La vida del creyente no es un paseo tranquilo. Dios no nos prometió una vida sin dificultades ni pruebas.
El autor del Salmo 107 lo evoca. Al hablar de “los que descienden al mar... y hacen negocio en las muchas aguas”, muestra lo que Dios a veces juzga bueno enviarles: “Habló, e hizo levantar un viento tempestuoso, que encrespa sus ondas” (v. 25). Esto puede sucedernos también. Un viento tempestuoso sopla contra nosotros, y se nos hace difícil avanzar. Las circunstancias de la vida, como olas amenazadoras, parecen sumergirnos. Dios permite tales cosas en nuestras vidas. Pero no solamente esto. A veces, actúa directamente para hacernos pasar por tales situaciones. Esto puede afectar todas las esferas de nuestra existencia: nuestra vida personal, familiar, profesional, como también nuestra vida de iglesia.
¿Por qué Dios nos envía tales tempestades? Mediante dos ejemplos, veremos dos motivos muy distintos que pueden llevar a Dios a mandar un viento tempestuoso y grandes olas.
Primer motivo: Una mala conducta
Recordemos la historia del profeta Jonás. Al principio del libro, Dios le da una misión clara y directa. Debe ir a Nínive y dirigir a sus habitantes un mensaje de parte de Dios. No obstante, Jonás no quiere cumplir la misión recibida. Tiene un pensamiento opuesto, y se levanta para huir de delante de Dios. Desciende a Jope, entra en una nave que va a Tarsis, y lo encontramos por último acostado en el fondo del barco, durmiendo tranquilamente.
Pero Dios no perdió de vista a su siervo. Jonás debe aprender que es imposible escapar de la mirada de Aquel que lo envió. Además, Dios quiere que Jonás vuelva a Nínive para que cumpla su misión. Por eso actúa. “Pero Jehová hizo levantar un gran viento en el mar, y hubo en el mar una tempestad tan grande que se pensó que se partiría la nave” (Jonás 1:4).
La tempestad era una consecuencia de la desobediencia de Jonás. Dios la mandó para hacer volver a su siervo de su errado camino. Era un “gran” viento y una “gran” tempestad. Dios quería mostrar claramente a Jonás que estaba en un mal camino y que era indispensable que dé media vuelta y regrese.
¿No nos parecemos a menudo a este hombre de Dios de la antigüedad? Tal vez no recibamos misiones tan evidentes como la de Jonás. Tal vez no intentamos huir tan directamente de nuestro Señor, pero el principio es el mismo. Dios debe intervenir en nuestra vida, debe hacer venir un viento tempestuoso porque no nos comportamos como debiéramos, porque emprendemos caminos que son contrarios a sus pensamientos. A veces, Dios nos deja andar un tiempo, pero luego nos interrumpe. Siempre lo hace con sabiduría.
En todas las esferas de nuestra vida, personal o colectiva, estamos expuestos a desviarnos por un mal camino. A menudo ello va parejo con la desobediencia. Conscientemente o no, nos rebelamos contra la voluntad o los pensamientos de Dios. El tiempo en que vivimos se parece al de los Jueces, en el cual “cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 21:25). El mundo de hoy actúa abiertamente según este principio y corremos gran peligro de contaminarnos.
Muchos principios de la Palabra de Dios que eran reconocidos oficialmente en el mundo hasta hace algunos años, hoy son considerados sin valor. Tenemos un ejemplo de ello en lo que concierne al casamiento y a la familia. Cuando dejamos entrar los principios de este mundo en nuestra vida, en nuestras familias y hasta en las reuniones de la iglesia, no tenemos que extrañarnos si se nos envía un viento tempestuoso, si aparecen ejercicios y pruebas. Es el medio que Dios utiliza para atraernos a Él.
¿Cómo reacciona Jonás a la disciplina de Dios? Al principio, no piensa en absoluto que sea la mano de Dios. Se abandona al descanso y cae en un sueño profundo. Sólo cuando es despertado por el patrón de la nave, reconoce que la mano de Dios está allí. Aquí vemos nuestra imagen. ¡Cuánta dificultad tenemos a menudo, y cuánta pérdida de tiempo a veces, para llegar a tomar conciencia de que el Señor está interviniendo en nuestra vida para llevarnos a reflexionar y hacernos volver atrás!
Segundo motivo: La prueba de la fe
El segundo ejemplo pone en evidencia algo muy diferente. Consideremos el episodio relatado en los evangelios, en el cual los discípulos atraviesan la tormenta sobre el lago de Genesaret (Mateo 22:14-33). Los discípulos estaban en el lugar que el Señor quería. Les dio la orden de ir solos a la orilla opuesta. Seguramente los discípulos hubiesen querido llevar al Señor con ellos, pero obedecieron e hicieron exactamente lo que les mandó. No obstante, durante esa noche, una gran tempestad se levantó sobre el lago. Algunos de los discípulos eran marineros expertos, que no se dejaban dominar fácilmente por la desesperación. Pero esa noche tuvieron miedo.
Nos preguntamos: ¿Es posible que el Señor nos ponga en dificultades cuando estamos en el camino que él nos mostró? Vemos que un comportamiento correcto no es garantía de un camino sin dificultades y sin tempestades. Cuando Abraham se encontraba en la cumbre de la vida de la fe, Dios le pidió que ofreciera su único y amado hijo. Dios envía a veces aflicciones para probar nuestra fe. Así sucedió con Abraham y así también con los discípulos.
El apóstol Pedro, que pasó por esta experiencia en el lago de Genesaret, habla de esta clase de pruebas. Escribe: “En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 Pedro 1:6-7). Dios prueba nuestra fe, y no lo hace sin razón. Su meta es que nuestro Señor sea glorificado por medio de esa prueba. Si somos conscientes de ello, podremos comprender algo de ese difícil versículo de la epístola de Santiago: “Hermanos míos, tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas” (1:2). En este versículo, las pruebas son las que Dios manda. Envía un viento tempestuoso en nuestra vida, a fin de tener frutos para Su gloria. ¡Dios fue glorificado por el comportamiento de Abraham! Al mismo tiempo, Abraham, por su acción, reflejó en cierta medida lo que Dios hizo cuando entregó a su Hijo único para morir en la cruz.
El Señor no había perdido de vista a los discípulos cuando luchaban contra el viento y las olas. Ellos no lo veían, pero él sí los veía. Del mismo modo, cuando Él interviene en el momento apropiado, no lo reconocen. ¡Cuántas veces nos sucede que no vemos más al Señor, ni lo reconocemos en medio de situaciones turbulentas! Pero esto no cambia en nada el hecho de que el Señor nos ve siempre y que intervendrá en el momento que considere oportuno.
La búsqueda de la causa
En diferentes circunstancias de nuestra vida, nos preguntamos por qué Dios nos envía tal prueba y por qué es necesario que pasemos por dificultades. ¿Por qué sobrevienen enfermedades, problemas en el trabajo, preocupaciones en la iglesia? Los motivos pueden ser muy diversos, como lo vimos. Nos encontramos tal vez en un mal camino, entonces es el momento de detenernos y de permitir que Dios nos corrija y nos traiga de nuevo a sus caminos. En el ámbito personal, deberíamos examinarnos de manera muy severa a la luz de la Palabra de Dios y en oración, para ver si tal vez haya en nosotros un “camino de perversidad” (Salmo 139:24), si nos hemos desviado a la derecha o a la izquierda del buen camino.
Lamentablemente, es propio de la naturaleza humana juzgar más severamente a los demás que a uno mismo. Puede ser oportuno una advertencia en cuanto a esto. Si Dios envía una prueba a un hermano o a una hermana, debemos ser muy prudentes y no concluir precipitadamente que Dios actúa a causa de una falta o de un mal camino. Al contrario, nos conviene suponer que se trata de una prueba de la fe. No nos incumbe juzgar a los demás al respecto. Debemos juzgarnos a nosotros mismos y juzgar los motivos de nuestra prueba, pero no a nuestros hermanos y hermanas y sus motivos. Puede haber casos que parecen muy claros, pero aun en los tales se necesita gran prudencia.
Cambia la tempestad en sosiego
“Fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Corintios 10:13). Cuando Dios envía una tempestad, sabe también con qué fuerza el viento debe soplar y a qué altura las olas deben elevarse. Todo está en sus manos, tanto la intensidad de la prueba como su duración. Él envía una tempestad, pero también se encarga de enviar la calma después de la tempestad. El autor del Salmo 107, bajo la dirección del Espíritu, lo expresa así: “Los libra de sus aflicciones. Cambia la tempestad en sosiego, y se apaciguan sus ondas. Luego se alegran, porque se apaciguaron; y así los guía al puerto que deseaban” (v. 28-30). ¡Feliz experiencia! En el momento que Dios considera oportuno, permite la salida.
“Los guía al puerto que deseaban”. Una cosa es cierta: tenemos un piloto que nos guía de manera segura hasta que lleguemos al puerto que deseamos. Alcanzada la meta, no habrá más tempestades ni vientos contrarios. Gocémonos desde ahora de ese momento, y que nos sea de aliento en medio de las angustias y dificultades de esta tierra. Miremos a nuestro Señor, quien jamás quita su mirada de nosotros.