¡Cuán numerosas son las victorias de la fe y qué superioridad nos da ella en todas las circunstancias de la vida! Podemos estar seguros de que si lo que alegra el corazón de un hombre del mundo entristece generalmente al cristiano, Dios, por el contrario, da a los suyos el gozo de la victoria incluso a través de los más amargos sufrimientos y de las más duras pruebas. La fe que obra por el amor nos da la percepción ya sea del verdadero gozo o de la verdadera desgracia, desde el punto de vista de Dios. La fe hace al hombre capaz de ver a través de los ojos de Dios y de oír Su voz en cualquier circunstancia. Es un gran alivio saber que cualesquiera que sean las circunstancias que atravesamos, Dios tiene algo que decirnos por medio de ellas. A veces podemos equivocarnos sobre aquello que Él quiere decirnos, pero Él sabe cómo hablarnos de nuevo y no se cansa de hacerlo, aunque seamos tan perezosos para escuchar. Él es el Dios que nos cuida, nos ama y nos hace más que vencedores por Cristo que nos amó. Entonces podemos decir de verdad que “esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4). Encontramos una ilustración llamativa en los tres ejemplos de fe que tenemos a la vista en este pasaje de la epístola a los Hebreos. Estos tres creyentes se hallaban en circunstancias similares en cuanto a que su carrera terrenal llegaba a su fin. Pero el Espíritu Santo llama nuestra atención sobre aquello que los caracterizaba individualmente. Porque la fe nunca es una imitación; y Dios quiere que seamos guiados por Sus ojos y no de otro modo. Podemos recibir la ayuda de otros, y rehusarla sería orgullo. Pero es Dios quien nos ayuda así; y si no vemos ni oímos a Dios cuando recibimos esa ayuda, no tiene más valor que el de un pobre socorro humano.
1) Isaac
En el caso de Isaac, el Espíritu Santo pasa por alto toda su carrera anterior. Isaac era un hombre de carácter fácil y débil, que había incluso fallado notoriamente respecto a Jacob y a los consejos de Dios, pero que más tarde había sido llevado a comprender su error.
Cuando mi conducta es mala incluso a los ojos de los hombres, mi conciencia se ve afectada y me resulta difícil cerrar los ojos ante el mal. Pero cuando un hombre ha realizado una carrera relativamente irreprochable, le resulta difícil juzgarse a sí mismo desde el punto de vista de Dios, aunque, naturalmente, puede conseguirlo con la ayuda del Espíritu Santo. De este modo, una inclinación natural, cualquiera que sea su importancia en manos del enemigo, no constituye ningún obstáculo para el Espíritu, ya que Él puede dar valor a los tímidos y desconfianza en sí mismos a los más temerarios.
Cuando estudiamos los últimos días de Isaac, vemos que el Señor le llevó a juzgarse a sí mismo. Quería bendecir a su hijo primogénito, pero ¿por qué? ¡Porque éste lamentablemente sabía preparar al anciano “un guisado” como a él le gustaba! (Génesis 27:4). Pero el Señor iba a humillar a Isaac. Inducido por su madre, Jacob aprovecha la ausencia de Esaú para apoderarse de la bendición que Isaac le tenía reservada. Este acto fue causa de tristeza para Jacob más tarde. Siempre sucede así cuando queremos arreglar las cosas por nuestros propios medios en lugar de confiar en Dios.
Sin embargo, el Espíritu Santo saca de esta escena algo para nuestra instrucción y edificación. Es una gracia que Dios elija el momento en que Isaac, al olvidarle, se deshonró a sí mismo, para que Él —de acuerdo con la expresión de Jacob— sea el “temor de Isaac” (31:42, 53), y para restaurar el alma de su siervo que, ahora, reconoce la bendición atribuida divinamente a cada uno (27:33). Si no fue la primera vez que Isaac tuvo que juzgarse a sí mismo como creyente, al menos fue cuando tuvo que hacerlo con mayor seriedad. Una cosa es juzgarse uno mismo como pecador, pero, otra cosa mucho más difícil todavía, es juzgarse como creyente. Siempre deseamos escapar a la sentencia de muerte que Dios ha pronunciado sobre todo lo que somos y que nos humilla, pero que constituye el único modo o, al menos, la condición necesaria para ser espiritual. Nunca podemos estar fuertes en el Señor a menos que llevemos en nuestros cuerpos “la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos” (2 Corintios 4:10).
En las circunstancias que nos ocupan, Isaac desconocía el pensamiento de Dios y no lo había buscado. Las maquinaciones de Rebeca y Jacob no podían tocar su conciencia. Pero Dios entró en escena, impidió la consumación del pecado y permitió a Isaac poner su sello sobre la bendición que Dios había dado a Jacob al elevarlo por encima de Esaú. Únicamente por la poderosa gracia de Dios, y a pesar de Isaac, éste bendijo a Jacob la primera vez; pero cuando supo que era Jacob, cuando todo fue descubierto, pudo decir: “Y será bendito”. Se inclinó ante Dios, cuya mano reconocía en este asunto: Oyó Su voz y su corazón fue satisfecho. ¿No es algo dulce que el Espíritu Santo nos lleve hasta aquí precisamente, al punto crítico, y nos enseñe semejante verdad en el momento mismo en que los ojos de Isaac se hallaban ofuscados de manera que ya no veía, pero, por gracia, su vista espiritual fue aumentada para ver con Dios? “Por la fe bendijo Isaac a Jacob y a Esaú respecto a cosas venideras” (Hebreos 11:20).
2) Jacob
En el segundo ejemplo encontramos otra cosa. Ya no se trata de un hombre que llegó tardíamente a descubrir el fondo de su corazón, sino de alguien que fue particularmente puesto a prueba y que tuvo que atravesar grandes dificultades por su propia culpa. Es Jacob quien, por la fe, “al morir, bendijo a cada uno de los hijos de José, y adoró apoyado sobre el extremo de su bordón” (Hebreos 11:21).
Dios había utilizado la disciplina, durante tantos años dolorosos, para purificar a Jacob y separar el precioso metal de la escoria. De entre todos los patriarcas, ninguno es como Jacob, cuyo lecho de muerte se ve rodeado de semejante esplendor. “Adoró apoyado sobre el extremo de su bordón”. Ese bordón había sido el compañero de su largo peregrinaje, había visto todos sus errores y había sido testigo, en cada ocasión, de su restauración. Ahora, apoyado en él, adora.
La bendición de Jacob era producto de la fe, cuando bendecía a los hijos de José. A su lado se deja ver la debilidad de José, aquel que desde su juventud y durante toda su carrera había sido famoso por su sabiduría; pero ahora es el sabio Jacob, y no el sabio José. Jacob, al morir, muestra una inteligencia mayor que la de su hijo (Génesis 48:17-20). Antaño la marcha de Jacob había sido a menudo reprensible, y José había visto a su padre dar más de un mal paso. Pero, ahora, José mostraba su predilección por su hijo primogénito y su apego a las prerrogativas de la carne en la persona de Manasés. Es algo dulce pensar que su juicio fue rectificado por Jacob quien, en otro tiempo, había errado. Ahora la fe obtuvo la victoria. Jacob mira a Dios y adora, apoyado en el extremo de su bordón. Su corazón se hallaba en perfecto reposo después de todo su peregrinaje. Encontramos en Jacob un corazón feliz no sólo de acudir a Dios, sino de gozar del Dios que tenía aquí abajo. Jacob adora. En el cielo siempre adoraremos pero, mientras estemos aquí abajo, debemos estar como peregrinos en Su presencia para adorarle.
3) José
“Por la fe José, al morir, mencionó la salida de los hijos de Israel, y dio mandamiento acerca de sus huesos” (Hebreos 11:22). Si hubo un hombre que pudo apegarse a Egipto del modo más natural, ése fue José. Había sido enviado allí por Dios y allí fue exaltado. Egipto le debía su conservación; allí le había sido dada una nueva familia. Sin embargo, él es quien mencionó la salida de los hijos de Israel. No fue Jacob, sino José quien, “por la fe”, mencionó la salida de los hijos de Israel. Esto quiere decir que su corazón no estaba en Egipto. No daba valor a ese país y tan sólo se hallaba allí —por un tiempo— para cumplir la voluntad de Dios, pues Dios, por intermedio de él, había obrado cosas importantes en ese país. Ahora, a punto de dejar esta vida, anticipa uno mejor: el de Canaán. Pone los ojos en una esperanza mejor y en una gloria más preciosa, cuando el pueblo sea no sólo introducido en Canaán por medio de Moisés, sino que alcance la bendición en la resurrección. Se nos dice que “dio mandamiento acerca de sus huesos”, porque el Espíritu va siempre hasta la plena bendición final del pueblo de Dios.
Que el Señor nos conceda más y más esta victoria de la fe y un andar exclusivamente para Él y con Él.