Perecerá el hombre, ¿y dónde estará él?

Job 14:10

Introducción

¿Quién no se hizo la misma pregunta que se hizo Job hace ya tantos siglos? Ella interpela a toda persona que reflexiona, en todas las épocas. Pero el hombre en sí mismo es incapaz de encontrar una respuesta a este respecto. Sólo Dios puede responder a la pregunta y, en su gracia, nos dio la respuesta para que sea a la vez un aliento para el creyente y una advertencia para el incrédulo. Esta respuesta divina la tenemos en la Biblia; recibámosla, pero no vayamos más allá de lo que Dios nos ha revelado ni deseemos conocer lo que él se reservó para su solo conocimiento.

Partida del creyente

El ser humano fue creado cuerpo, alma y espíritu (Génesis 2:7; 1 Tesalonicenses 5:23); estas dos últimas partes están muy ligadas entre sí y, aunque son inseparables, tenemos que distinguirlas (Hebreos 4:12); ambos términos se emplean para designar su conjunto, en contraste con el cuerpo (Eclesiastés 12:7). Mientras que el vocablo alma o alma viviente se emplea tanto para los hombres como para los animales (Génesis 1:30, V.M.), el espíritu (la misma palabra hebrea que soplo) es lo que diferencia al hombre del animal. “Entonces Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente” (Génesis 2:7). Cuando la muerte llega, el vínculo entre el cuerpo, por un lado, y el alma y el espíritu, por el otro, se rompe: el cuerpo vuelve al polvo y el espíritu vuelve a Dios (Eclesiastés 12:7). Pero la Palabra distingue de manera muy clara lo que concierne al cuerpo y al espíritu de un creyente, del cuerpo y el espíritu de un incrédulo.

Cuando el apóstol Pablo habla de los creyentes que están muertos, emplea las delicadas expresiones: “los que durmieron en Cristo”, “los que duermen”, etc. (1 Corintios 15:18, 51; 1 Tesalonicenses 4:13-14). Cuando Jesús entra en la casa de Jairo, cuya hija había muerto, dice a todos los que se lamentaban: “No lloréis; no está muerta, sino que duerme” (Lucas 8:52). Yendo a Betania y sabiendo que Lázaro acababa de morir, Jesús dice a sus discípulos: “Nuestro amigo Lázaro duerme”. Los discípulos no comprenden, entonces Jesús les dice claramente: “Lázaro ha muerto” (Juan 11:11, 14). Las dos expresiones empleadas sucesivamente por el Señor: “Lázaro duerme” y “Lázaro ha muerto” expresan el mismo estado; sólo que la primera muestra que Lázaro debía despertarse por medio de la resurrección del cuerpo.

Y ¿qué hay del espíritu? Pablo, escribiendo a los filipenses, les dice que tiene el “deseo de partir y estar con Cristo” (1:23). Igualmente escribe a los corintios: “Más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Corintios 5:8). No es todavía la gloria —porque en la gloria no estaremos “ausentes del cuerpo” ya que tendremos un cuerpo glorificado— sino es un estado de felicidad que conoceremos después de la muerte, con Cristo, esperando la gloria. No podemos decir de qué manera nuestro espíritu gozará de la presencia de Cristo, pero poco importa. Muchos cristianos preferirían experimentar la transformación de sus cuerpos a la venida del Señor (Filipenses 3:21), y no pasar por la muerte. Olvidan que “el morir es ganancia” (1:21). Un creyente escribió: «Si el Señor viniese mañana, quisiera irme hoy», para conocer esa felicidad que precede la gloria.

Notemos todavía la precisión de la Escritura: partir es estar “con Cristo” y “presentes al Señor”. No gozaremos ya de la presencia de otros creyentes que duermen también, parientes, amigos o hermanos amados. Para ello se necesita que seamos revestidos con cuerpos glorificados, los que nos serán dados a la venida del Señor. Pero, de todas maneras, la felicidad celestial se resume en esta expresión: “Así estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:17).

Tal es la parte bendita del creyente: una felicidad inmediata con Cristo desde su partida esperando la resurrección de su cuerpo. Sólo entonces será introducido en la gloria de la casa del Padre.

Señalemos que los creyentes que estén vivos en la tierra cuando venga el Señor no pasarán por la muerte. En ese momento, serán transformados (1 Corintios 15:51), revestidos de cuerpos gloriosos, y arrebatados junto con los creyentes resucitados.

La muerte del incrédulo

No podemos dejar de mencionar cuál es la parte del incrédulo después de la muerte.

Puede hacer lo que quiera de su cuerpo: enterrarlo, quemarlo o dispersar sus cenizas; Dios sabrá encontrarlo. ¿No hizo el mundo de la nada? Ese hombre, aunque mucho más tarde que los creyentes, también participará en la resurrección y comparecerá ante el gran trono blanco. Allí será condenado a los tormentos eternos porque rechazó la salvación que Dios le ofrecía gratuitamente.

Mientras espera ese juicio definitivo, su espíritu, después de la muerte, ya sabe lo que le espera. Atormentado por los remordimientos, al acordarse de tantos llamados que había oído y rechazado (Lucas 16:23-31), comienza una eternidad de sufrimientos en un lugar de donde jamás podrá salir. ¡Quiera Dios que no sea la parte de ninguno de nuestros lectores!