Las pisadas de Jesús

Salmos 16

El apóstol Pedro nos dice en su primera epístola que Cristo nos dejó ejemplo, para que sigamos sus pisadas (2:21). Esta declaración no podía ser hecha antes de que Él se hubiese manifestado y de que sus pisadas fueran hechas visibles a los ojos humanos. Las descubrimos no solo leyendo los evangelios, sino escudriñando las Escrituras, que dan testimonio de Él (véase Juan 5:39).

El sendero en el cual el Señor Jesús anduvo en la tierra es maravillosamente luminoso. Hecho hombre, se caracterizó por toda la perfección humana, la del hombre según el corazón y pensamiento de Dios. Él era Dios, y todas las perfecciones divinas se desplegaron en Él. Pero en este hombre también se vio toda la perfección humana. Varios caracteres del hombre perfecto son puestos delante de nosotros en el salmo 16, proféticamente, por el Espíritu. Podemos resumirlos en siete puntos.

1) La dependencia

El salmo comienza por una oración que expresa su entera dependencia de Dios: “Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado” (v. 1). En su origen, el hombre fue hecho criatura dependiente de Dios, y la actitud de independencia que tomó es la esencia misma de su pecado. Nuestro Señor estuvo caracterizado por una dependencia perfecta.

Efectivamente, vivía “de toda palabra que sale de la boca de Dios” y “no solo de pan” (véase Mateo 4:4). Es lo que explica esas notables declaraciones que encontramos en el evangelio de Juan —el evangelio que pone en evidencia su divinidad— tales como: “No puedo yo hacer nada por mí mismo” (Juan 5:30).

2) La confianza

Sin embargo, detrás de esta admirable dependencia de Dios se encontraba su confianza absoluta en Él. Leemos al final del versículo 1: “Porque en ti he confiado”. En Génesis 3, vemos que la serpiente dirigió su primer ataque contra Eva buscando hacer vacilar su confianza en Dios, con el propósito de llevarla a la independencia.

El adversario sabe muy bien que nadie mantiene una actitud de dependencia hacia alguien en quien no tiene confianza. Si la confianza desaparece, la dependencia desaparece. Aquí también nuestro Señor es ejemplo. ¿Quién conocía a Dios como Él? Su conocimiento de Dios era absoluto, y por consecuencia, su confianza en Dios era absoluta.

3) La sumisión

Luego tenemos la expresión de su entera sumisión de corazón a Dios. Le dice: “Tú eres mi Señor” (v. 2); lo reconoce como su Maestro en todo. Esto resulta de su confianza. De aquellos en quienes tenemos confianza, no solo aceptamos ser dependientes sino que somos felices de aceptar la autoridad y dirección. El Señor Jesús tomó un lugar de entera sumisión en todo. No vino para hacer su voluntad, sino la voluntad de Aquel que lo había enviado.

Adán fue desobediente hasta la muerte; Cristo fue “obediente hasta la muerte” y aun hasta la “muerte de cruz” (Filipenses 2:8). Todo su camino se caracterizó por la obediencia; y su muerte fue la obra suprema en la cual su obediencia perfecta fue coronada y consumada. En esta perspectiva el apóstol escribe: “Por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Romanos 5:19).

No hay ninguna idea de inferioridad en el lugar de sumisión y obediencia que nuestro Señor tomó. Aun entre los hombres, por ejemplo en el mundo del trabajo, encontramos a menudo la subordinación sin trazas de inferioridad. Sucede frecuentemente que un hombre que ocupa un lugar de subordinación muestra capacidades que son iguales o superiores a aquellos que están colocados por encima de él.

El Señor Jesús era “igual a Dios” (Filipenses 2:6), porque era Dios. Tomó el lugar de siervo para que la voluntad divina se cumpla y la gloria de la deidad sea manifestada.

4) La humildad

Habiendo tomado este lugar de sujeción, el Señor Jesús manifestó maravillosamente la humildad que iba a la par con ella. “Para los santos que están en la tierra, y para los íntegros, es toda mi complacencia” (v. 3). Y dice a Jehová (v. 2) que en ellos está toda su complacencia. ¡Qué humilde gracia tenemos aquí! El Hijo de Dios se encontró en medio de nosotros como hombre, y su complacencia estaba con personas humildes sin fama, como Zacarías, Elisabet, José, María, Simeón, Ana, Pedro, Juan, Santiago y muchos otros. He aquí los que para Él eran “los íntegros” de la tierra.

Hoy estima de la misma manera a esos creyentes humildes. Que este hecho se grabe en nuestros corazones y que gobierne nuestra actitud hacia tales personas. Tengamos mucho cuidado de la manera como los tratamos. Si Él mismo encuentra sus delicias en ellos, ¿quiénes somos nosotros para considerar a esas personas como inferiores a nuestra dignidad?

5) La separación

Asociándose de esa manera con los creyentes, encontrando sus delicias con los íntegros, estaba enteramente separado de todo lo que no era de Dios. “Se multiplicarán los dolores de aquellos que sirven diligentes a otro dios... ni en mis labios tomaré sus nombres” (v. 4). Este es su camino, y este camino es el nuestro: plena identificación de corazón con el Señor y con los suyos, y separación completa de corazón respecto del mundo y de su religión.

Notemos que el versículo 4 no habla de guerras y combates trastornadores que turban la tierra, ni de placeres y codicias del mundo, ni de crímenes que allí se cometen. Habla de su falsa religión. Allí yace el error fundamental de este pobre mundo, y de este error nuestro Señor estaba completamente separado. No tenía nada que ver con eso. No tenía ningún compromiso con ello. Dios era “la porción de su herencia y de su copa” (v. 5), el tesoro que era enteramente suficiente para Él.

6) La satisfacción

Teniendo a Dios como su porción, estaba perfectamente satisfecho. En un mundo descontento, quejoso e insatisfecho, Él estaba tan lleno de satisfacción que podía decir: “Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos, y es hermosa la heredad que me ha tocado” (v. 6) aunque tenía que hacer frente a la oposición y persecución. Podía bendecir y agradecer a Dios (v. 7). La satisfacción es la condición previa de la adoración. La copa debe estar llena hasta el borde para poder desbordar.

7) La devoción

Vemos a Jesús como aquel que estaba enteramente y siempre dedicado a Dios. Su devoción no tenía límite, al contrario de lo que a menudo somos nosotros. Él dice: “A Jehová he puesto siempre delante de mí” (v. 8). Nuestro Señor solo tenía como meta hacer la voluntad del Padre; era su primera preocupación y sus constantes delicias.

El resultado de su camino

Los últimos versículos del salmo nos presentan el resultado de su camino en la tierra. Su camino como hombre era tan luminoso y de tal perfección que el único lugar digno de Él era estar a la derecha de Dios. Además, posee este lugar por otras razones, como lo muestra la epístola a los Hebreos: está allí a causa de la gloria suprema de su persona, a causa de la grandeza de su oficio sacerdotal y a causa de la perfección de su obra expiatoria. Pero también está allí a causa de sus perfecciones humanas, puestas a prueba y manifestadas en su camino de fe; y esta perfección es la que presenta el salmo 16.

“Porque no dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción. Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre” (v. 10-11, citados en Hechos 2:27-28). El camino de fe que recorrió fielmente lo condujo hasta la muerte. Y a través de la muerte, ese camino fue manifestado como un camino de vida. Esto puede parecer paradójico, pero descubrimos que la vida es la vida en resurrección, y, por lo tanto, más allá del poder de la muerte, para la eternidad. El Hombre perfecto no está simplemente en la presencia de Dios, porque finalmente todos los creyentes estarán allí; sino que está a la diestra de Dios. Es un lugar en el cual los creyentes no estarán jamás. Es el lugar de preeminencia que solo le está reservado a Él.