El Salmo 40 pertenece a un grupo de salmos llamados «salmos mesiánicos». Se presenta como un cántico en el cual Cristo mismo cuenta proféticamente la historia de su humanidad, con las consecuencias que tiene para la gloria de Dios, para su propio gozo y para el nuestro. La notable estructura de este salmo se une a cuatro declaraciones cuyo origen se remonta fuera del espacio y del tiempo, y llevan al creyente hasta el futuro más lejano. Entonces, los pensamientos y las “maravillas” de Dios serán alabados eternamente en el cántico nuevo. Éste, que siempre se vuelve a cantar, fue entonado por el Salvador resucitado, rodeado desde entonces por la multitud de sus redimidos. Aprendámoslo una vez más bajo su dirección, antes de cantarlo alrededor de él y con él durante la eternidad.
“Entonces dije: He aquí, vengo...” (v. 6-8)
En estos versículos oímos lo que podríamos llamar la primera estrofa de este cántico, citada y comentada en Hebreos 10. Su tema es una conversación que tiene lugar en el cielo para hacer frente a la ruina traída por el pecado. Allí descubrimos, aun antes de su institución, la ineficacia de los sacrificios de la época antigua. Éstos hacían resaltar el pecado pero, en lugar de traer el remedio, lo traían a la memoria cada vez que eran ofrecidos.
Entonces, anticipando la necesidad, el Hijo se presenta espontáneamente: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Hebreos 10:7). Esta voluntad perfecta del Padre, que él conocía, exigía un sacrificio perfecto. Y ya que, para el hombre, la perfección reside en la obediencia a Dios, la necesidad de tomar la forma de un hombre para obedecer se sobreentiende: “Has abierto mis oídos”; en la epístola a los Hebreos dice: “Mas me preparaste cuerpo”. Cristo se presenta y, plenamente consciente del precio que le costará esta obediencia, habla de esa voluntad como algo de su agrado. Hará su entrada en el mundo de la manera como entra todo hombre, por el nacimiento. Andará tal como todo hombre es responsable de andar, en la obediencia a Dios. Pero él lo hará sin pecado, perfectamente. La muerte no tendrá ningún poder sobre él, pero someterá su alma a la muerte porque llevará nuestros pecados (Isaías 53:12). Y su muerte será seguida de una triunfante resurrección en la que asociará a los suyos.
La declaración del versículo 8 del Salmo 40 nos enseña que el gran secreto de la obediencia del Hijo al Padre es el amor: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado”. En general, la sumisión constituye una obligación penosa para el ser humano, un obstáculo para su voluntad propia. Las exigencias de la ley no hacen más que poner en evidencia esta dificultad. Pero, para el Hijo, esta ley está “en medio de su corazón”, está enteramente conforme con sus afectos, inspira sus pensamientos, dicta sus palabras, guía su marcha, sostiene su servicio. Al mismo tiempo, esto nos recuerda el principio, válido para cada uno de nosotros, de que la obediencia a Dios por placer caracteriza al nuevo hombre. El feliz privilegio de aquellos que han recibido el Espíritu de adopción, por gracia, es, conforme a la imagen del Primogénito, la sumisión por amor.
“He anunciado justicia... No encubrí tu justicia...” (v. 9-10)
Esta segunda estrofa nos transporta en el tiempo. Cristo es visto allí en medio de los hombres que vino a visitar, y la justicia práctica lo caracteriza; él la anuncia y la vive. No queda escondida dentro de su corazón en esta comunión de amor con su Padre que inspira toda su conducta. Si sus motivos profundos escapaban a los que lo veían vivir, la justicia de sus actos les era evidente. “Así conviene que cumplamos toda justicia”, podía decir a Juan desde el principio de su ministerio. A esto Dios respondió enseguida desde el cielo: En él “tengo complacencia” (Mateo 3:15-17). Era dar testimonio a todos los años de infancia y juventud de Jesús, años escondidos, pero sobre los cuales la mirada de Dios estuvo satisfecha y pone su aprobación.
Pero la justicia también es anunciada. Esta expresión resume lo que llamamos el Sermón del Monte, en los capítulos 5 a 7 del evangelio de Mateo, y, en realidad, toda la enseñanza del Señor Jesús. Da testimonio a la fidelidad de Dios al mismo tiempo que a su salvación gratuita, a su bondad al mismo tiempo que a su verdad. Era, en su vida y en sus palabras, la perfecta manifestación de Dios y tenía el derecho de declarar: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9).
“Me han alcanzado mis maldades...” (v. 11-17)
Este tercer cuadro, la tercera evocación de las obras maravillosas de Dios, es la cruz de Jesús que está delante de nosotros. Como en varios otros salmos, los sentimientos del Salvador se expresan, mientras ve ante sí las iniquidades que se apropia. “Mis maldades”, exclama él, ¡y son las mías y las de ustedes! Son innumerables (en el salmo 38:4 son “como carga pesada” que “se han agravado”), a tal punto que agrega: “mi corazón me falla”. Entonces recurre al que precisamente lo abandona por primera vez; le dirige ese clamor desgarrador: “Quieras, oh Jehová, librarme; Jehová, apresúrate a socorrerme”. Pero el cielo queda sordo, la oración no llega. ¡Qué angustia!
No podemos poner los versículos 14 y 15 en boca del Salvador ya que en el evangelio lo oímos implorar el perdón de Dios sobre los que lo crucifican. Pero, el hecho de que sean nombrados aquellos “que buscan mi vida para destruirla... los que mi mal desean”, traduce el dolor punzante de su corazón ante la ingratitud y el odio de ellos. Al mismo tiempo, su pensamiento se dirige hacia aquellos que buscan a Dios, que se gozan en él y lo enaltecen. Él mismo es el Afligido, el Pobre, y su consolación es que Dios piensa en él, aunque la liberación se hace esperar. Los llamamientos de socorro son cada vez más apremiantes, y el salmo termina con el clamor: “Dios mío, no te tardes”.
“Oyó mi clamor” (v. 1-5)
La respuesta estaba preparada y, para hacérnosla comprender, el salmo comienza por lo que es la conclusión. Por la misma razón, el salmo 21 contiene de antemano las gloriosas respuestas de Dios a la vergüenza y al abandono del salmo 22. La paciencia del Afligido tuvo su obra perfecta. Esperó “pacientemente”, no primero la liberación, sino a Dios mismo. Volvió a encontrar el gozo de la comunión. Al final de las tres horas de tinieblas, Jesús dirá otra vez “Padre” (Lucas 23:46). Dios se inclinó hacia él y oyó su clamor de angustia. Aquel que podía salvar a su Amado de la muerte, iba a responderle “a causa de su temor reverente” (Hebreos 5:7). El versículo 2 evoca el “pozo de la desesperación” que es la muerte, y el “lodo cenagoso” que representa el pecado en su carácter de suciedad (véase Salmo 69:2, 14-15). Así como un hombre sale de una ciénaga por la cual estuvo a punto de ser engullido, Cristo, vencedor de la muerte, es, en adelante, establecido por su Dios sobre la roca inquebrantable de la resurrección.
La alabanza de nuestro Dios
¿Cuál es el primer pensamiento, la primera actividad del que acaba de ser librado? Cantar un cántico de alabanza al que lo salvó de la muerte, e incluso atribuirle el origen de su canto. “Puso luego en mi boca cántico nuevo” (v. 3). Pensamos en Israel cuando termina de atravesar el mar Rojo, y que enseguida canta para celebrar a Aquel que es a la vez su fortaleza y su cántico después de haber sido su salvación (Éxodo 15:2). Isaías menciona el día futuro en el cual Israel declarará las mismas expresiones: “He aquí Dios es salvación mía... mi fortaleza y mi canción... ha sido salvación para mí... Cantad salmos a Jehová, porque ha hecho cosas magníficas” (Isaías 12:2, 5).
A partir del versículo 3 de nuestro salmo, aparece un notable cambio en las palabras del Resucitado. En el sufrimiento, exclamó “Dios mío” (v. 8, 17). En la alabanza, celebra “nuestro Dios”. Solamente él podía cumplir la obra de la cruz. Pero las consecuencias son para los “muchos” que ven, que temen y que confían en ese poderoso Dios y Salvador. Entonces pueden asociarse al cántico. Lo que vieron, con los ojos del corazón, es “la operación del poder de su fuerza, la cual operó en Cristo, resucitándole de los muertos” (Efesios 1:19-20). Este poder es la demostración y las primicias del que pronto los arrancará de su condición terrenal, honrando así la confianza de ellos en su Dios. Hoy forman parte de los bienaventurados del versículo 4.
Expresan su felicidad en el versículo 5 en el cántico nuevo cantado como una sola voz por el Salvador y los redimidos con los cuales él se identifica: “Tus pensamientos para con nosotros...”. Él es eternamente “el primogénito”, el que tiene la preeminencia (1 Crónicas 5:1-2; Colosenses 1:18), pero es inseparable de los “muchos hermanos” (Romanos 8:29) que se benefician del maravilloso plan de Dios. El Señor, que en la cruz tuvo que decir: mis maldades son innumerables, aun para mirarlas (Salmo 40:12), ahora puede celebrar con los suyos los pensamientos y las maravillosas obras de Dios, que por ser tan numerosos “no pueden ser enumerados” (v. 5).
Santos, de común acuerdo demos preces y virtud,
Al Cordero inmolado sea gloria en plenitud.