Verdaderos adoradores

Juan 4:19-24

El lugar donde hay que adorar

“Le dijo la mujer:... Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís
que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar.
Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene
cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre.”

(Juan 4:19-21)
 

En el tiempo actual, no existe más un lugar determinado, ni un sitio geográfico, para la adoración. En Jerusalén se encontraba la casa de Dios. Pero en Mateo 23:38, la vemos perder su carácter. El Señor la describe a los judíos diciendo: “He aquí vuestra casa os es dejada desierta”.

“Este monte” es el de Gerizim, sobre el cual un templo, que fue destruido aproximadamente un siglo antes de Jesucristo, quedó como lugar sagrado para los samaritanos.

 

¿Dónde está la habitación de Dios en el tiempo de la gracia? Encontramos la respuesta en Efesios 2:19-22: “Sois... conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien... vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu”. Se refiere a la Iglesia, una “casa espiritual” constituida de “piedras vivas” (1 Pedro 2:5).

 

El objeto de la adoración

 

El Señor dijo: “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre” y “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:23-24). Menciona la adoración del Padre y la de Dios.

 

Mientras adoramos, podemos olvidarnos de nosotros mismos y de nuestras bendiciones, para ocuparnos de lo que Dios es en sí mismo, tal como se reveló en Cristo. “A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). Jesús dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9).

 

Dios se dio a conocer como el Dios creador, el Dios todopoderoso, el Dios santo, y también como el Dios de gracia y de bondad, pero, para poder ser plenamente revelado, tuvo que ser manifestado en carne. Era menester que el Hijo revelase al Padre, y nos introdujera, después de su resurrección, en la relación en la cual él mismo se encuentra con su Dios y Padre (Juan 20:17).

 

Los caracteres de la adoración

 

“Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad”. “Y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:23-24).

 

Cada uno de estos dos caracteres —“en espíritu” y “en verdad”— tiene un lado relativo a Dios y otro al adorador.

 

En espíritu

 

Adorar en espíritu, es adorar según la real naturaleza de Dios. “Dios es Espíritu”, y la adoración que le damos debe corresponder a su naturaleza, es decir ser espiritual. Esto implica poner de lado las formas, las ceremonias y toda religiosidad de la cual la carne es capaz.

 

Además, esta adoración puede ser producida sólo en el poder del Espíritu Santo, persona divina que mora en el creyente y en la Iglesia. Él es el poder actuando en nosotros para producir la adoración. En efecto, nada de la carne puede complacer a Dios, en cualquier servicio, y particularmente en la adoración.

 

En verdad

 

Adorar en verdad, es adorar a Dios por lo que él es en realidad, según la revelación que nos dio de sí mismo. Dios no es más un Dios oculto, como lo fue en el tiempo de Israel, sino que ahora se ha revelado en la plena luz de lo que es. También el Padre se ha revelado en su gracia. ¡Qué privilegio para nosotros, que conocemos a Jesús, saber a quién Él nos reveló!

 

En lo que concierne a nosotros, adorar “en verdad” no es hacerlo con fórmulas incluso correctas, sino expresarnos con lo que tenemos realmente en nuestro corazón. Es decir lo que el Espíritu Santo pone en nosotros, lo que produce nuestra alegría y gozo; es hablar de Aquel que llena nuestro interior. Dios desea verdaderos sentimientos que brotan de corazones que viven en la luz divina. ¡Esto debería alejarnos de vanas repeticiones y de liturgias preparadas de antemano!

 

En la iglesia, aquel que alaba es sólo la boca del conjunto. Está expresando el verdadero sentimiento de los corazones de los que están presentes. Esto implica una verdadera dependencia del Espíritu Santo; él sólo puede conducir todos los corazones en un mismo impulso y un mismo pensamiento. El resultado de la armonía es divino, para la gloria de Dios.

 

La novedad de la adoración en espíritu y en verdad

 

Los samaritanos no adoraban en espíritu ni en verdad. Los judíos adoraban a Dios en verdad —aunque la revelación haya sido incompleta—, pero no lo hacían en espíritu. Su adoración implicaba un culto hecho con sacrificios materiales, según los ritos dados por Dios.

 

No obstante, el Señor afirma que “la salvación viene de los judíos” (4:22). Lo que precedió a la venida de Cristo anunciaba las realidades que vendrían más tarde. En particular, los cuatro sacrificios levíticos nos hablan de Él, de una forma simbólica y bajo diferentes aspectos:

 

  • El holocausto (literalmente: quemado entero, Levítico 1) nos habla de su “sacrificio a Dios en olor fragante” (véase Efesios 5:2).
  • La oblación (Levítico 2) evoca su vida de sufrimiento y de abnegación.
  • El sacrificio de paz (Levítico 3) es una figura de Cristo como fuente de nuestras bendiciones y fundamento de nuestro culto.
  • El sacrificio por el pecado (Levítico 4) anuncia a Cristo como víctima por nuestros pecados.

 

Estas figuras del Antiguo Testamento nos ayudan a discernir los diferentes aspectos de la obra de Cristo y la gloria de su persona. No ofrecemos más a Dios sacrificios materiales, sino que le presentamos a Aquel que es el perfecto cumplimiento de lo que figuraban.

 

Podemos entonces adorar a Dios según la verdadera revelación que Él hizo de sí mismo en Cristo (“en verdad”), y según su misma naturaleza (“en espíritu”).

 

¿Quiénes son los adoradores?

 

“La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre” (Juan 4:23).

 

La relación entre Dios y el adorador es desde ahora una relación entre padre e hijo. Los verdaderos adoradores son aquellos que pueden llamar a Dios su Padre. Son hijos de Dios. “A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Juan 1:12). “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Romanos 8:14-15).

 

 

 

Los cultos humanos representados por una mezcla de creyentes e incrédulos constituyen una sinrazón.

 

 

 

En otro tiempo, en Israel, la relación entre el adorador y Dios implicaba la responsabilidad del hombre: “Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa” (Éxodo 19:5-6). En el cristianismo, la relación entre el adorador y Dios se basa únicamente en la gracia de Dios. Por cierto que sólo en la medida que esta relación, profunda e íntima, se viva individualmente, en real comunión con nuestro Padre, esta adoración podrá llenar nuestros corazones y expresarse en un culto colectivo.

 

 

 

¡Ojalá que podamos responder al deseo de nuestro Padre, quien hizo todo para que seamos, ya en la tierra, estos verdaderos adoradores que Él busca, esperando el día en el cual lo seremos en perfección en su casa!