En esta ordenanza, digna de una atenta meditación, vemos tres diferentes resultados prácticos que derivan de la posesión de la tierra de Canaán por los israelitas: el culto, la beneficencia activa y la santidad personal. Cuando la mano de Dios hubiese introducido a su pueblo en la tierra prometida, entonces los frutos de esa tierra podían ser presentados. Era necesario estar en Canaán, antes de que los frutos de Canaán pudiesen ser ofrecidos a Dios. El adorador podía decir: “Declaro hoy a Jehová tu Dios, que he entrado en la tierra que juró Jehová a nuestros padres que nos daría” (v. 3).
Éste es el fondo de la cuestión: “He entrado”. No dice: «Voy a entrar», «espero entrar» ni «deseo entrar». No; sino: “He entrado”. Así debe ser siempre. Debemos saber que somos salvos, antes de poder ofrecer los frutos de una salvación cumplida. Podemos tener los más sinceros deseos de ser salvos, podemos hacer los más grandes esfuerzos para obtener la salvación. Pero entonces no podemos sino descubrir la absoluta diferencia que existe entre los esfuerzos para ser salvos y los frutos de una salvación que ya poseemos y gozamos. El israelita no ofrecía la canasta de las primicias con el fin de entrar en la tierra, sino porque ya estaba en ella. “Declaro hoy a Jehová tu Dios, que he entrado”. No hay posibilidad de error. He entrado en la tierra, y aquí está su fruto.
“Entonces hablarás y dirás delante de Jehová tu Dios: Un arameo a punto de perecer fue mi padre, el cual descendió a Egipto y habitó allí con pocos hombres, y allí creció y llegó a ser una nación grande, fuerte y numerosa; y los egipcios nos maltrataron y nos afligieron, y pusieron sobre nosotros dura servidumbre. Y clamamos a Jehová el Dios de nuestros padres; y Jehová oyó nuestra voz, y vio nuestra aflicción, nuestro trabajo y nuestra opresión; y Jehová nos sacó de Egipto con mano fuerte, con brazo extendido, con grande espanto, y con señales y con milagros; y nos trajo a este lugar, y nos dio esta tierra, tierra que fluye leche y miel. Y ahora, he aquí he traído las primicias del fruto de la tierra que me diste, oh Jehová. Y lo dejarás delante de Jehová tu Dios, y adorarás delante de Jehová tu Dios. Y te alegrarás en todo el bien que Jehová tu Dios te haya dado a ti y a tu casa, así tú como el levita y el extranjero que está en medio de ti” (v. 5-11).
Ésta es una hermosa ilustración del culto. “Un arameo a punto de perecer”. Tal era su origen. En lo que concierne a la naturaleza, nada había de que gloriarse. En cuanto a su condición, ¿cómo estaban?: Una “dura servidumbre” en la tierra de Egipto; extenuados de fatiga en medio de los hornos de ladrillos, bajo el cruel látigo de los capataces de Faraón. Pero entonces, “clamamos a Jehová”. Éste era su seguro recurso. Era todo lo que podían hacer; pero era suficiente. Este clamor de angustia llegó directamente al trono de Dios, e hizo descender a Dios a los mismos hornos de ladrillos de Egipto. Escuchemos las palabras de gracia que Dios dirigió a Moisés: “Bien he visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias, y he descendido para librarlos de mano de los egipcios, y sacarlos de aquella tierra a una tierra buena y ancha, a tierra que fluye leche y miel, a los lugares del cananeo, del heteo, del amorreo, del ferezeo, del heveo y del jebuseo. El clamor, pues, de los hijos de Israel ha venido delante de mí, y también he visto la opresión con que los egipcios los oprimen” (Éxodo 3:7-9).
Tal fue la inmediata respuesta de Dios al clamor de su pueblo. “He descendido para librarlos”. Sí, bendito sea su nombre, Él descendió, en su libre y soberana gracia, para librar a su pueblo; y ningún poder de los hombres o de los demonios, de la tierra o del infierno, pudo detenerle ni un instante más del tiempo decretado. Así, en Deuteronomio 26, el magnífico resultado de esta obra de Dios se manifiesta en el lenguaje del adorador y en el contenido de su canasta. “He entrado en la tierra que juró Jehová a nuestros padres que nos daría… Y ahora, he aquí he traído las primicias del fruto de la tierra que me diste, oh Jehová” (Deuteronomio 26:3, 10). Dios había cumplido todo según el amor de su corazón y la fidelidad de su palabra. “Ni una jota ni una tilde” habían faltado. “He entrado”. Y “he traído las primicias del fruto”. ¿Qué fruto? ¿El de Egipto? No, sino: “el fruto de la tierra que me diste, oh Jehová”. Los labios del adorador proclamaban la perfección de la obra de Dios. La canasta del adorador contenía los frutos de la tierra de Dios. Nada podía ser más simple y más real. Debía simplemente declarar la obra de Dios y mostrar el fruto. Todo era de Dios, del principio al fin. Los había sacado de Egipto y los había introducido en la tierra de Canaán. Había llenado sus canastas con los frutos maduros de Canaán, y sus corazones con las alabanzas del Dios de su salvación.
Ahora bien, querido lector, ¿podría pensar que era presunción de parte del israelita emplear el lenguaje que usó? ¿Estaba bien que dijese: “He entrado”? ¿No le hubiese sentado mejor expresar sencillamente una lánguida esperanza de que más adelante quizá pudiera entrar en la tierra? ¿Habrían honrado más al Dios de Israel la duda y la vacilación en cuanto a la posición que ocupaba y la heredad que ya tenía? Quizás alguien pueda decir: «No hay analogía». ¿Por qué no? La historia del pueblo de Israel nos ofrece muchos ejemplos o figuras; ¿por qué no aquí? Si un israelita podía decir: “He entrado en la tierra que juró Jehová a nuestros padres que nos daría”, ¿por qué el creyente no puede decir ahora: «He venido a Jesús»? Es verdad que en el primer caso se trataba de la vista, y en el otro de la fe. Pero ¿es menos real el último que el primero? ¿No dijo el inspirado apóstol a los hebreos: “Os habéis acercado al monte de Sion”? Y también: “Recibiendo nosotros un reino inconmovible, tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia” (Hebreos 12:22, 28). Si estamos en duda en cuanto a que nos hemos “acercado” o no, y en cuanto a si hemos “recibido el reino” o no, es imposible que adoremos a Dios en verdad o que prestemos un servicio aceptable. Sólo cuando estamos en apacible posesión de nuestro lugar y de nuestra porción en Cristo, un verdadero culto puede ser rendido a Dios, y un servicio efectivo puede ser cumplido en su viña.
Pues, ¿qué es el verdadero culto? Es simplemente expresar, en la presencia de Dios, lo que Él es, y lo que ha hecho. Ahora bien, si no tengo conocimiento de Dios, ni fe en su obra, ¿cómo puedo adorarlo? “Porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay” (Hebreos 11:6). Pero entonces, conocer a Dios es la vida eterna (Juan 17:3). No puedo adorar a Dios si no le conozco; y no le puedo conocer sin tener la vida eterna. Los atenienses habían erigido un altar “al Dios no conocido” (Hechos 17:23), y Pablo les dijo que honraban a Dios sin conocerlo y continuó anunciándoles al Dios verdadero, manifestado en la Persona y en la obra de Jesucristo.
Es sumamente importante tener este tema claramente entendido. Es necesario que yo conozca a Dios antes de poder adorarle. Puedo buscarle, si pudiera “en alguna manera, palpando... hallarle” (Hechos 17:27); pero buscar a Alguien a quien no he encontrado, y adorar a Alguien a quien he hallado, son dos cosas totalmente diferentes. Dios se ha revelado en la faz de Jesucristo. Se ha acercado a nosotros en esta bendita Persona, de manera que podamos conocerle, amarle, confiar en él y recurrir a él, en todas nuestras debilidades y en todas nuestras necesidades. Ya no necesitamos buscarle a tientas entre las tinieblas de la naturaleza, ni tampoco entre las nubes y las nieblas de la falsa religión en sus millares de formas. No; nuestro Dios se dio a conocer por una revelación tan simple que “el que anduviere en este camino, por torpe que sea, no se extraviará” (Isaías 35:8). El cristiano puede decir: “Yo sé a quién he creído” (2 Timoteo 1:12). Ésta es la base de todo verdadero culto. Puede haber abundancia de ritos religiosos, de aparente piedad, pero carnal, de ceremonias rutinarias, sin un solo átomo de verdadero culto espiritual. Este último sólo puede proceder del conocimiento de Dios.
Sin embargo, nuestro propósito no es escribir un tratado sobre el culto, sino simplemente presentar a nuestros lectores, tan sucintamente como nos sea posible, la instructiva y bella ordenanza de la canasta de las primicias. Hemos mostrado que el culto era lo primero que un israelita debía hacer una vez que se encontraba en posesión de la tierra, y que ahora nosotros debemos conocer nuestra posición y nuestros privilegios en Cristo antes de poder adorar al Padre en verdad y con inteligencia. Continuaremos nuestro tema indicando el segundo resultado práctico mencionado en el pasaje del que nos hemos ocupado, es decir, la beneficencia activa o “de hacer bien” (Hebreos 13:16).
“Cuando acabes de diezmar todo el diezmo de tus frutos en el año tercero, el año del diezmo, darás también al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda; y comerán en tus aldeas, y se saciarán. Y dirás delante de Jehová tu Dios: He sacado lo consagrado de mi casa, y también lo he dado al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda, conforme a todo lo que me has mandado; no he transgredido tus mandamientos, ni me he olvidado de ellos” (Deuteronomio 26:12-13).
Nada puede ser más bello que el orden moral en que estas cosas se presentan. Hay una notable similitud con lo que se nos dice en Hebreos 13:15: “Ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre”. Aquí tenemos el culto. “Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios” (v. 16). Aquí tenemos la beneficencia activa. Asociando las dos cosas, tenemos lo que podríamos llamar el lado superior y el lado inferior del carácter cristiano, la alabanza a Dios y hacer bien a los hombres. ¡Preciosos caracteres! ¡Que podamos manifestarlos con más fidelidad! Una cosa es cierta, estas cosas siempre van juntas. Si un hombre tiene su corazón lleno de alabanzas a Dios, podemos estar seguros de que su corazón también está abierto a las necesidades humanas en todas sus formas. Puede que no sea rico en cuanto a los bienes de este mundo. Puede que esté obligado a decir, como lo hizo ya antes otro que no tuvo vergüenza de confesarlo: “No tengo plata ni oro” (Hechos 3:6). Pero tendrá la lágrima de simpatía, la mirada de afecto, la palabra de consuelo, y estas cosas hablan con más fuerza a un corazón sensible que un don de dinero.
Pero notemos el orden divino establecido en Hebreos 13 e ilustrado en Deuteronomio 26. El culto tiene el primer lugar, el más elevado. Jamás olvidemos esto. Debemos ofrecer “siempre” a Dios sacrificio de alabanzas. También el salmista dice: “Bendeciré a Jehová en todo tiempo; su alabanza estará de continuo en mi boca” (Salmo 34:1). No es solamente de vez en cuando, o cuando todo es brillante y apacible alrededor de nosotros, cuando todo marcha prósperamente y sin obstáculos; no, sino “siempre”, “de continuo”. Esa corriente de acción de gracias ha de fluir sin interrupción alguna. No hay ningún intervalo para las murmuraciones y las quejas, la pesadumbre o el descontento, la tristeza o el desaliento. La alabanza y las acciones de gracias deberían ser nuestra continua ocupación. Hemos de cultivar siempre el espíritu de adoración. Éste será nuestro feliz y santo servicio durante el curso de la eternidad. Cuando hayamos dicho un definitivo adiós a esta escena de sufrimiento y de tristeza, entonces alabaremos a nuestro Dios para siempre en el santuario de su bendita presencia.
“Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis”. Es notable ver el modo en que esto se presenta. El apóstol no dice: «No os olvidéis de ofrecer sacrificios de alabanza». No; él añade esta saludable y necesaria advertencia, a fin de que, entretanto gozamos de la dicha de nuestra porción en Cristo, no nos vayamos a “olvidar” que atravesamos un mundo de dolor y de miseria: “Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis”. El israelita no debía solamente disfrutar de todas las buenas cosas que su Dios le había dispensado, sino que debía acordarse del levita, del extranjero, del huérfano y de la viuda, es decir de aquel que no tenía heredad en la tierra, del que no tenía residencia, ni protector, ni ningún sostén aquí abajo. Así debe ser siempre. El rico caudal de la gracia que Dios vierte en nosotros llena nuestros corazones hasta hacerlos desbordar, y, desbordando, éste refresca todo cuanto está a nuestro alrededor. Si tan sólo viviésemos en el gozo de lo que tenemos en Dios, cada uno de nuestros movimientos, cada uno de nuestros actos, incluso cada una de nuestras miradas, haría el bien. Según el pensamiento divino, un cristiano es un hombre que está con una mano levantada hacia Dios presentándole el sacrificio de alabanza, y con la otra mano, lleno de frutos de beneficencia, que esparce sobre todos aquellos que tienen necesidad.
Y, para terminar, diremos unas palabras sobre nuestro tercer punto. Simplemente citaremos el pasaje. Cuando el israelita hubo presentado su canasta y distribuido sus diezmos, fue instruido a decir después: “No he comido de ello en mi luto, ni he gastado de ello estando yo inmundo, ni de ello he ofrecido a los muertos; he obedecido a la voz de Jehová mi Dios, he hecho conforme a todo lo que me has mandado” (v. 14). Aquí tenemos la santidad personal, la absoluta separación de todo aquello que es incompatible con el santo lugar de culto y de servicio en el que el israelita había sido introducido. No debía haber luto, nada inmundo, ni obras muertas. No había lugar para tales cosas. Miramos en lo alto a Dios y ofrecemos el sacrificio de alabanza. Miramos al mundo alrededor de nosotros, y hacemos el bien. Miramos hacia adentro, en lo que concierne a nuestro propio ser —en lo interior de nuestra vida— y procuramos guardarnos sin mancha.
¡Que estas cosas estén en nosotros y abunden!