Moisés en la corte de Faraón podía parecer un excelente instrumento de liberación a los ojos de los hombres, porque “era poderoso en sus palabras y obras”, y “fue enseñado… en toda la sabiduría de los egipcios” (Hechos 7:22). Pero el instrumento suscitado para la liberación de Israel debía despojarse de sí mismo. Moisés quiere actuar; se identifica con el israelita maltratado y mata al egipcio (Éxodo 2:11-12). Fue una manifestación de poder según sus propios pensamientos, lo que lleva al fracaso. Moisés huye; toda su esperanza e influencia en la corte de Faraón se desvanecen; la condición de Israel se agrava aún más. Moisés pasa cuarenta años en el desierto, y cuida las ovejas.
Cuando la aflicción del pueblo llega a su colmo, y Moisés está completamente olvidado, Dios interviene. Vio la aflicción de su pueblo; ¿a quién les envía? A Moisés. Éste, humillado, dice a Dios: “Soy tardo en el habla y torpe de lengua” (Éxodo 4:10). Tenía coraje cuando se apoyaba en sí mismo, pero no lo tiene en lo más mínimo cuando Dios lo envía. ¡Qué dolor para Dios cuando se trata de reducir a nada esa miserable confianza en nuestra fuerza natural!
Primero, Dios quita toda esperanza a Israel; luego dice: “He descendido para librarlos” (Hechos 7:34). Hacemos la misma experiencia individualmente, y nos cuesta creer que cuando somos débiles, entonces somos fuertes (2 Corintios 12:10). La confianza en nosotros mismos es la nefasta tendencia de nuestros corazones. Brota a cada instante como mala hierba. Dios no puede bendecirnos mientras tengamos confianza en nosotros mismos, o en otro hombre. ¿Cómo podría bendecir el orgullo del corazón? Es necesario que seamos despojados de nosotros mismos. Cuando Moisés fue poderoso en sus palabras y obras, tuvo que ser puesto fuera de Egipto. Pedro, que se confiaba en su amor por el Señor y en sus buenas intenciones, negó a Jesús. Todo lo que acerca nuestras almas a Dios, es una bendición. El conocimiento no necesariamente es una bendición, si Dios no toma en el corazón el lugar de toda confianza carnal. Un conocimiento que sólo agrega a las adquisiciones del hombre no puede sino alejarnos cada vez más de Dios. Pero cuando este conocimiento pertenece al dominio de la fe y pone a Dios en lugar de nosotros mismos, es algo excelente.
El hombre más insignificante desea ser algo; no tenemos noción del fondo de orgullo que hay en él. El mundo puede olvidarse de él, pero él no se olvida; de sí mismo, hasta que Dios viene a reemplazar su «yo» en su corazón; y tal es el verdadero progreso cristiano. Nuestra felicidad crece en proporción al lugar que le damos a Dios; pero a menudo se necesitan muchas pruebas para que aprendamos esto que es tan difícil: «olvidarnos de nosotros mismos».
Hace falta mucho tiempo para despojar a un hombre de sus pretensiones. Si nuestra propia familia se opone a nosotros, nos critica, hace resaltar nuestra falta de fidelidad (de la cual ella es un excelente juez), esto es bueno, pues así aprendemos lo que hay dentro de nosotros mismos. Y cuando, de esta manera, hemos experimentado la locura de nuestra confianza en nosotros mismos, somos hechos capaces, como Pedro, de confirmar a nuestros hermanos (Lucas 22:32).
No nos desanimemos cuando Dios nos despoje y parece abandonarnos; la verdadera bendición para nosotros es que Dios sea todo y que nosotros no seamos nada. Dios es fiel para destruir nuestro orgullo. Recibamos con agradecimiento lo que hace para humillarnos, porque lo hace según su poder, para bendecirnos.