Este salmo, cortito, de tan solamente siete versículos, constituye, sin embargo, el centro del libro de los Salmos. No se nos presenta allí sino una sola persona: el Señor Jesucristo, lo que es una particularidad de los Salmos 2; 8; 16; 22, y también de algunos otros, mientras que en la mayor parte del libro el Espíritu Santo presenta al Señor junto con los santos del remanente de Israel en los tiempos futuros.
Si en el Nuevo Testamento estos textos son más frecuentemente citados que otros, es porque Dios nos quiere ocupar más particularmente del Señor y únicamente de Él. Hallamos nuestra dicha, sin duda, en una cantidad de cosas que se relacionan con nuestro Salvador amado, las que provienen de Él mismo: podemos ocuparnos de nuestra salvación, de nuestro porvenir eterno y de otros numerosos temas, pero nuestro privilegio es, en ciertos momentos, no pensar sino en Él.
El culto es uno de esos momentos. Jesús está ante nuestras miradas; le vemos en su humillación, la que le llevó hasta la muerte y muerte de cruz. Esta humillación complació al Padre y, precisamente por ella y por la virtud de esa muerte tan ignominiosa, el Padre le dio un nombre sobre todo nombre, el lugar supremo.
Hallamos en el Nuevo Testamento ciertas alusiones al Salmo 8: “Le hiciste un poco menor que los ángeles”, pero luego leemos: “Le coronaste de gloria y de honra” (Hebreos 2:7).
En el Salmo 16:11 leemos: “Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre”. Estos son los resultados del camino de Jesús como siervo, el que lo llevó hasta la muerte y muerte de cruz. En otro lugar encontramos: “Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la congregación te alabaré” (Salmo 22:22). Esta es la contestación al tan doloroso clamor: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?” (Salmo 22:l). Todo el porvenir glorioso de Cristo como Jefe de su Iglesia se desarrolla como consecuencia de esta insondable expresión.
Podemos hacer notar, de paso, que en numerosos salmos el primer versículo presenta las consecuencias de lo que está a continuación; así también el primer versículo del Salmo 110 podría ser colocado después del último y leeríamos: “Del arroyo beberá en el camino, por lo cual levantará la cabeza. Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”. En el Salmo 8 el Señor se presenta como el Hijo del hombre; como siervo en el 16; como la Víctima en el 22; y en el Salmo 110 como el enviado del Padre, enviado para una misión, para cumplir en este mundo la voluntad de su Padre, la que le llevó a ofrecerse a sí mismo en holocausto. No hesita ni un instante: se pone en camino, quiere llegar al blanco, afirma su rostro como un pedernal para ir a Jerusalén. Pero no encuentra un arroyo a cada paso; sin embargo, en algunas oportunidades aguas frescas corren a sus pies: cuando una pobre pecadora de Samaria ha sido atraída a su presencia, Él bebe del arroyo; bebe también cuando María Magdalena, poseída de demonios, disfruta de Su amor; bebe del arroyo en la última hora, cuando un miserable ladrón clavado en el madero le dice: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”; y Él mismo puede contestar: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:42-43).
¡Cuán escasos son estos momentos, preparados por su Dios y Padre, en los que el Hijo de su amor puede beber del arroyo y cobrar, por así decirlo, nuevas fuerzas y llegar al fin del camino! Y cuando llega a ese lugar ¿qué encuentra Él? Una cruz en la que muere por nosotros. Pero Dios le dijo: “Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”.
Y a nosotros, que ya le vemos a la diestra de la Majestad, nos asocia a esta misma gloria que Dios le dio. Estamos crucificados con Él, pero desde ya participamos de su gloria. Nuestros pensamientos le siguen y ¡conmovidos son nuestros corazones por su amor, ese amor que le hizo bajar hasta los profundos abismos para sacarnos de allí y elevarnos más alto que los cielos!
Pese a nuestra flaqueza en el camino, no nos abandona; juró Jehová y no se arrepentirá: Él es “sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Salmo 110:4; Hebreos 6:20). Entró en el mismo cielo para presentarse ahora, por nosotros, en la presencia de Dios, hasta que nosotros también hayamos llegado allí mismo, donde nos preparó lugar.