Los cristianos hebreos, a quienes se dirige esta epístola, estaban en peligro de caer de su firmeza práctica, de desanimarse. Es lo que encontramos en los versículos 32 a 39 del capítulo 10. Por eso, el Espíritu Santo recuerda todo lo que habían hecho antes, su devoción por los demás y lo que habían soportado: padecimientos, persecuciones, despojo de sus bienes, cosas por las cuales tal vez ninguno de nosotros tuvo que pasar. Esos cristianos habían pasado por un período notable de fidelidad en medio de las dificultades, pero estaban a punto de retroceder y tal vez de pensar: ¡con qué fin seguir en este camino donde hay tantas pruebas, dificultades, renunciamientos, sufrimientos! Entonces el autor de la epístola les trae a consideración —y a nosotros también— el gran principio que anima la vida cristiana en todo tiempo, ese principio que no tiene nada de abstracto porque es un poder real y eficaz: la fe.
El término fe, en la Palabra, tiene varios sentidos. El primer sentido es creer lo que Dios dice. En este sentido está dicho, por ejemplo: “Sois salvos por medio de la fe”; “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Efesios 2:8; Romanos 10:17). Pero la fe tiene también otro sentido, el que encontramos aquí, semejante a la confianza. La fe es necesaria para el pobre pecador a fin de que entre en relación con Dios; sin fe es imposible conocer a Dios. Pero no hay que pensar que, cuando se es hijo de Dios, ya no se necesita más la fe. La necesitamos continuamente, en el sentido de la confianza en Dios, para realizar el apoyo que está en él y para encontrarlo sólo en él. A causa del olvido de ese vivo y poderoso gran principio, nuestro andar cristiano se deja superar tan a menudo por las dificultades, en vez de ser enérgico, paciente, inteligente y de pasar por encima de los obstáculos.
Así, el trabajo de Dios no se termina en la conversión de un alma. Dios empieza con ella un trabajo de otra naturaleza para incitarla a que confíe en él de una manera cada vez mayor. Nos da ejemplos: el primero, es evidentemente el de Cristo, el hombre de fe por excelencia. Desde su nacimiento, el Señor Jesús es un modelo en su confianza: “Tú eres... el que me hizo estar confiado desde que estaba a los pechos de mi madre” (Salmo 22:9). Nada pudo quebrantar su confianza en su Padre: “En ti he confiado” (Salmo 16:1). En este mundo, el Señor no tenía ningún otro apoyo que su Padre.
Hebreos 11 constituye una página gloriosa que ilustra ese gran principio de la fe, de la confianza en Dios. Primero nos recuerda que, para tener el conocimiento del Dios creador, no hay otro medio que la fe. “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios” (v. 3). La fe nos da esta inteligencia, este conocimiento. Lo que es la creación escapa a todos los hombres; ¿no fue sacada de la nada? Esto es lo que hizo el Dios creador, y lo podemos comprender sólo por la fe.
Luego, con Abel nos encontramos sobre el terreno de la redención. Este mundo vino a ser un mundo de desorden y, si la creación del mundo es un enigma imposible de descifrar para el hombre, hay otra cosa aún más difícil de explicar, a saber, la presencia del mal en este mundo. ¡Qué misterio! ¡No se ha terminado de pensar en esto! Además, si bien el mal en sí no llama la atención de los hombres, es imposible no ver las consecuencias de éste. Y es una misericordia. El hijo pródigo moría de hambre en el país lejano; nunca habría vuelto a casa de su padre si se hubiese encontrado bien.
Este enigma del mal está allí, delante del hombre que tiene aspiraciones para el bien. “Por la fe entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios”. Por la fe sabemos también cuál es el origen del mal en este mundo y cómo uno puede ser librado. Abel no estaba en el jardín de Edén, pero comprendió el funesto hecho de que el mal había entrado en el mundo, de manera que él —hecho más inteligente por la fe que su padre, que su madre y que su hermano mayor—, se presentó ante Dios con un sacrificio. En vez de hacer como tantos de nuestros sabios pretenciosos que nos dicen: «¿Cuál es el Dios que creó esto?» o «no hay Dios», Abel reconoció a Dios y proclamó por su acción que Dios no era el autor del mal que veía en este mundo. Por la fe hacemos como Abel: Venimos a Dios presentando la excelencia del sacrificio de Jesús, y proclamamos así que Dios no es el autor del mal, que somos todos nosotros los culpables y que el pecado merece la muerte. Esto es lo que hacen los creyentes hoy en día, y así reciben el testimonio de ser justos.
Después de las verdades de la creación y de la redención percibidas por la fe, tenemos el andar por la fe, ilustrado por Enoc. Con muy pocas palabras, la Escritura nos da por su medio la más completa imagen de la vida y del andar del creyente. Por la fe Enoc caminó con Dios; en Génesis 5:22 leemos: “Y caminó Enoc con Dios... trescientos años”. Enoc ilustra el carácter celestial. No vemos que tuviera contacto con el mundo que lo rodeaba; “caminó… con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios” (v. 24). Las circunstancias ordinarias de la vida no marcaron la suya. Enoc caminó, agradó a Dios, fue traspuesto. Es absolutamente el resumen de la carrera cristiana: caminar con Dios, recibir el testimonio de haber agradado a Dios. Fue llevado, y su traslado fue un testimonio que Enoc recibió (y no que dio) por haber caminado con Dios durante trescientos años. ¿Cuánto tiempo caminamos con Dios en un día, en una semana? Por la fe Enoc caminó. Esta vida que no parece presentar nada de especial es tal vez la vida más llena que nos sea dada como modelo.
Así, por la fe sabemos quien es el autor de toda la creación y el que ejerce dominio sobre ella. Por la fe sabemos también cómo resolver el tan terrible porqué del mal que destruyó esta creación. En fin, por la fe sabemos cuál es el destino de aquellos que recibieron la fe. En efecto, Enoc era un creyente cuya vida declaró que el mundo en el cual residía no respondía al pensamiento de Dios. Su fe proclama que existe otro mundo y que, mientras lo esperamos, lo más importante es caminar con Dios. Que Él nos conceda la gracia de hacerlo, sin ruido. Caminar con Dios quiere decir vivir en comunión con Él, de acuerdo con Él.
Luego, encontramos en el ejemplo de Abraham otras características de la fe. La vida de Abraham estuvo más llena de sucesos que la de Enoc, pero mucho menos que la de Jacob. Abraham rompió vínculos; Dios lo llamó: “salió sin saber a dónde iba” (Hebreos 11:8). Es el principio de la confianza. Cuando alguien es llamado por Dios, hay una ruptura con el pasado. Todos los lazos que nos ligaban a nuestra existencia pasada son cortados. No son necesariamente los lazos familiares, sino todos los vínculos que nos ligaban a aquello para lo cual vivíamos. Tenemos otro horizonte delante de nosotros.
Taré, padre de Abraham, lo siguió; su sobrino Lot también. No está escrito que Dios haya llamado a Taré, ni a Lot (Génesis 11:31; 12:1); Lot era un creyente; en cuanto a Taré, seguramente que no (compárese con Josué 24:2). Abraham no rompió de una vez sus lazos. Su padre lo siguió y empezaron la primera etapa que terminó en Harán. Allí se detuvieron hasta que Taré murió (Génesis 11:32). Esto fue un dolor para Abraham. Hubiese podido decir, como Jacob en otra parte: “¡Cuán terrible es este lugar!” (28:17). Pero no, Abraham volvió a seguir su camino, después de haber enterrado a su padre en Harán. Esta parada no está mencionada en nuestro pasaje de Hebreos; las infidelidades no se encuentran señaladas aquí. “Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció... sin saber a dónde iba” (Hebreos 11:8). Sabemos lo que sucedió a Lot; naufragó en el país de la promesa porque marchó con la fe de Abraham cierto tiempo, y así no pudo estar firme. Cuando el mundo se ofreció a Lot bajo las agradables formas de la llanura en flor y regada, su corazón no dudó: escogió y partió para Sodoma (Génesis 13:11). Y sin embargo era un justo (2 Pedro 2:7).
No podemos dar la espalda a las tentaciones del mundo simplemente por medio de costumbres o por la educación cristiana, incluso si somos realmente cristianos. La educación cristiana no es una fuerza capaz de resistir el poder de atracción de las cosas de este mundo; este poder es terrible. Sólo la fe puede tenerlo en jaque. No basta tomar buenas resoluciones. No somos vencedores por voluntad de renunciamiento ni por nuestras propias decisiones voluntarias, sino por la fe que nos hace experimentar la presencia de Dios en las circunstancias de nuestro camino.
La fe de Abraham tuvo algunas flaquezas. El patriarca, que había dejado todo atrás sin tener más que su fe, se debilitó cuando el hambre lo rodeó. ¿Qué sucedió en ese momento? Probablemente no veló; fue a Egipto. No obstante era más fácil contar con Dios en el país de la promesa, quien lo había ayudado a venir hasta allí, que romper los lazos con el país y con su parentela como lo hizo al principio cuando Dios lo llamó. Su comportamiento no se explica: la carne nunca es sabia, sino insensata, y nos lleva siempre a situaciones difíciles. Pero Abraham fue restaurado y le fue dada ocasión de llevar fruto para Dios de una manera tal vez única en toda la Escritura, y delante de la cual cada uno puede detenerse: ofreció su hijo (Génesis 22). La ocasión le fue dada de mostrar que él amaba a Dios más que a su hijo amado sobre el cual descansaban todas las promesas.
Tenemos muchos otros ejemplos que presentan la energía de la fe que sobrepasa las dificultades. En este mundo, no podemos vencer sin la fe. Satanás es muy fuerte; tiene todos los derechos sobre la carne. Ahora bien, si no andamos por la fe, andamos por la carne, por la vista. Luego, en este capítulo 11 se consignan otros hechos memorables: ¡las persecuciones! Tal vez no sabemos lo que es. El poder de la fe se manifestó cuando los creyentes eran sometidos al hierro y al fuego, a la hoguera, a las bestias salvajes. Hoy en día ¿es el mundo mejor para Dios y para nosotros que el mundo de entonces? ¡De ninguna manera! ¡Que Dios nos guarde en los días fáciles, cuando no hay amenazas de violencia! ¡Que Dios nos conceda la gracia de recordar que se necesita la fe, no sólo para resistir las amenazas del mundo y sus persecuciones, sino que para resistir las tentaciones!
En muchas vidas cristianas, y en muchas épocas cristianas, la fe brilló cuando, a lo largo de su carrera, un creyente veló para no dejarse seducir por las tentaciones del mundo. Durante una semana, de un domingo al otro, tenemos la oportunidad de mostrar la fuerza de nuestra fe. No tenemos la ocasión de mostrar si nuestra fe resiste en la hoguera, sino de mostrar si ella resiste a las innumerables atracciones —en detalle— mediante las cuales Satanás quiere entrar en nuestra alma, mediante cosas en apariencia inocentes: por ejemplo la lectura a la que nos entregamos haciendo entrar en nuestra alma lo que hace salir a Cristo. Así perdemos su fuerza. No se trata de establecer una regla; no hay reglas particulares en la vida cristiana, ésta no se rige por un código ni por los diez estatutos de la ley; los mandamientos no dan ninguna fuerza. La fuerza es la fe que la da, es decir la presencia de Dios en el corazón, Dios con nosotros en nuestro corazón. Estando Dios con nosotros, las circunstancias se tornan más débiles que nosotros, y las atravesamos sin que nos produzcan daño alguno. Pero, para eso hay que velar ¡y muy intensamente!
Los hombres de Dios que nos precedieron fueron fuertes porque velaban por la entrada de sus corazones. Todas esas personas de fe que se nos presentan en Hebreos 11 eran personas apartadas: Abraham fue apartado, Enoc también. Pero Lot fue un mundano: el mundo lo cautivó. Si queremos el poder de la fe, velemos para no dejar entrar lo que el mundo puede traer a nuestro corazón.
No pensemos que la fe brilla más cuando triunfa sobre la amenaza de la muerte, de la persecución, de las bocas de leones, del hierro o del fuego, que entonces brilla más fuerte que cuando sabe abrirse un camino de separación y de dependencia de Dios en medio de las flores sembradas por el mundo en nuestro camino. Cuando cada uno haya terminado su carrera, el Señor sabrá, y sin equivocarse, poner una corona sobre la frente de aquellos a quien le habrá dado el triunfo por la fe. Es posible que aquellos que habrán combatido por la fe con paciencia durante un medio siglo, como Enoc que veló día tras día trescientos años en una monotonía aparente, es posible que testigos fieles así silenciosos, reciban en el día de la recompensa una corona tan brillante como la que recibirán de las manos del justo Juez aquellos que lo habrán confesado bajo el ardor del fuego.
La época en que vivimos puede ser una época tan gloriosa para la fe como aquellos tiempos en que se les concedió a los creyentes, no sólo el privilegio de amar al Señor y de servirle, sino también de sufrir y de morir por Él. El renunciamiento, la dependencia del Señor, no es otra cosa que llevar a la práctica la muerte en detalle, para que la vida de Cristo se desarrolle en los suyos. ¡Que el Señor nos ayude! La vida cristiana no es una teoría, es una realidad. El secreto de su fuerza es la fe, es decir la presencia de Dios en nuestro corazón día tras día. ¡Que todos nosotros podamos realizar mejor cada día esta presencia!