza mora en nosotros, sin duda, debemos luchar contra ella. ¿Cómo debemos tratarla?

Por cierto que no debemos ser indiferentes ante su presencia en nosotros, ni dejarnos influenciar por su actividad. Pero ninguna resolución ni esfuerzo humano pueden ser de utilidad alguna.

Nuestra sabiduría se manifiesta sometiéndose a los pensamientos de Dios. Comencemos por reconocer que ahora nos ve en la nueva naturaleza y que tenemos derecho de renegar de la vieja. “De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí” (Romanos 7:17). La nueva naturaleza constituye mi verdadera personalidad ante Dios, no la vieja.

Por lo tanto, nuestra conducta será muy simple: imitemos al jardinero que observa con un ojo atento el árbol que acaba de ser injertado. Si del tronco silvestre crece algún brote, enseguida lo corta. Igualmente, apliquemos de un modo permanente la cruz de Cristo, como un cuchillo cortante, a nuestra vieja naturaleza y a sus inclinaciones culpables.

“Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros” (Colosenses 3:5). Las palabras en negrita corresponden exactamente a los brotes que salen del tronco viejo. La segunda parte del versículo 5, así como los versículos 8 y 9 enumeran los pecados de que se trata. ¡Hagámoslos morir a todos, uno tras otro!

Se necesita energía espiritual, valor, fe, una firme decisión del corazón, cualidades que no poseemos en nosotros mismos. Debemos simplemente mirar al Señor Jesús y entregarnos sin reserva a la acción del Espíritu Santo: ésa es la única fuente de poder de que disponemos. “Mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:13).

5ª pregunta

¿Podemos recibir el poder del Espíritu mediante una decisión y, de este modo, ser victoriosos sobre el pecado, o basta con que nos entreguemos a Dios?

Dejemos que nos conteste la Escritura.

Presentaos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia” (Romanos 6:13).

“Así ahora para santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia” (6:19).

“Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna” (6:22).

Querer adquirir la fuerza necesaria mediante un acto de nuestra propia voluntad, no sería más que un nuevo y vano intento de reconocer, pese a todo, algún mérito en la carne, en lugar de considerarla como condenada sin remedio y dar gloria a Dios.

6ª pregunta

¿Puede desarrollarse la nueva naturaleza en el creyente de manera tan perfecta que le haga indiferente a los deseos de la vieja naturaleza?

2 Corintios 12 nos muestra claramente que esto no sucede. El apóstol Pablo obtuvo un favor que no ha sido concedido a ningún otro creyente: “Fue arrebatado hasta el tercer cielo”, a la presencia de Dios. Después de haber oído allí “palabras inefables que no le es dado al hombre expresar”, debía proseguir su vida cotidiana aquí abajo. A partir de ese momento, Dios le dio un aguijón en la carne —una enfermedad particular— para que no se enalteciera debido a lo extraordinario de las revelaciones que le habían sido hechas (v. 2-3, 7-9).

Ciertamente el cristianismo de Pablo era extraordinario. No obstante, después de ser arrebatado temporalmente hasta el tercer cielo, no se hallaba al abrigo del orgullo, fruto de la vieja naturaleza.

¿Lo estaríamos nosotros más que él?

7ª pregunta

¿Cómo distinguir entre las sugerencias de la vieja naturaleza y las de la nueva?

Se necesita la ayuda de la Palabra y un corazón recto, ejercitado ante Dios, en la comunión con el Señor.

“La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos”. Sólo ella puede discernir los pensamientos y las intenciones del corazón (Hebreos 4:12). El acceso al trono de la gracia siempre se halla abierto para nosotros: allí encontramos la gracia para el oportuno socorro (v. 16). El sumo sacerdote de Dios es quien confiere su carácter a ese trono: es el trono de la gracia.

La Palabra de Dios y la oración, pues, nos son imprescindibles para discernir la fuente de nuestros pensamientos y de nuestros deseos.

Recordemos también que, así como la aguja de la brújula siempre se halla orientada hacia el norte, la nueva naturaleza siempre se vuelve hacia Dios, mientras que la vieja naturaleza se ocupa sin cesar de sí misma. La pregunta es, pues, si el motivo secreto que me mueve a obrar de un modo determinado es la gloria de Cristo o la mía.

  • 1Claro está, un «espíritu nuevo». Cada hombre, regenerado o no, es espíritu y cuerpo (Job 12:10; Eclesiastés 12:7; 1 Corintios 2:11; Santiago 2:26). Pero el creyente “está en Cristo, nueva criatura es” (2 Corintios 5:17): su espíritu ya está renovado (Efesios 4:23), su cuerpo lo estará a la venida de Cristo.