En Efesios 5, el Espíritu Santo vincula de una manera muy preciosa las exhortaciones dirigidas a los creyentes en cuanto a las relaciones conyugales con las grandes verdades que forman el tema de la epístola, y así les presenta motivos particularmente elevados para responder a sus enseñanzas. Estas relaciones son las que prefiguran la unión de Cristo y la Iglesia, el glorioso misterio oculto desde los siglos y revelado por medio del apóstol Pablo.
El capítulo citado comienza con algunas exhortaciones dirigidas a los cristianos en general, exhortaciones basadas en el doble carácter que poseen: el amor y la luz. El primer principio de la naturaleza divina es el amor: “Todo aquel que ama, es nacido de Dios” (1 Juan 4:7); luego: “Sois luz en el Señor; andad como hijos de luz” (Efesios 5:8).
Luego, el apóstol considera las relaciones reconocidas por Dios, en las cuales nos hallamos en la tierra y que terminarán con la vida presente. Las relaciones entre maridos y mujeres fueron establecidas por Dios en la creación; después de la caída se establecen las de padres e hijos, y, por último, las relaciones de amos y siervos, que, aunque son consecuencia del pecado, Dios las reconoce.
Es preciso volver al relato inspirado del Génesis para comprender la importancia, la belleza y el profundo significado del matrimonio y de las consiguientes relaciones conyugales, así como la sabiduría y el amor de Dios que tal institución nos revela. Después de haber creado al hombre, Dios lo colocó en el huerto de delicias. Notemos que en el capítulo 1 solamente encontramos el nombre de Dios (en hebreo: Elohim), vinculado con el relato de la creación. Este nombre nos revela su poder, su grandeza, su sabiduría manifestadas en sus obras; mientras que el capítulo 2 —que nos presenta particularmente la formación del hombre— introduce un nuevo nombre de Dios: el de “Jehová Dios” (en hebreo: Jehová-Elohim), nombre de relaciones, bajo el cual se hace conocer al hombre, criatura que estaba dotada de un alma inmortal y puesta a la cabeza de la creación terrestre. Para representar al Creador en esta tierra, el hombre fue hecho a Su imagen y semejanza (Génesis 1:26-27).
El lugar que el hombre ocupaba en el huerto de Edén se caracterizaba, pues, por dos cosas que atestiguaban los pensamientos de Dios hacia él:
- una bendición inapreciable, la comunión con Dios, que acababa de comunicarle sus pensamientos en ese sitio de delicias donde podía experimentar su bondad y poder divinos;
- la autoridad de que estaba investido como jefe de la creación, expresada en el hecho de que debía poner nombres a todos los animales de la tierra.
No obstante, faltaba algo para la felicidad del hombre. En todas las criaturas que pasaban ante él, no había nada que satisficiera los afectos del corazón de Adán, ningún ser a su nivel en creación, dotado de un alma inteligente como él, con el cual pudiese loar y servir al Creador, siendo una “ayuda idónea”.
Dios vio que al hombre le faltaba algo para completar su felicidad, y por eso le trajo una compañera. Aquí aparece el glorioso misterio oculto bajo esta imagen: “Hizo caer sueño profundo” sobre el hombre (2:21), figura de la muerte de Cristo, el segundo hombre, por la cual la Iglesia, su amada Esposa, vino a existir. Dios tomó una costilla del hombre e hizo una mujer, sacada de él, unida a él del modo más íntimo. Cuando Adán despertó de su sueño, exclamó con gozo: “Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne” (v. 23). Así participamos nosotros de la vida de Cristo.
Si el hombre hubiese quedado en la inocencia, su felicidad habría sido perfecta, y, con la compañera que Dios le había dado, habría realizado esa relación de intimidad que tenían con el Creador, así como la posición de supremacía concedida a Adán sobre toda la creación terrestre donde tenía que reflejar la bondad y sabiduría divinas. ¡Desgraciadamente, el pecado entró en esta escena de delicias arruinándolo todo! Dios no repara lo que el hombre ha corrompido, sino que introduce bendiciones celestiales y eternas basadas en la muerte y la resurrección del segundo hombre. Lleva a los pecadores al conocimiento de Cristo, y prepara a su Hijo una esposa celestial compuesta de todos los creyentes unidos a Él por el Espíritu Santo desde el día de Pentecostés hasta su regreso.
Somos llamados a manifestar en nuestras relaciones terrestres lo que en la nueva vida resulta de nuestra unión con Cristo, cabeza del cuerpo, porque son figura de las que nos unen a Él. La introducción de tales principios de conducta en la vida conyugal ennoblece estos vínculos reconocidos por Dios, y torna más fáciles y felices los deberes y responsabilidades relacionados.
Las exhortaciones dadas consideran las tendencias de nuestra naturaleza caída que siempre pueden manifestarse, a pesar de la posición elevada que tenemos. Por eso, la mujer es primero exhortada a estar sujeta a su propio marido. ¿Por qué? Porque el marido es cabeza de la mujer; pero esta sujeción que ella debe a su esposo lleva inmediatamente los pensamientos del apóstol Pablo a la relación entre Cristo y la Iglesia: “El marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia” (Efesios 5:22-23). ¡Qué poderoso estímulo para la mujer cristiana de hallar la autoridad del Jefe de la Iglesia, a la cual ella pertenece, en el marido que el Señor le dio por cabeza y al cual debe someterse! Esta autoridad ha sido dada al esposo cristiano y es responsable de ejercerla en su casa bajo la dependencia y el temor del Señor.
Notemos que la mujer no ha sido creada para ser igual ni la rival de su marido, sino su ayuda idónea. Para ella, el secreto de la felicidad consiste en guardar humilde, fiel y gozosamente ese lugar. Así como un cuerpo no puede tener dos cabezas, tampoco la mujer puede ser una segunda cabeza al lado de su marido.
En cuanto al marido, debe amar a su mujer. ¿Cuáles son la medida y el modelo del amor que debe manifestar a su esposa? “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia” (v. 25). Puede parecer inútil a las jóvenes parejas cristianas que sean exhortadas a la sujeción y al amor, pero pronto aprenderán que, en estas nuevas relaciones, la fuente del amor y de la obediencia no reside en sus corazones. Si el marido no mantiene la mirada puesta en Cristo, y si su corazón no está lleno del amor que tiene por su Iglesia, al menor soplo de las circunstancias de la vida, su amor por su mujer se desvanecerá.
Luego tenemos otra medida del amor que el marido debe a su mujer: “Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos” (v. 28). ¿Dejará un hombre de pensar en las necesidades, los cuidados y los males de su propio cuerpo? Evidentemente que no. Así debe ser su amor y su solicitud para con su mujer. Aún respecto a esto, Cristo es el modelo perfecto para nosotros; él “sustenta” y “cuida” a la Iglesia que es “hueso de sus huesos y carne de su carne”.
No hay nada más benéfico para producir y mantener la sujeción en la mujer, que el amor de su esposo; por otra parte, nada estimulará mejor el amor del marido que la sumisión manifestada por ella. Alguien dijo que la obediencia es el principio curativo de la humanidad. ¡Nada puede ser más precioso para el corazón de Dios que la realización práctica en la casa de los suyos!
Encontramos todavía en 1 Pedro 3 dos motivos importantes, útiles para animar al esposo a ejercer su responsabilidad frente a su mujer: “Vosotros, maridos, igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no tengan estorbo” (v. 7). Recordemos que para mantener la comunión fraternal y la práctica preciosa de la oración entre ambos, es preciso que él considere a su mujer bajo estos dos puntos de vista: primero como un vaso más frágil que tiene derecho a la consideración y condescendencia de su esposo; segundo, como siendo también objeto de la gracia que da vida eterna y gloria a seres culpables y perdidos.
¡Dios quiera que disfrutemos de la bendición que él nos concede de servirle juntos, esperando el cumplimiento de nuestra esperanza bienaventurada! Como los trescientos compañeros de Gedeón, bebamos sin parar “con la mano a la boca” (Jueces 7:6) de esas refrescantes aguas que Dios nos da, teniendo sólo un blanco: la buena batalla de la fe para la cual El Señor nos llamó a su servicio. No pongamos nuestra confianza en la bendición, sino en Aquel que la otorga y que es la única fuente inmutable de toda felicidad. El salmista se había confiado a su propio monte, como si nunca se fuese a quebrantar (Salmo 30:7, V.M.), pero tuvo que aprender a apoyarse enteramente en la gracia de Dios, y entonces pudo decir: “Tú has cambiado para mí mi lamento en regocijo; has desatado mi cilicio, y me has ceñido de alegría” (v. 11).