Este salmo nos presenta proféticamente al Señor Jesús como el Siervo perfecto. De esta misma forma lo vemos en el evangelio de Marcos, pero este último relata las palabras y los hechos del Señor, mientras que el Salmo 16 muestra lo que experimentó en su corazón.
“Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado. Oh alma mía, dijiste a Jehová: Tú eres mi Señor; no hay para mí bien fuera de ti” (v. 1-2).
Vemos allí al Hombre perfecto en su relación con Dios. Al decirle: “Guárdame”, expresa su dependencia de él. Esto nos recuerda a Marcos 1:35 donde lo vemos salir “muy de mañana”, para buscar la comunión con Dios. Luego dice: “En ti he confiado”. Su confianza en Dios era absoluta. Contrariamente a nosotros, nunca confió en los hombres, sino que siempre lo hizo únicamente en Dios. El que confía en el hombre será decepcionado; seguramente todos hemos pasado por esta amarga experiencia. Nuestro Señor, quien sabía lo que hay en el hombre, confió únicamente en Dios.
Cuando dice a Dios: “Tú eres mi Señor”, muestra que reconoce su autoridad. Esto demuestra la perfecta obediencia del siervo. ¡Qué bendición hay en el camino de la obediencia a Dios y a su Palabra! El Señor se expresa así, porque se agradó al asumir la posición del siervo voluntario y obediente, como se nos muestra en Filipenses 2:5-8. Cristo es igual a Dios, pero él se hizo hombre y siervo, y tomó esta posición voluntariamente. “Por lo que padeció aprendió la obediencia” (Hebreos 5:8). Nuestro aprendizaje de la obediencia es totalmente diferente. El pecado mora en nosotros y quiere incitarnos incesantemente a la desobediencia. En Cristo no hay pecado. Como hombre y siervo, aprendió la obediencia, obedeciendo perfectamente.
Luego agrega: “Mi bondad no te aprovecha a ti” (V.M.). Habla en su condición de hombre delante de Dios. Un día, un joven vino a Jesús y se dirigió a él diciéndole: “Maestro bueno”. El Señor le respondió: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios” (Marcos 10:17-18).
“Para los santos que están en la tierra, y para los íntegros, es toda mi complacencia. Se multiplicarán los dolores de aquellos que sirven diligentes a otro dios. No ofreceré yo sus libaciones de sangre, ni en mis labios tomaré sus nombres” (v. 3-4).
Vemos ahora sus relaciones con los hombres. Al igual que antes, hoy también hay dos grupos de personas: aquellos con quienes el Señor Jesús guarda una estrecha relación (v. 3), y aquellos a los cuales no puede asociarse (v. 4).
Los que temían a Dios cuando el Señor vivía en la tierra, los que fueron a Juan el Bautista y se arrepintieron con sinceridad, eran para él los “santos” y los “íntegros”. A ellos se unió. Todavía hoy, él se une a aquellos que temen a Dios y que acuden a él. “Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isaías 57:15). El Señor no se junta con aquellos que son orgullosos sino que se vuelve hacia los corazones quebrantados. Existen toda suerte de orgullos que nos asechan, incluso en el dominio espiritual. El comienzo de la decadencia tiene lugar tan pronto como perdemos el sentimiento de la gracia. Dios no podrá bendecirnos nuevamente a menos que nos quebrantemos ante él.
En el versículo 4, encontramos a “aquellos que sirven diligentes a otro dios”. Proféticamente, ese otro es el Anticristo. Pero este versículo tiene un alcance totalmente general. Concierne a todos aquellos que corren tras cualquier otro que no sea Dios, es decir, que no se han vuelto a él todavía. El Señor Jesús rechaza toda comunión con ellos y con sus obras.
La expresión “libaciones de sangre” quizá no sea fácil de explicar, pero una cosa es clara: se trata de lo que hacen los hombres sin Dios. El Señor se distancia de esas obras. Pero se distancia también de ellos como personas; no quiere tomar sus nombres en sus labios. ¡Qué contraste con lo que se nos dice del que viene a él y cree en él! El buen Pastor llama a sus ovejas por su nombre (Juan 10:3); y su nombre está escrito en el cielo (Lucas 10:20).
“Jehová es la porción de mi herencia y de mi copa; tú sustentas mi suerte. Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos, y es hermosa la heredad que me ha tocado. Bendeciré a Jehová que me aconseja; aun en las noches me enseña mi conciencia” (v. 5-7).
Estos versículos nos muestran al Señor en las circunstancias que encontró en su vida como hombre en este mundo. Por medio de ellos, conocemos los sentimientos de su corazón respecto a lo que Dios había determinado para él.
“Jehová es la porción de mi herencia”. Dios era su todo. En él ha sido perfectamente cumplido lo que había sido dicho sobre los levitas: contrariamente a las otras tribus de Israel, éstos no habían recibido heredad en el país, pues “Jehová Dios de Israel es la heredad de ellos” (Josué 13:33). Dios era también la porción de su “copa”. Esta copa evoca las circunstancias por las que pasó. En todas ellas, introducía a Dios.
En este mismo espíritu, el apóstol Pablo dice: “Para mí el vivir es Cristo” (Filipenses 1:21). Cristo era su todo, y cualquiera fuese la situación en que se hallara, ponía a Dios entre él y las dificultades.
“Tú sustentas mi suerte”. Cristo estaba seguro de que en ese camino no sería confundido. Si Dios es el centro de nuestra vida y si lo introducimos en todas nuestras circunstancias, nuestro gozo será constante y no nos decepcionaremos nunca.
“Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos”. Estas palabras evocan el camino que Cristo debía recorrer sobre la tierra, de un lugar a otro. No eran lugares agradables en sí mismos; por todos lados se veía el pecado y la miseria. Pero, como era el camino que Dios le había trazado, era agradable para él. Quizá el camino de nuestra vida sea difícil en estos tiempos para algunos de entre nosotros, pero si estamos convencidos de que es el camino de Dios, entonces las circunstancias penosas se tornarán en lugares deleitosos. El Señor Jesús anduvo de un lugar a otro con una paz profunda en su corazón, y dijo a sus discípulos: “Mi paz os doy” (Juan 14:27).
“Y es hermosa la heredad que me ha tocado”. El Señor designa así la misión que debía cumplir en este mundo. Como siervo, tenía que seguir un camino y debía cumplir una misión. Las dos cosas le habían sido encomendadas por Dios; por eso los lugares eran “deleitosos” y la herencia “hermosa”.
En ese camino y en el cumplimiento de su misión experimentó dos cosas:
— “Jehová... me aconseja” y,
— “aun en las noches me enseña mi conciencia”. El consejo que Dios nos da es siempre para nuestro bien. Si la Palabra mora en nosotros —en lo más profundo de nuestro ser— Dios nos hace comprender la sabiduría en lo secreto de nuestros corazones (compárese con el Salmo 51:6).
“A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque está a mi diestra, no seré conmovido. Se alegró por tanto mi corazón, y se gozó mi alma; mi carne también reposará confiadamente; porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción” (v. 8-10).
El Señor está aquí ante la muerte. El objetivo invariable que se había propuesto era el de cumplir la voluntad, el deseo de su Padre. Cuando subía a Jerusalén sabiendo que iba a dar su vida allí, lo hizo en completa sumisión a su Dios. Al final de su camino, le oímos decir: “...para que el mundo conozca que amo al Padre, y como el Padre me mandó, así hago” (Juan 14:31). Voluntariamente fue hasta el Gólgota y en ese camino la mano de Dios lo sostuvo. Previendo el momento en que sus discípulos lo abandonarían, podía decir: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo” (Juan 16:32). ¡Con qué profundo gozo dijo esto! Podía decir: “No seré conmovido”. A lo largo del camino que lo conducía a la cruz, su confianza en Dios nunca fue quebrantada, ni por un segundo. La mayoría de los hombres de Dios conocieron momentos en los cuales vacilaron, pero nunca fue ése el caso de nuestro Señor.
Pensemos en el Salmo 22 en el cual lo vemos llevando nuestros pecados durante las horas de tinieblas en la cruz. Clama a Dios en una profunda angustia, pero no obtiene respuesta, pues Dios es santo y aparta su mirada de él. Y dice entonces: “Pero tú eres el que me sacó del vientre; el que me hizo estar confiado desde que estaba a los pechos de mi madre. Sobre ti fui echado desde antes de nacer; desde el vientre de mi madre, tú eres mi Dios” (Salmo 22:9-10). Incluso en este momento, su confianza en Dios no fue quebrantada ni un instante.
“Se alegró por tanto mi corazón, y se gozó mi alma; mi carne también reposará confiadamente”. Piensa en el momento en que su obra se cumplirá y confía su cuerpo enteramente a Dios. Los hombres le han destinado una sepultura “con los impíos”, pero Dios proveyó para que fuese “con los ricos... en su muerte” (Isaías 53:9; Mateo 27:57-60). Jesús confiaba en que Dios no dejaría su alma en el Seol y que su cuerpo no vería corrupción. Debía ser así con aquel que durante toda su vida fue el Santo de Dios: “tu santo” (v. 10). Pedro se refiere a este pasaje del Salmo 16 en una de sus predicaciones para establecer el hecho de la resurrección, y agrega: “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos” (Hechos 2:32).
“Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre” (v. 11).
Tenemos aquí el resultado del camino del Siervo perfecto. Como hombre, aprendió a conocer “la senda de la vida”, la vida en resurrección. Entró en la presencia de Dios y fue saciado de gozo junto a él. Se sentó a la diestra de Dios, el lugar de honor que le corresponde sólo a él.