El clamor de medianoche o la esperanza de la Iglesia /1

Mateo 25:1-13

En estas páginas presentamos al lector un asunto de sumo y creciente interés para todo hijo de Dios. Se trata del regreso o de la segunda venida del Señor Jesús. Al meditarla con nuestros lectores, encarecemos la necesidad de que esto se haga con oración y con seriedad y, además, con la Biblia en la mano, a fin de que cada uno examine por sí mismo los versículos que mencionamos, bajo la enseñanza y la dirección del Espíritu Santo, aquel Espíritu de verdad enviado el día de Pentecostés por un Cristo elevado y glorificado en el cielo, el que, entre otras bendiciones que nos concede, quiere conducimos a toda verdad y anunciarnos las cosas que han de venir (Juan 16:13).

No obstante, puede ser que estas líneas caigan en manos de alguna persona que aún no haya recibido la paz de Dios, ni arreglado la gran cuestión de la salvación de su alma, y que, por consiguiente, no experimente ningún deseo de examinar este asunto, porque algo le dice que no se halla en buena condición para encontrar al Señor, si viniera en este mismo momento.

Recordamos, a los que estuvieran en esta condición, el hecho de que ya ha venido Cristo una vez aquí; que sus santos pies han pisado esta tierra manchada por el pecado, y que, en la cruz del Calvario, el que no conoció el pecado “padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). Sí, querida alma angustiada, el que era sin mancha ha muerto en tu lugar por tus pecados, habiéndolos llevado “en su cuerpo sobre el madero” (2:24). Él soportó el juicio que merecías; satisfizo todas las exigencias de la justicia divina para ti, y glorificó a Dios para siempre en cuanto a la cuestión del pecado. Sí, hizo todo esto y aun muchísimo más de lo que podemos decir o concebir. Escuche usted estas palabras de paz que pronunció en la cruz: “Consumado es” (Juan 19:30), palabras que han procurado un reposo seguro y eterno a miles de corazones oprimidos por el pecado.

Querido lector, si la justicia de Dios ha sido satisfecha en cuanto a sus pecados, ¿qué más quiere usted para gozar de la paz para con Dios?…

Por otra parte, los que leen estas páginas pueden ser verdaderamente convertidos, tener el perdón de sus pecados, gozar de la paz para con Dios y tener la certidumbre de ir al cielo cuando Dios tenga a bien llamarles; pero, quizás, no tienen ningún interés en este asunto; no están llenos de la “esperanza bienaventurada” (Tito 2:13) de encontrar faz a faz a este precioso Salvador que sufrió en la cruz, derramó su sangre, murió para salvar del infierno sus almas culpables y adquirir para ellos el derecho de estar eternamente con Él en su gloria y de ser hechos semejantes a Él.

Hace algún tiempo, viajando en ferrocarril, nos encontramos con un hombre que estaba más o menos en esta condición. Era, sin duda, un hijo de Dios que buscaba servir a su Salvador; pero, a la pregunta si esperaba el regreso del Señor Jesús, dijo: — ¡Ah! yo no entro tan profundamente como usted en estas cosas; este asunto no me preocupa mucho. Sé que estaré listo cuando Dios tenga a bien llamarme. Si tuviera que morir en este instante, no tendría temor. Por eso me parece poco importante saber si el Señor volverá mañana o dentro de cien años, porque estoy listo, en cualquier momento que venga.

— Supongamos, le dije, que usted ha ido a un lejano país en viaje de negocios y ha dejado a su esposa y a sus hijos. Pese a ello, usted no los olvida. No pasa un día sin que sus pensamientos vuelvan atrás hacia estos queridos seres y usted suspira por el momento en que pueda gozar otra vez de su compañía. Cuando sus negocios están casi concluidos, usted escribe a su casa con viva satisfacción diciéndoles que pueden esperar verle llegar en cualquier momento. No puede decirles exactamente el día de su regreso, pero ellos pueden esperarle a usted contando con su afecto. ¿No piensa usted que ellos tendrán tanto gozo en recibir esta noticia como usted en anunciársela?

Y continué: — Poco después de recibir su misiva, yo les hago una visita y pregunto si han tenido últimamente noticias de usted. «Sí, dicen ellos, acaba de mandarnos una carta diciéndonos que está a punto de regresar a casa y que podemos esperarle de un momento a otro; pero, poco nos importa saber si regresa mañana o dentro de un año, porque estamos dispuestos a recibirle en cualquier momento que sea». ¿No manifestaría esta contestación un triste estado de cosas? ¿Dónde estaría el afecto de sus corazones? «¡Poco nos importa!» ¿Si tuviesen el menor amor hacía usted no estarían sus corazones enajenados de gozo al pensamiento de volver a verle pronto?

¿Nuestro precioso Salvador no se ha ido, dejándonos aquí abajo? ¿Y aunque esté en el cielo, no piensa constantemente en nosotros? Su amor para con nosotros ¿no es ahora tan profundo y tan ardiente como lo era para con los discípulos, cuando andaba con ellos? “Cómo había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13:1). ¿No nos ha mandado a decir que va a volver de un momento a otro? Sí, querido lector cristiano. En el capítulo 22 del Apocalipsis, que contiene sus últimas comunicaciones a los suyos en este mundo, dice: “Vengo en breve”. ¿Estas palabras conmovedoras dejarán nuestros corazones insensibles o indiferentes? Esperamos que no suceda así, sino, más bien, que contestemos con alegría: “Amén; sí, ven, Señor Jesús” (Apocalipsis 22:20).

Pedimos ahora al lector que abra su Biblia en el capítulo 25 del evangelio según Mateo y que lea los trece primeros versículos. Basta un poco de atención para ver que esta parábola de las diez vírgenes está dividida en tres partes, que coinciden de una manera notable con los tres períodos distintos de la historia de la Iglesia sobre la tierra.

Hacemos notar que la historia de la Iglesia empezó el día de Pentecostés. Aquel misterio encubierto (Romanos 16:25) estaba, sin embargo, en los consejos de Dios desde los tiempos eternos (Efesios 3:3-7; Colosenses 1:24-28) y no ha tenido verdadera existencia hasta después que el Espíritu Santo hubo descendido del cielo en el día de Pentecostés (Hechos 2:1-4), cuando todos los creyentes fueron bautizados en un solo cuerpo (1 Corintios 12:12-13). En aquel momento y de esta manera la Iglesia empezó su existencia. No podemos ahora entrar en este asunto tan importante, pero hemos presentado las advertencias que preceden a fin de que el lector comprenda bien de qué período especial hablamos. Empezó en el día de Pentecostés en Hechos 2, ha continuado hasta hoy y continuará hasta la venida del Señor, cuando seremos arrebatados juntamente en las nubes a recibirle en el aire (1 Tesalonicenses 4:16-17). Entonces concluirá la historia de la Iglesia sobre la tierra.

Es un error creer, como muchos lo hacen, que los santos del Antiguo Testamento forman parte de la Iglesia. Ésta se halla unida con Cristo, como siendo su cuerpo, de una manera viva por el Espíritu Santo, y esto no podía tener lugar antes de la muerte de Cristo, de su resurrección y de su ascensión a la gloria (Juan 12:24; Efesios 1:20-23).

Primera parte

“Salieron a recibir al esposo” (Mateo 25:1)

Lo que caracterizó a los cristianos al principio fue que “salieron a recibir al esposo”. El que acababa de morir por ellos se había ido a la gloria de Dios y se había sentado allí como hombre, a la diestra de la majestad en los cielos. Pero, antes de irse, les había dejado la promesa de que volvería para tomarles e introducirles en la misma gloria donde iba a estar Él mismo. Regocijados por esta promesa y llenos de esta esperanza, iban a su encuentro, porque el mundo que acababa de rechazar al que sus corazones querían no tenía ningún atractivo para ellos y, aunque todavía estaban en el mundo, no eran ya del mundo (Juan 17:14). No codiciaban ni sus glorias ni sus honores, y no buscaban sus placeres. Sus corazones estaban llenos de su Señor ausente y suspiraban por el momento de verle y estar con Él.

Lector, ¿estará usted tan sorprendido como nuestro interlocutor cuando le dijimos que la muerte para el cristiano no está mencionada más de cuatro o cinco veces en el Nuevo Testamento, mientras que se habla de la venida del Señor en todos los evangelios, en los Hechos, en casi cada epístola (en todos los capítulos de las dos epístolas a los Tesalonicenses) y, en fin, en el Apocalipsis muchas veces?1 Muy contrariado, nuestro amigo prometió que examinaría las Escrituras para ver si estas cosas eran así.

¿No es extraño que los cristianos de hoy día estén tan ocupados con la muerte, mencionada tan raramente en la Palabra en relación con ellos, mientras la esperanza bienaventurada del regreso personal del Señor, que es el asunto constante en ella y que se encuentra en casi cada página, es ignorada, olvidada y considerada como una de las excentricidades de un pequeño número de sectarios? Pues, querido lector cristiano, esté usted seguro de que es una verdad esencial que Dios nos ha dado para verdadera y legítima esperanza íntimamente unida con todos nuestros sentimientos de afecto hacia Él y a todo nuestro servicio.

Consideremos ahora algunos de los versículos que tratan de ella. Lo haremos brevemente para que este folleto no llegue a la proporción de un volumen.

Veamos primero Juan 14:1-5. El Señor estaba a punto de dejar este mundo. Rechazado por los hombres y sabiendo que “su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre” (13:1), reúne alrededor de sí a los suyos a quienes va a dejar en el mundo. Se encuentra a gusto en este pequeño círculo íntimo, sabe que puede hablar con toda libertad de su profundo amor hacia los que le pertenecen. Judas, el traidor, había salido y “era ya de noche” (v. 30). ¡Cómo hace pensar todo esto en las espantosas tinieblas morales que rodeaban el mundo en aquel mismo momento!

Leemos también que Jesús “se conmovió en espíritu” (v. 21). No era tan sólo el odio profundo de los hombres, el que experimentaba desde hacía mucho tiempo, ni la traición de Judas o la infidelidad de sus discípulos, lo que hacía tan amargo el dolor que embargaba a su corazón en aquel momento terrible. Unas sombras mucho más profundas aun se proyectaban en su camino solitario. La cruz, en su horrorosa realidad, se levantaba delante de su alma. La tempestad del juicio divino contra el pecado iba a caer sobre su cabeza santa y densas nubes se amontonaban alrededor de Él. Sin embargo, en medio de todo esto, tenía los ojos fijos en la gloria en la cual iba a entrar (v. 31-32), y entonces comunica directamente a los suyos la triste noticia de su próxima separación. Sabía cuánto les turbaría; por eso, olvidando su profundo dolor, procura elevar sus pobres corazones por encima de este mundo hablándoles de la casa del Padre a la cual Él mismo iba para prepararles un lugar mucho mejor que cuanto el mundo podía ofrecerles.

¿Pero, cómo alcanzar este lugar? Lea y figure que oiga usted a su precioso Salvador diciéndole: “Si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mi mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (14:3). ¡Qué palabras de regocijo para los discípulos! ¡Qué consuelo para sus corazones turbados! “¡Vendré otra vez!” Quizá alguien pregunte si estas palabras hacen alusión a la muerte de ellos. Claro que no. Cuando morimos, somos desatados y estamos con Cristo (Filipenses 1:23), pero Él no deja la casa del Padre para venir a buscarnos. Hubiera sido imposible comprender estas palabras en otro sentido que el de su regreso personal. Además, estamos convencidos de que es porque su ausencia es tan poco sentida en nuestros días que tenemos tan escaso gozo al pensar en su regreso. El vacío de la ausencia de un amigo no puede ser llenado más que con su presencia. ¡Y qué amigo es Aquel! ¿No podemos decir en una pequeña medida: Al cual no habiendo visto, amamos? (véase 1 Pedro 1:8).

«Es verdad», se podrá decir, «pero ¿aquí no se hace alusión a su venida por ellos después de su resurrección?»

En efecto, volvió después de su resurrección, aunque por muy poco tiempo. Ellos habían olvidado las propias palabras de El que les anunciaban su resurrección al tercer día; no aceptaron el testimonio de María Magdalena y de los discípulos de Emaús que le habían visto vivo y habían hablado con Él; por eso fueron llenos de temor y espanto cuando Jesús mismo se encontró en medio de ellos (Lucas 24:36). Su incredulidad les impidió realizar que su muy amado Señor y Maestro se encontraba realmente otra vez entre ellos, de manera que creían ver un espíritu. Él les reprocha su incredulidad, les dice que no teman y les tranquiliza con estas palabras conmovedoras: “Yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (v. 39).

Su resurrección no era, pues, una simple manifestación espiritual, sino un hecho real. Estaba allí, delante de los ojos de ellos, un hombre verdadero, un hombre, tanto después de su resurrección como antes de morir. Hasta les pide alimentos y “come delante de ellos” (v. 43). “Apareciéndoseles durante cuarenta días” (Hechos 1:3), condújoles después “fuera hasta Betania, y alzando sus manos, los bendijo. Y acontenció que bendiciéndolos, se separó de ellos, y fue llevado arriba al cielo” (Lucas 24:50-51).

Leamos ahora Hechos 1 y asistamos a la escena maravillosa que está descrita allí. Un grupo pequeño está reunido alrededor del Salvador resucitado. Cada uno de ellos anhela oír sus últimas palabras. Les manda que vuelvan a Jerusalén para esperar allí la venida del Espíritu Santo que bajaría del cielo poco días después y moraría con ellos y en ellos (Juan 14:17) comunicándoles su potencia para el servicio del Señor. “Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos” (Hechos 1:9). Durante su ascensión, las miradas de ellos están dirigidas al cielo y fijas en la nube que acaba de quitarle de sus ojos. Apenas notan la presencia de los dos mensajeros celestiales que les dicen: “Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (v. 11).

¿A qué aluden? ¿A la muerte? Sería un error interpretar así sus palabras. No, no hacen más que repetir la preciosa verdad que Cristo mismo expresó en Juan 14, es decir, el hecho de su regreso personal.

Ahora consideremos brevemente 1 Tesalonicenses 4:13-18. Consultemos también el capítulo 1 y comparémoslo con Hechos 17 que da el relato histórico de la visita del apóstol Pablo a Tesalónica, la primera vez que anunció allí el Evangelio. La mayoría de los tesalonicenses eran idólatras, pero a ellos, lo mismo que a los judíos, les era anunciada la buena nueva de la muerte y de la resurrección de Cristo. Había muerto por sus pecados, había sido entregado por sus delitos y había resucitado para su justificación (Romanos 4:25). En la cruz había sido víctima santa y sin mancha, cargada de todos los pecados de ellos, y ahora Dios le había resucitado y le había hecho sentar a su diestra en los cielos, dando así prueba de su entera satisfacción en este sacrificio.

Nos es dicho que “algunos de ellos creyeron” (Hechos 17:4). Sin duda, su fe reposaba en la Palabra de Dios, pero notemos que contrastaba con la de sus vecinos, los bereenses, de quienes nos es dicho que “creyeron muchos de ellos” (v. 12). ¿Cuál es el secreto de esta diferencia? Es que “escudriñaban cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (v. 11). ¡Ojalá que el mismo fervor espiritual se desarrolle más y más hoy día entre los que desean crecer en el conocimiento de Dios y de su verdad!

Sin embargo, un efecto maravilloso fue producido entre los que, a pesar de su pequeño número, creyeron en Tesalónica. Vinieron a ser los “imitadores… del Señor… ejemplo a todos los… que han creído” y, por el cambio producido en su vida, “ha sido divulgada la palabra del Señor” y “su fe en Dios se ha extendido”. “Habiéndose convertido de los ídolos a Dios… esperaban de los cielos a su Hijo” (1 Tesalonicenses 1:6-10). Sí, muy amado lector cristiano, no sólo habían sido “librados de la ira venidera”, salvados del juicio eterno por su muerte, sino que, sabiéndole resucitado de entre los muertos y sentado en los cielos, esperaban ardientemente, no la muerte, sino su regreso personal.

Ellos le esperaban durante su vida, porque habían aprendido que el deseo de su corazón sería plenamente satisfecho a su regreso y no cuando ellos muriesen. Sin embargo, como los días y las semanas pasaban sin que el que esperaban volviese y como la muerte empezaba a obrar entre ellos, fueron llenos de inquietud, imaginándose que sólo los que estuvieran aún vivos a su venida disfrutarían completamente de Él y que los que hubieran dejado el mundo experimentarían una pérdida de una manera o de otra. Por eso el apóstol les escribe esta primera epístola para reanimar sus espíritus abatidos y sus corazones desanimados.

¿Les reprocha que esperen diariamente al Señor y les acusa de ignorancia? ¿Les consuela prometiéndoles que también morirían pronto y así se juntarían con los que estaban dormidos? De ninguna manera. “No os entristezcáis”, dice él. No estéis como este pobre mundo que no tiene esperanza; “Os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros2  que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron” (1 Tesalonicenses 4:15). Es como si hubiese dicho: No seremos delanteros de ningún modo, porque: 1) “El Señor mismo… descenderá del cielo”, 2) “Los muertos en Cristo resucitarán primero” y 3) Nosotros, los que quedamos, “seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire” (v. 16-17).

Es inconcebible que alguien pueda imaginarse que todo esto tenga relación con la muerte. Considere, querido lector, las palabras del versículo 16: “El Señor mismo” (¿se trata de la muerte?) “con voz de mando… descenderá del cielo”. Cuando un rescatado muere ¿baja del cielo la muerte con aclamación? Y luego “los muertos en Cristo resucitarán primero”, ¿no se trata de la resurrección y no de la muerte? Al morir, el cuerpo es puesto en el sepulcro y ve la corrupción; pero en el momento glorioso del cual nos habla este versículo, tres sucesos tienen lugar “en un momento, en un abrir y cerrar de ojos” (1 Corintios 15:52): 1) El mismo Señor desciende del cielo en el aire; 2) Los muertos en Cristo resucitan y como el versículo 43 nos lo dice, “resucitan en gloria”, y 3) Los santos vivos son “transformados, en un momento” (v. 51-52) y “arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire” para estar siempre con Él. ¡Bienaventurada esperanza! ¡Preciosa consolación!

Se nota que el lugar del encuentro entre Cristo y sus santos glorificados, resucitados o transformados, no es la tierra, ni exactamente el cielo, sino el aire. Allí encontraremos a nuestro precioso Salvador. ¡Qué gritos de victoria y qué cantos de alabanza resonarán bajo los cielos cuando nos conduzca con Él para introducirnos en la casa del Padre! (Juan 14). ¡Cuán triste será entonces la suerte del mundo abandonado a sí mismo, cuya iniquidad irá aumentando con una rapidez espantosa hasta que se abran los cielos y Cristo aparezca en majestad y en poder con todos los santos glorificados para ejecutar el juicio!

Las porciones de la Escritura que brevemente hemos considerado bastan, así lo esperamos, para mostrar al lector deseoso de ser enseñado por Dios, que los primeros cristianos esperaban el próximo regreso del Señor Cristo Jesús. Él mismo prime-ramente puso este pensamiento en sus corazones (Juan 14).

Más tarde dijo, al hablar de uno de ellos: “Si quiero que él quede hasta que yo venga” (Juan 21:22), mostrando así que podía volver antes de que muriese el discípulo de quien hablaba, aunque no lo afirmó de una manera positiva. Los ángeles también, después de Su ascensión, hablaron del mismo modo (Hechos l); en fin, los apóstoles inspirados repitieron muchas veces las mismas consoladoras palabras. ¿Es extraño, pues, que esta bienaventurada esperanza haya llenado antiguamente el corazón de los cristianos y que todos hayan “salido a recibir al esposo”? Pero, ¡ay! todos “cabecearon… y se durmieron”.

 

  • 1Es muy instructivo hacer constar el porqué no se habla de la venida del Señor en la epístola a los Gálatas y en la dirigida a los Efesios. En la epístola a los Gálatas, como éstos habían abandonado las verdades fundamentales del Evangelio, tal como la justificación por la fe, etc., el apóstol tenía, digámoslo así, que colocar otra vez la base del Evangelio y no podía ocupar a estos cristianos con la esperanza bienaventurada de la Iglesia. Tenía otra vez que estar de parto por ellos (Gálatas 4:19). En la epístola a los Efesios se considera al cristiano como estando ya sentado en los lugares celestiales en Cristo y, por consiguiente, su venida no es necesaria para conducirnos a esta posición.
  • 2Se nota que el apóstol tiene cuidado de colocarse entre los que pudieran aún estar vivos en el momento del regreso del Señor: “Nosotros que vivimos”, etc. No dice «Los que viven».