Comunión presente en la casa del Padre y en el camino que nos lleva hasta allí.
Comunión futura en la gloria.
Las bendiciones del santuario se mencionan muy a menudo en los Salmos. En el Salmo 27, la habitación en el santuario da al alma una seguridad perfecta; la eleva por encima de las circunstancias adversas, la pone sobre una roca en alto y la llena de cánticos para alabanza de Dios (v. 4-6). En el Salmo 63, cuando el acceso al santuario parece cerrado, el alma encuentra en la presencia de Cristo el pequeño santuario donde se refugia y donde se llena de gozo (v. 1-8). En el Salmo 73, el santuario es el lugar que da inteligencia. Allí, el fiel recibe la comunicación de los pensamientos divinos en cuanto al mundo, en cuanto a sí mismo y en cuanto a Dios (v. 16-28). En el Salmo 84, el santuario es el lugar de los afectos. Encontramos allí, en un grado elevado, la expresión de la comunión.
En las amables moradas de Jehová de los ejércitos y en sus atrios encontramos al “Dios vivo” (v. 1-2), un Cristo resucitado (Mateo 16:16; Apocalipsis 1:8; Romanos 1:4); y los altares de Dios (v. 3), “un Cordero como inmolado” (Apocalipsis 5:6). Allí el alma aprende a conocer y a apreciar todos los aspectos de la cruz de Cristo, ese único sacrificio que, bajo la ley, se hallaba representado por los diversos sacrificios (“tus altares”) del Levítico. Ella encuentra un reposo perfecto, un reposo de comunión, que goza con Dios mismo. Alrededor del Cordero inmolado, todos los afectos de la familia de Dios se reúnen y se concentran como en un apacible nido. No hay más ansiedades ni agitaciones semejantes a las de las golondrinas que revolotean buscando insectos para alimentarse. El corazón encontró su centro bendito: paz, reposo, alimento e himnos alegres. La felicidad y la alabanza acompañan ese reposo: “Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán” (Salmo 84:4).
Pero allí está también la felicidad de la fuerza: “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas, en cuyo corazón están tus caminos” (v. 5). El gozar del amor en los altares de Dios es el punto de partida del fiel para cumplir su peregrinaje en este mundo. Este viaje requiere fuerza, pero el alma que goza la comunión del Señor busca esa fuerza sólo en Él. Provista así, se pone en marcha a través de las vicisitudes y de los lugares áridos, para llegar a la casa de Dios. Ya gozó de esta casa como de una cosa presente, antes de hacer la experiencia de las dificultades en el camino, pero ahora no se contenta con un gozo imperfecto; quiere alcanzar la plena realidad de las cosas que desea y aun ardientemente (v. 2). Quiere habitar en la casa de Jehová “todos los días de su vida” (27:4) con alabanzas perpetuas que nada podrá interrumpir (84:4). ¡Cuán superior será esta alabanza a nuestros cánticos de hoy, incompletos, cantos que apenas comienzan a elevarse, ya caen a tierra en vez de subir al cielo!
En el camino que conduce a la casa de Dios, el cristiano experimenta las bendiciones del viaje. Su fuerza está en Dios: la saca de la comunión habitual con él, y, a cada paso que da, adquiere nuevas fuerzas: “Irán de poder en poder” (v. 7). Aquí no se trata de acumular fuerzas para después disponer de ellas según nuestros deseos y cuando lo creamos necesario; esto excluiría la necesidad de una comunión continua. Es una fuerza provista por la fuente misma, a medida que el fiel da un nuevo paso en el sendero, de manera que nunca pueda dejar de depender de Aquel que se la comunica.
No olvidemos que dos cosas destruyen nuestra comunión, estorbando así nuestra marcha y quitándonos todas las fuerzas. Estas dos cosas son el orgullo y los deseos carnales, y se resumen en una sola palabra: el mundo. A menudo sucede en la vida cristiana que, después de haber gozado de un período de fuerza en la marcha, pasamos por un tiempo de interrupción acompañado de una debilidad que se asemeja al sueño y, a veces, a la muerte. Numerosos son los cristianos que nunca gozan realmente de la felicidad del “hombre que tiene en Él sus fuerzas” (v. 5), y no se preocupan de esta debilidad y de este sueño porque constituyen su estado habitual, siendo indiferentes a “lo mejor” (Filipenses 1:10). O bien procuran combatir este estado con una actividad febril que les da la ilusión de la fuerza, pero sobre todo les impide darse cuenta de la pobreza espiritual que sentirían si buscaran la presencia de Dios en tranquilidad. Aquellos que, en tiempos felices, gustaron de esta fuerza, sienten un mal estado real y a menudo se atormentan de haberla perdido. Si se acercan a Dios, buscarán con Él las causas de este estado del cual a menudo no podían darse cuenta por sí mismos. La respuesta no se hará esperar y los llevará siempre a reconocer que la falta de comunión fue la causa de esta debilidad, y que la mundanalidad, de una u otra forma, fue la causa de interrupción de esta comunión. Juzguemos nuestra mundanalidad y reencontraremos la fuerza. Muchas veces, en lugar de ejercer este juicio completo de nosotros mismos, quisiéramos atenuarlo. Seguimos andando de la misma manera, guardando la falsedad en nuestros corazones, revistiéndonos de una apariencia de fuerza y desplegando una actividad exterior que engaña a los demás pero no a nosotros mismos. Esto nos lleva a menudo a caminos de hipocresía donde el pecado nos acecha y nos conducen a caídas y a la ruina moral. ¡Cuán justo es decir entonces: “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas”!
Esto nos lleva a comprobar que frecuentar el santuario es el punto de partida de toda fuerza. En el Salmo 63, el alma, saciada de meollo y de grosura, dice: “Tu diestra me ha sostenido” (v. 8). En el Salmo 73, cuando entró en el santuario de Dios, dice: “Me tomaste de la mano derecha. Me has guiado según tu consejo” (v. 17, 23-24).
“Bienaventurado el hombre... en cuyo corazón están tus caminos” (Salmo 84:5). “Tus caminos”, es el camino del desierto, camino que pasa a través de la tierra “no sembrada” (Jeremías 2:2), donde Israel había seguido a Jehová, su Esposo, cuando salió de Egipto (Isaías 11:16). Sin embargo, ese lugar donde no había camino, tenía uno trazado para los pies de los sacerdotes que llevaban el arca, figura de Cristo. Éstos son los caminos de Dios. Los creyentes están puestos allí en la dependencia continua del Señor; entonces sus corazones están ligados a Él. Son los únicos caminos que conducen al país de la promesa (Jeremías 31:21), los únicos que llevan a la casa de Dios (Isaías 35:8-10). ¡Cuántos dolores y penas causaron estos caminos al amado Guía de nuestras almas! ¿Estarán exentos de pruebas para nosotros? ¿Podríamos desearlos? La pérdida que sufriríamos si no tuviesen ese carácter doloroso sería incalculable. Dios se encarga de eso para que sus amados no sufran ninguna pérdida, démosle gracias. El valle de lágrimas se extiende ampliamente delante de ellos. Es el lugar de los llantos, como lo es también, bajo otro aspecto, el “valle de sombra de muerte” (Salmo 23:4); pero es bienaventurado quien se pone en camino con la fuerza que está en Dios. Las pruebas vienen a ser una fuente de refrigerio para nosotros y para otros. Las lágrimas de la siembra preceden la lluvia fertilizante que traerá a su tiempo una cosecha de bendiciones para todos. El conocimiento de los recursos que están en Cristo, y del amor del Padre, alienta y regocija el corazón del peregrino.
El Salmo 63 nos mostró la comunión mantenida por el aislamiento; aquí, en el Salmo 84:6, la vemos acrecentada por las dificultades del camino; pero cuando “verán a Dios en Sion”, ya no será más gradual, ni podrá ser interrumpida. “Mira”, dice el fiel, cuando haya alcanzado la meta del viaje, y haya sido introducido en la presencia de Dios, “mira, oh Dios... y pon los ojos en el rostro de tu ungido” (v. 9). El «yo» desapareció enteramente, quedó oculto a los ojos de Dios por un objeto único: el Ungido sobre cuya faz resplandeció la gloria de Dios. Dios es un sol, estamos en plena luz; Dios es un escudo y nos resguarda eternamente ante los asaltos del Enemigo. Entonces se lo conoce como el que da “gracia y gloria” (v. 11). En ese bendito lugar, hay un conocimiento perfecto, no sólo de lo que Él es, sino también de lo que Él da; y el término de una marcha fiel cumplida en la comunión del Señor es una plenitud de bendiciones celestiales y eternas.
Este Salmo es particularmente un salmo de comunión: la comunión con Dios, expresada individualmente, ya sea al gozar hoy de todos los bienes del santuario, en el camino que conduce allí o en el gozo futuro de la gloria. El creyente, con el pensamiento y en esperanza, llegó al fin del viaje, a la casa del Padre. De hecho no está aún, pero ya goza por anticipado. El versículo 12: “Dichoso el hombre que en ti confía” expresa el sentimiento de Cristo y de su discípulo al atravesar la escena de este mundo, y el versículo 1: “Cuán amables son tus moradas” expresa el resultado de todas las experiencias de este salmo.