En la conmovedora historia de Esteban, el primero de una larga sucesión de mártires, encontramos la maldad de Israel totalmente desenmascarada y a la vez, la belleza de la fe cristiana admirablemente puesta en evidencia.
En su discurso, Esteban recuerda la historia de Israel para mostrar que la carne, incluso en el pueblo de Dios, resiste invariablemente al hombre que anda con Dios. Demuestra esto por medio de las Escrituras, recordando en detalle cómo los patriarcas trataron a José y cómo la nación resistió a Moisés.
Los patriarcas, llenos de celo contra José, lo odiaron y persiguieron. Pero Dios estaba con él y lo elevó a una alta dignidad. En su elevación, José se presentó a sus hermanos como su salvador y libertador. Es una conmovedora figura de Cristo, el Mesías, que los jefes de Israel entregaron para que sea crucificado. Pero Dios lo “ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador”, y desde este lugar elevado, por el Espíritu Santo, ofreció el arrepentimiento y la remisión de los pecados a Israel (Hechos 5:31-32).
Luego, Esteban recuerda la historia de Moisés, quien para ayudar a su pueblo amado, volvió la espalda a toda la gloria de Egipto. Pero los israelitas rechazaron y echaron a aquel que Dios les envió “como gobernante y libertador” (7:35). De la misma manera en el desierto “no quisieron obedecer… y en sus corazones se volvieron a Egipto” (v. 39). Así, de nuevo resistieron al hombre que tenía a Dios consigo.
Cuando escuchamos el discurso de Esteban comprendemos cuál es el verdadero carácter de la carne, sea en el creyente o en el incrédulo, porque la carne es siempre la misma.
La carne está marcada por la “envidia”: los patriarcas estaban “movidos por envidia” contra José y se deshicieron de él (7:9). Ella es incapaz de entrar en el pensamiento de Dios, quien quería librar a Israel por medio de Moisés, pero “ellos no lo habían entendido así” (v. 25). Es abiertamente hostil al que tiene a Dios consigo: Israel “rechazó” a Moisés (v. 27, 39). Se deja conducir por las cosas visibles y no por la fe: “Haznos dioses que vayan delante de nosotros”, pidieron los israelitas (v. 40). Se regocija en sus propias obras y no en las obras de Dios: “Entonces hicieron un becerro... y en las obras de sus manos se regocijaron” (v. 41).
Después de haber echado un vistazo sobre la historia de Israel, Esteban concluye su discurso poniendo solemnemente al desnudo el estado de la nación. Es un pueblo “duro de cerviz”, constantemente en rebelión contra Dios, y cualquiera sea la religiosidad de la que hace alarde, su carne no está de ninguna manera juzgada: son “incircuncisos de corazón y de oídos” (v. 51), sordos a la Palabra de Dios. Por esto Esteban puede declarar que resisten “siempre al Espíritu Santo”; como hicieron sus padres, ellos también hicieron. Los padres persiguieron y mataron a los profetas, y los hijos entregaron y llevaron a la muerte al Mesías. En cuanto a la ley de la que se vanagloriaban, ellos no la guardaron.
Hasta ese momento, en el desarrollo del libro de los Hechos, los apóstoles proclamaron a la nación, por el Espíritu Santo, un ofrecimiento de arrepentimiento y de perdón de los pecados. Declararon que si se arrepentían Cristo volvería para establecer “tiempos de refrigerio” (3:19-21). Ahora bien, he aquí que este último testimonio a esa generación fue rechazado enérgicamente. El testigo de la gloria celestial de Cristo es echado fuera de la ciudad y apedreado sin piedad. De la misma manera que el testimonio de Cristo sobre la tierra había sido rechazado, el testimonio del Espíritu Santo enviado sobre la tierra por Cristo glorificado es también rechazado.
Es así que, para Israel como nación, todo ha terminado por el momento. Desde entonces, el testimonio de Dios no tiene más que ver con un Cristo que deba reinar sobre la tierra sino con un Cristo glorificado en el cielo. La posición de Cristo determina siempre la posición y las bendiciones de su pueblo. Si Cristo reina sobre la tierra, tiene un pueblo terrenal cuyas bendiciones tienen un carácter terrenal. Si Cristo está glorificado en el cielo, su pueblo pertenece al cielo y tiene bendiciones de carácter espiritual y celestial. Tenemos aquí un momento crucial: el centro no está más en Jerusalén donde Cristo fue crucificado, sino en el cielo donde está glorificado.
Por lo tanto, pasamos del judaísmo al cristianismo, de la tierra al cielo, de un Cristo que reinará sobre la tierra, a un Cristo elevado a la gloria. Comienza una nueva era, en la que los creyentes de entre los judíos y los gentiles son llamados para formar la Iglesia de Dios, unida a Cristo en el cielo. Durante este período, Dios no tiene un pueblo terrenal, ninguna nación en relación con él, y ningún templo como centro terrenal. Desdichadamente, la cristiandad obra a menudo según el principio de las cosas que caducaron, y hace revivir el ritual judaico con sacerdotes y edificios suntuosos que son llamados casas de Dios. Además, la cristiandad se volvió en gran medida, un sistema religioso cuyo objetivo es mejorar las condiciones de vida de la humanidad.
Es de gran importancia comprender que la fe cristiana nos llama fuera del mundo y nos da un lugar en el cielo. Allí está nuestra heredad para la cual somos “guardados por el poder de Dios mediante la fe”. Es “una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos” para nosotros (1 Pedro 1:4-5).
En Esteban vemos a un creyente que realiza esta posición celestial, y discernimos en él los caracteres que corresponden a esta posición. Vale la pena detenernos sobre el relato corto pero instructivo de ese primer mártir del período cristiano. Lleva los caracteres cristianos de una manera sorprendente. Es descrito como un “varón lleno de fe y del Espíritu Santo”, “lleno de gracia y de poder” y de “sabiduría” (Hechos 6:5-10). Estas son características destacadas de un cristiano. La fe viene necesariamente en primer lugar, pero después de haber creído en el Evangelio de nuestra salvación, somos sellados con el Espíritu Santo (Efesios 1:13). Habiendo recibido el Espíritu Santo, somos exhortados a ser “llenos” de él (5:18). Y si estamos llenos del Espíritu, deberíamos estar caracterizados por la gracia que hace frente a todo mal, en el espíritu en que Cristo lo hizo por el poder que nos eleva por encima de todas las circunstancias, y por la sabiduría frente a la oposición.
Los que manifiestan tales virtudes —reflejos de Cristo— no consiguen el favor de los que tienen solo una profesión religiosa. Y es así que algunos judíos “soliviantaron al pueblo, a los ancianos y a los escribas; y arremetiendo, le arrebataron, y le trajeron al concilio” (Hechos 6:12). Allí, algunos falsos testigos le acusaron de haber proferido palabras blasfemas contra Moisés, contra Dios, contra el templo y contra la ley.
¿Cómo se comportaría Esteban en presencia de tales actos de violencia y tales acusaciones mentirosas? Todo el concilio tenía los ojos fijos en él. ¿Habría cólera e indignación sobre su rostro frente a esas acusaciones injustas? ¿Cómo resistiría su cristianismo práctico a tal prueba? Para su asombro, esos hombres no vieron sobre ese rostro ningún rastro de resentimiento o de cólera. “Al fijar los ojos en él, vieron su rostro como el rostro de un ángel” (v. 15). Estaba iluminado por la luz del cielo. Pensando en nosotros, podemos preguntarnos cuál hubiera sido nuestra actitud y cómo hubiésemos obrado en tales circunstancias. En presencia de acusaciones tan malas e injustas, nuestra indignación quizás se hubiera visto sobre nuestro rostro. ¿Cuál era entonces el poder escondido que hacía a Esteban capaz de ser como un ángel, mientras que el diablo lo agobiaba?
Esto nos conduce a detenernos en cuatro características importantes de un cristianismo vivido en el poder del Espíritu Santo. Son puestas en evidencia en Esteban de una manera admirable en los últimos momentos de su vida, al final del capítulo 7.
1) El cristiano lleno del Espíritu Santo es alguien que tiene puestos los ojos en Cristo en el cielo. Tiene conciencia de que todos los recursos están en Cristo, el Hombre en la gloria. No mira en su interior, esforzándose vanamente por encontrar en sí mismo algo en que podría confiar. No mira alrededor de él, para encontrar apoyo y dirección en su entorno. Mira fijamente hacia arriba. Sabe que Cristo en la gloria es el Jefe de su pueblo, que tiene toda la sabiduría necesaria para conducir a los suyos, que su corazón lleno de amor simpatiza con ellos en sus aflicciones, y que su mano es todopoderosa para sostenerlos en sus dificultades. Es así que la epístola a los Hebreos nos exhorta a correr “con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:1-2). Corremos una carrera que conduce al cielo, y en esa trayectoria habrá que sufrir pruebas y soportar insultos. Podremos permanecer firmes solo si, como Esteban, miramos constantemente al cielo y mantenemos nuestros ojos puestos en Jesús. En Esteban se pone en evidencia el gran hecho de que el Espíritu Santo fue enviado del cielo por Cristo, para unir nuestros corazones a un Cristo que se encuentra en el cielo.
Pero destaquemos que Esteban, que tenía los ojos puestos en el cielo, que veía la gloria de Dios y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, era no solo un creyente sellado con el Espíritu Santo, sino un creyente “lleno del Espíritu Santo” (Hechos 7:55). «Poseer el Espíritu Santo es una cosa, estar lleno de él, es otra. Cuando es la única fuente de mis pensamientos, entonces estoy lleno de él. Cuando ha tomado posesión de mi corazón, el poder está allí para hacer callar lo que no es de Dios, para guardarme del mal y para guiarme en cada detalle del camino» (J.N. Darby). Esteban, lleno del Espíritu, levanta los ojos hacia Cristo en la gloria. No contempla la gloria con sus ojos naturales; está lleno del Espíritu Santo. En lo que concierne a nosotros, algo parecido puede ser realizado. El apóstol Pablo escribe: “Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta... la gloria del Señor, somos transformados... en la misma imagen” (2 Corintios 3:18).
2) El creyente que mira fijamente hacia Cristo en la gloria es alguien que está sostenido por Cristo en el cielo. Esto no quiere decir que estará preservado de pruebas. Dios puede permitir que pase por las más terribles pruebas, como Esteban que fue acusado sin razón de haber blasfemado, echado fuera de la ciudad y eliminado del mundo. Pero si Esteban no fue preservado de la prueba, no obstante fue sostenido a lo largo de ella. En esas terribles circunstancias, realizó la verdad de la promesa: “Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti” (Isaías 43:2). Apedrearon a Esteban, y fue llamado a “andar en valle de sombra de muerte”, pero no temió mal porque el Señor estaba con él y lo sostuvo, y porque la gloria estaba delante de él.
3) El cristiano sostenido por Cristo es alguien que reproduce algo de Cristo en el cielo. Fijando nuestras miradas en el Señor en la gloria, “somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen” (2 Corintios 3:18). Solo si contemplamos a Cristo en la gloria, el mundo podrá ver en nosotros algo de Cristo. Es así que Esteban es hecho semejante a Cristo, a Aquel que en su humillación fue acusado de blasfemar, pero “que dio testimonio de la buena profesión delante de Poncio Pilato”, y “cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba” (1 Timoteo 6:13; 1 Pedro 2:23). Poniendo los ojos en el Señor, Esteban sigue las pisadas del Señor. Cuando se lo maldijo, no se defendió; cuando sufrió, no pronunció ninguna amenaza. Ningún mal pensamiento subió a su corazón, ninguna mala mirada afeó su rostro, ninguna palabra amarga apareció sobre sus labios. Dio testimonio de su Maestro olvidándose de sí mismo, olvidando el peligro, sin ocuparse de las consecuencias. Su corazón estaba tan lleno de Cristo, al punto que olvidó todo lo que le concernía. Cristo era el único objeto que estaba ante él. Poniendo sus ojos en el Señor en la gloria, Esteban fue transformado en su imagen y, como lo hizo Jesús sobre la cruz, oró por sus enemigos y entregó su espíritu al Señor. Así, el hombre sobre la tierra lleva los rasgos del Hombre en la gloria. Esteban puso los ojos en el cielo y vio a Jesús en la gloria, mientras que el mundo fijó los ojos en Esteban y vio a Jesús en él.
4) Vemos que después de haber llevado los rasgos de Cristo, cuando viene el momento de terminar su carrera, el cristiano es alguien que deja el mundo para estar con Cristo en el cielo. Esteban se durmió, y su espíritu fue recogido por Cristo en la gloria. El camino de los sufrimientos por Cristo conduce a la gloria con Cristo.
Así vemos en Esteban un magnífico cuadro del verdadero cristianismo según los pensamientos de Dios. Un creyente lleno del Espíritu Santo realizará esta palabra del Señor: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lucas 9:23). Ese cristiano, enteramente ocupado de Cristo, se negará a sí mismo, no se esforzará en cuidar su vida en la tierra y seguirá a Cristo en la gloria.
Dirigirá sus miradas a Cristo en la gloria. Poniendo sus miradas en Cristo, será sostenido por Cristo en la gloria. Estando sostenido por Cristo, reflejará a Cristo en la gloria. Y después de haber acabado su carrera, dejará este mundo para estar con Cristo en la gloria.