Las seis preguntas de un juez inicuo
La Biblia narra con detalle los acontecimientos concernientes al Señor Jesús, la noche en que fue entregado. Estas horas conmovedoras, de alcance infinito, están caracterizadas por el encuentro entre el bien y el mal, las tinieblas y la luz. Por un lado, vemos los actos soberanos de Dios, en el cumplimiento de sus designios en cuanto a la salvación; por el otro, la plena manifestación del mal en la naturaleza humana. Todo esto converge en la crucifixión del Señor Jesús, donde el pecado del hombre alcanzó su punto culminante, pero también donde está puesto el fundamento para quitar el pecado del mundo (Juan 1:29).
El Señor Jesús acababa de atravesar una noche de intensos sufrimientos. Había sido traicionado por uno de sus discípulos y negado por otro. Después de haberle interrogado en varias ocasiones, los principales sacerdotes y el concilio (o sanedrín) declararon: “¡Es reo de muerte!” (Mateo 26:66), y lo trataron con ignominia.
El día amanecía. Para llevar a cabo su propósito de matar a Jesús, los judíos le habían llevado a Pilato. Durante los interrogatorios que habían precedido, el Señor no había abierto la boca sino para testimoniar de la verdad en cuanto a Su persona. Había guardado silencio sin responder a las falsas acusaciones dirigidas contra Él. Este silencio, mencionado siete veces en los evangelios, nos recuerda las palabras del Salmo 38:13-14: “Soy como mudo que no abre la boca. Soy, pues, como un hombre que no oye, y en cuya boca no hay reprensiones”.
Del evangelio de Lucas resulta que el Señor compareció dos veces ante Pilato. Entre estos dos interrogatorios se sitúa la comparecencia del Señor ante Herodes (Lucas 23:6-12), luego la escena en la cual Pilato le hace azotar, las burlas de parte del pueblo y la corona de espinas que los soldados ponen sobre su cabeza. Juan hace mención de cuatro preguntas formuladas al Señor durante el primer interrogatorio, luego de otras dos en el transcurso del segundo.
Examinemos brevemente el desarrollo de estos acontecimientos tal como Juan nos lo relata.
“¿Eres tú el Rey de los judíos?” (Juan 18:33)
Los judíos ya habían decidido la muerte del Señor. ¿Por qué lo llevan a Pilato? Existen dos respuestas a esta pregunta: en primer lugar, la ejecución de la pena de muerte estaba prohibida a los judíos, aún bajo el poder de los romanos. En segundo lugar —y ésa es la razón principal— era necesario que el consejo de Dios se cumpliera. “Porque verdaderamente se unieron en esta ciudad contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste, Herodes y Poncio Pilato, con los gentiles y el pueblo de Israel, para hacer cuanto tu mano y tu consejo habían antes determinado que sucediera” (Hechos 4:27-28). El mismo Señor había dado a entender “de qué muerte iba a morir”; había declarado que debía ser “levantado de la tierra” (Juan 12:32-33). Era necesario que pasara por la “muerte de cruz”. En todos estos acontecimientos, el hombre se disponía a colmar la medida de su culpabilidad.
Cuando Pilato le pregunta si es el rey de los judíos, el Señor responde con otra pregunta: “¿Dices tú esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?” Esta pregunta tenía como propósito tocar la conciencia del juez. Además, forzaba a Pilato a comprobar la culpabilidad del pueblo: “Tu nación, y los principales sacerdotes, te han entregado a mí”. Confirma lo que estaba decretado desde hacía mucho tiempo: el Hijo de David, el rey de Israel, era rechazado por su propio pueblo.
“¿Qué has hecho?” (Juan 18:35)
El Señor no había infringido la ley en absoluto ni actuado contra los intereses del emperador. Esto lo habría podido responder, además de muchas otras cosas. Habría podido llamar la atención sobre su vida, sus milagros y su doctrina. ¿No había enseñado a dar “a César lo que es de César”? (Mateo 22:21). ¿No se había retirado al monte, sabiendo que la multitud venía “para apoderarse de él y hacerle rey”? (Juan 6:15). De todo ello, el Señor no hizo mención, sino dijo: “Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos” (Juan 18:36). “No es de este mundo” —¡cuán significativa es esta frase!— A ella el Señor añade: “Pero mi reino no es de aquí”. Estas palabras mencionan las glorias que sucederán; revelan algo de la grandeza y la gloria del Señor. Muestran que él estaba dispuesto a aceptar el rechazo y a renunciar momentáneamente al trono en Jerusalén. En “este mundo”, el reino no estaba establecido en poder y gloria; esto debía tener lugar más tarde basándose en la obra cumplida en el Gólgota. Jesús —Rey rechazado en la tierra— iba ahora a regresar al cielo, después de su resurrección. Él es este “hombre noble que se fue a un país lejano, para recibir un reino y volver” (Lucas 19:12). Hasta su regreso, está sentado como Hijo del hombre glorificado a la diestra de Dios.
“¿Luego, eres tú rey?” (Juan 18:37)
Llegamos ahora a la pregunta decisiva. Totalmente consciente de lo que su afirmación le costará, el Señor confiesa que es rey: “Tú dices que yo soy rey”. Esta palabra manifiesta claramente, además, que no renuncia a su derecho de realeza. Tanto por el Antiguo como por el Nuevo Testamento, sabemos que será rey de Israel y que todas las naciones le servirán, a él, el Hijo del hombre.
Luego, el Señor añade algo que sobrepasaba ciertamente la comprensión del gobernador, pero que, sin embargo, era un llamamiento a su corazón y a su conciencia: “Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz”. El Señor obra aquí con vistas a llevar también a este pagano al conocimiento de la verdad, si quiere recibirla. En la vida de este hombre, es un instante completamente especial y de la mayor solemnidad. Pilato se halla ante un prisionero sin darse cuenta de que es el Hijo de Dios. Está ante Aquel que es la Verdad y por quien vinieron “la gracia y la verdad”. Pero deja escapar la ocasión única de su vida, de abrir sus ojos y su corazón a la verdad. Permanece ciego ante las cosas eternas e invisibles que pertenecen a otro mundo.
“¿Qué es la verdad?” (Juan 18:38)
El Señor no responde a esta pregunta. “Dio testimonio de la buena profesión delante de Poncio Pilato” (1 Timoteo 6:13) y había dado testimonio de la verdad. No tenía nada más que añadir. Además, la ocasión no le es dada para decir lo que sea. En efecto, inmediatamente después de haberle planteado esta pregunta, Pilato se dirige a los judíos para decirles: “Yo no hallo en él ningún delito”. Profundamente impresionado por la tranquilidad y la dignidad de su prisionero, el juez estaba convencido desde mucho tiempo de su inocencia. Su mujer, también había confirmado esta convicción y le había advertido: “No tengas nada que ver con ese justo; porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él” (Mateo 27:19). Existían así tres hechos que ponían al gobernador en el mayor de los aprietos: la animosidad de los judíos, el sueño de su mujer y ¡la evidente inocencia del acusado! ¿Qué hará Pilato?
Seguramente, habría preferido decretar la liberación del Señor. Para mantener a los judíos de su lado, en primer lugar se refugia en la costumbre de soltarles un prisionero en la fiesta de la Pascua. No obstante, esta propuesta no tiene otro resultado que la terrible exclamación de la multitud: “No a éste, sino a Barrabás”. Y Barrabás era un ladrón. Este grito conmovedor revela el odio sin límites de la multitud sublevada contra el Señor. En lugar de aceptar a su rey, el Hijo de Dios, prefieren a un ladrón. Es una elección con graves consecuencias, que Dios, en sus caminos gubernamentales, iba a hacer caer sobre ellos.
Entonces, Pilato manda azotar a Jesús. ¿Espera, con este castigo tan cruel, poder satisfacer los deseos de la multitud? Esto es lo que dejan entrever sus palabras: “Le castigaré, pues, y le soltaré” (Lucas 23:22). Según las costumbres de la época, no era raro que los malhechores condenados a muerte fueran sometidos a semejante suplicio; sin embargo, en esta ocasión era infligido a un acusado a quien el juez había declarado ¡inocente! Los dolores físicos de este suplicio eran atroces, y a ellos se añadían los de la corona de espinas, símbolo de la maldición, así como todo el peso de las burlas y de la ignominia con que los hombres le abrumaban. Las rudas manos de los soldados le habían puesto esta corona para burlarse no solamente de él, sino también de la nación judía la cual no podía apoyarse más que en un rey semejante.
Así pues, las tentativas de Pilato por liberar a Jesús fracasaron. El hombre que tenía el deber de pronunciar un juicio justo cede ante la furiosa muchedumbre: “Tomadle vosotros, y crucificadle; porque yo no hallo delito en él” (Juan 19:6). Pero no puede sustraerse así a su responsabilidad. A él le competía pronunciar la liberación del Señor, porque era el gobernador.
“¿De dónde eres tú?” (Juan 19:9)
“Nosotros tenemos una ley”, dicen los judíos, “y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios”. ¿Hijo de Dios? Hasta aquí se había dicho que este acusado declaraba ser el rey de Israel, punto sobre el cuál el gobernador romano se sentía competente; se trataba entonces de un asunto político. Pero ¿Hijo de Dios? Él ya había experimentado un grandísimo malestar a lo largo de todo este asunto, y ahora todavía tiene más miedo. ¿Cómo juzgar una cuestión así? ¿De dónde podía venir un hombre que tenía semejante pretensión? Estaba en la jurisdicción de Herodes; esto Pilato lo sabía muy bien. Pero… ¿se trataría de alguien que no es de esta tierra? “Mas Jesús no le dio respuesta” (v. 9).
“¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte?” (Juan 19:10)
Con esta última pregunta, Pilato intenta hacer hablar a Jesús. Pero éste responde con dignidad: “Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba”. En efecto, la autoridad oficial de Pilato, que procuraba hacer valer ante el Señor, era de Dios; y era responsable de ejercerla según Dios. No había recibido una autoridad para condenar arbitrariamente “al Santo y al Justo” después de haberle declarado inocente. En esto, no obstante, se cumplía el consejo de Dios; la condena a muerte debía ser pronunciada en última instancia por Pilato, representante de todas las naciones, y no por los judíos. Sin embargo Judas, quien había “entregado” al Señor, tenía “mayor pecado”; su responsabilidad era proporcional a los privilegios que había recibido, después de haber vivido unos años en la compañía del Señor. En esto, es una imagen trágica de la nación judía.
Cuando, finalmente, Pilato pregunta a los judíos: “¿A vuestro Rey he de crucificar?”, los principales sacerdotes le responden: “No tenemos más rey que César”. Pilato, quien quería y debía permanecer como “amigo de César”, cae en la trampa. La animosidad de los guías del pueblo nos hace pensar en esta expresión del Salmo 22: “como león rapaz y rugiente”, y el furor del pueblo, en el enfurecimiento de los “perros” (v. 13, 16).
El juicio anunciado por el profeta Oseas no podía sino confirmarse: “Muchos días estarán los hijos de Israel sin rey” (3:4). Y el poder del imperio romano, del que se valían, había de destruir Jerusalén 40 años más tarde, esta ciudad que habían llamado “nuestro lugar santo” (Juan 11:48).
Entonces Pilato les entrega a Jesús “para que fuese crucificado”. Así se confirma la palabra de Salomón: “En lugar del juicio, allí impiedad; y en lugar de la justicia, allí iniquidad” (Eclesiastés 3:16). Así el Hijo de Dios, “el testigo fiel y verdadero” sale y va al lugar llamado Gólgota, para dar su vida.