Dios preparó esta ciudad permanente para nosotros. Antaño, nuestro padre Abraham la esperaba; el apóstol Pablo habló de ella, y Juan la vio descendiendo sobre la tierra y describió su gloria a las siete iglesias.
Esta ciudad se distingue de todas las que hemos visto y de ella jamás hemos oído hablar. Todas las demás son terrenales; la misma Jerusalén —tal como ha sido o como será— es tan sólo una débil imagen de la maravillosa ciudad. Todas las ciudades terrenales están edificadas por los hombres; muchas de ellas llevan el nombre de sus fundadores; pero está escrito que la ciudad de la cual hablamos: “cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10), y por esta razón se llama “la ciudad del Dios vivo” (12:22).
Algunas ciudades terrenales tienen murallas hechas de tierra o de piedra, pero Juan, describiendo su visión, dice: “El material de su muro era de jaspe... y los cimientos del muro de la cuidad estaban adornados con toda piedra preciosa” (Apocalipsis 21:18-20). A menudo, las ciudades tienen puertas de madera o de hierro, pero en ésta, “las doce puertas eran doce perlas; cada una de las puertas era una perla... y en las puertas, doce ángeles” (v. 21, 12). Las grandes ciudades tienen bellas calles que deben ser limpiadas cada día, pero “la calle de la ciudad era de oro puro, transparente como vidrio” (v. 21).
Para iluminarse, todas las ciudades de la tierra necesitan el sol de día y la luna de noche, y también muchos alumbrados, y las puertas de varias de ellas se cierran en ciertos momentos; pero esta ciudad “no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera... Sus puertas nunca serán cerradas de día, pues allí no habrá noche” (v. 23-25).
Las grandes ciudades del mundo, como Londres o París, son famosas por el número de sus habitantes, quienes son súbditos de diferentes gobiernos humanos, hablan diferentes idiomas, todos tienen cuerpos terrestres y la mayoría de ellos son gente inconversa y hombres impíos. Sin embargo, la ciudad de la cual Dios nos habla en su Palabra supera con mucho a las famosas capitales de la tierra. No se puede contar a sus habitantes, y todos son santos, “reyes y sacerdotes”, con coronas de oro y ropas blancas, con cuerpos transformados semejantes al cuerpo de la gloria del Señor Jesucristo (Filipenses 3:21); y todos hablan una misma lengua —la celestial— y “no entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero (Apocalipsis 21:27).
Algunas grandes ciudades son atravesadas por un río y tienen magníficas avenidas bordeadas de árboles; en la ciudad celestial hay “un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que sale del trono de Dios y del Cordero. En medio de la calle de la ciudad, y a uno y otro lado del río, está el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su fruto” (22:1-2).
En cada ciudad de esta tierra, vemos los resultados del pecado: la muerte, la pena, los gritos, el dolor y las lágrimas. Pero, en esta ciudad no se halla ninguna de estas miserias, porque no es de la tierra sino que desciende del cielo, de la presencia de Dios, preparada por Dios, y la bendición, la vida y el gozo, serán la porción de todos sus habitantes, y allí toda lágrima será enjugada de sus ojos (21:4).
En la tierra, por otra parte, no hay “ciudad permanente” (Hebreos 13:14) y los tesoros duran poco, porque “el mundo pasa, y sus deseos” (1 Juan 2:17), y ellos serán quemados por el fuego (2 Pedro 3:7). Sin embargo, la ciudad celestial permanece, y los que entran habitarán en ella para siempre.
Gloriosa y maravillosa es la descripción que hace la Palabra de esta ciudad y que podemos ver de lejos con el telescopio de la fe, pero, sin duda alguna, pronto la veremos realmente con nuestros propios ojos: “El tiempo está cerca” (Apocalipsis 1:3).
Ya es hora de despertarnos del sueño: “Porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos. La noche está avanzada, y se acerca el día” (Romanos 13:11-12). Entonces, la fe será cambiada en vista y estaremos siempre con el Señor.
Busquemos, pues, más seriamente “las cosas de arriba”, a fin de que nuestro corazón no se aparte tras los placeres efímeros de esta tierra; pues, por más triste o dura que pueda ser nuestra parte en este mundo, el camino se acabará y nos introducirá en la santa ciudad. Abraham, Isaac y Jacob, todos confesaron “que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra”; asimismo otros creyentes, antes y después de ellos, anhelaron la patria celestial, regocijándose por la fe al pensar en esta ciudad que Dios ha preparado (Hebreos 11:13, 16). “No tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir” (13:14). A menudo, olvidamos esto, pero Dios es tan bueno y fiel que nos recuerda que “no es éste el lugar de reposo” (Miqueas 2:10).
Pronto llegaremos a esta ciudad celestial donde no necesitaremos de “la armadura” (Efesios 6:11). En lugar de la lucha y de la pena tendremos el reposo, la paz y el gozo del corazón. El viaje habrá terminado; las cosas viejas serán pasadas.
“He aquí, yo hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21:5). No seremos más extranjeros, sino que estaremos en la casa, donde no hay más muerte, sino vida por siempre jamás. No existirá ninguna separación más entre los que están unidos para siempre. En vez de lágrimas, habrá alabanza, y, sobre todo, el gozo de estar con el Señor por toda la eternidad, en la casa del Padre, para alabarle y adorarle. Que Dios nos permita guardar firmemente estas preciosas promesas por la fe, la paciencia y la oración.
Traducido del árabe por G. Raphael