Cuando pensamos en lo que éramos y en lo que Dios hizo de nosotros, podemos decir con la Escritura: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Corintios 2:9).
Estábamos perdidos, moralmente muertos y, por consiguiente, éramos incapaces de ir hasta Dios. A causa de nuestro estado de impureza, nos hubiese sido imposible estar ante la presencia de Aquel que es “muy limpio... de ojos para ver el mal” (Habacuc 1:13). Si bien Dios —queriendo tener un pueblo propio y deseando habitar en medio de él—, ordenó los diversos sacrificios que debían ser ofrecidos para que pudiesen acercarse a Él, esos sacrificios no podían “hacer perfectos a los que se acercaban” (Hebreos 10:1). Entonces, en el tiempo propicio, Cristo se presentó. Él fue el verdadero sacrificio por el pecado, el verdadero holocausto. En virtud de su obra expiatoria, Dios fue plenamente satisfecho y, al creer en él, somos hechos “perfectos para siempre” (Hebreos 10:14). ¡Qué perfección en esta “sola ofrenda” —en la Víctima y en la obra cumplida— y qué perfección en los que gozan plenamente de los beneficios del sacrificio expiatorio de Cristo!
¡“Hechos perfectos”! En la posición en la cual la obra de Cristo nos puso no se halla ninguna impureza, ninguna traza de lo que caracteriza al hombre en la carne, ninguna imperfección. El enemigo puede desplegar todos sus esfuerzos, intentar hacernos tropezar en el camino, y desgraciadamente a veces lo logra, pero es impotente frente a la posición perfecta en la cual nos colocó la obra de la cruz: nos “hizo perfectos para siempre”.
Sin embargo, Dios quiso hacer aún más. Desde la eternidad, deseaba introducirnos en el mismo lugar donde Él está, donde todo resplandece de su luz y habla de su amor. Podemos dar “gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Colosenses 1:12-13). Dios es luz y amor (1 Juan 1:5; 4:8), y él quería traer a su misma presencia a hombres salvados y hechos perfectos, “perfectos para siempre”. Sin duda que no habrían podido ser introducidos delante de Él sin ser hechos perfectos primero; pero, una vez hecho, ¡Dios no los deja estar lejos! Nos dio su vida (Juan 20:31; 1 Juan 5:11-13) y nos comunicó su propia naturaleza, de manera que somos hechos “aptos”, ahora por la fe, “para participar de la herencia de los santos en luz” y “trasladados al reino de su amado Hijo”.
¿Habría que agregar algo? Nos parece que no. Sin embargo, Efesios 1:6 nos dice: “Nos hizo aceptos en el Amado”. Dios no sólo quiso crear al hombre, sino que quiso además tener sus delicias con él (véase Proverbios 8:31). ¿Cómo pudo ser ello posible después de la desobediencia de Adán y de la entrada del pecado en el mundo? Al hombre de su consejo solamente, al hombre perfecto, y sólo a él, Dios pudo decir: “En ti tengo complacencia” (Lucas 3:22). Fue necesaria la obra de Cristo para que Dios pueda gozar de nuevo de entera satisfacción en el hombre, y de una manera infinitamente más excelente que al principio. Porque en Jesús el hombre tiene más valor para Dios que lo que tenía en Edén en su estado de inocencia. Ahora, el creyente está unido a Cristo, asociado a Él y visto por Dios en Él. ¡Es amado por Dios con el mismo amor con que el Hijo mismo es amado!
Es una progresión notable: Hemos sido purificados de todo pecado y nos “hizo perfectos para siempre”. Una vez que Dios nos sacó de nuestra antigua condición, nos introdujo en el lugar donde Él habita y, para esto, “nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos en luz”. Más aún, somos vistos en toda la excelencia de Aquel que es el Hijo amado del Padre, y, en Él, Dios “nos hizo aceptos”.
Pero para hacernos perfectos, aptos, aceptos, “su amado Hijo” descendió aquí abajo en un cuerpo semejante al nuestro aparte del pecado: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14). Aquel a quien un día todas las cosas le serán sujetas, “fue hecho un poco menor que los ángeles... a causa del padecimiento de la muerte” (Hebreos 2:9). Cristo Jesús “siendo en forma de Dios... se despojó a sí mismo... se humilló a sí mismo” (Filipenses 2:6-8) y, mientras estaba “colgado en un madero”, fue “hecho por nosotros maldición” (Gálatas 3:13). Durante esas tres horas de tinieblas, Dios lo trató como el mismo pecado: “Al que no conoció pecado, por nosotros (Dios) lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21).
El Verbo fue hecho carne, Jesús fue hecho un poco menor que los ángeles, fue hecho maldición por nosotros, fue hecho pecado, para que nosotros fuésemos hechos perfectos, aptos, aceptos. Si podemos ocupar tal posición y gozar de esta relación tan tierna sólo por la gracia, ¡no olvidemos el precio que pagó nuestro amado Salvador! ¡Que esto produzca en nuestros corazones una intensa e incesante adoración!