Para el cristiano que posee alguna energía natural, sucede a menudo que, frente a una dificultad, la necesidad de obrar se manifiesta inmediatamente. Se lanza a la acción para conjurar el mal que prevé, o para remediar aquel del cual siente la amenaza sobre sí y sobre los demás.
Esta energía trae a menudo una serie de males incalculables. La Palabra de Dios nos presenta más de un hecho de este género. La energía intempestiva del apóstol Pedro le habría conducido a una larga pérdida de comunión y de gozo con su Señor, si la gracia no se hubiese ocupado anticipadamente de su caída y no hubiese operado su restauración.
Cuando es puesta a prueba la paciencia de Saúl, su energía carnal se manifiesta; ofrece un holocausto en lugar de esperar a Samuel y la consecuencia de esa falta de paciencia es que Jehová pone fin a su reino (1 Samuel 13:8-14).
Meditemos ante Dios nuestra propia historia y descubriremos fácilmente casos semejantes. Un peligro que amenaza a nuestros hermanos se presenta; entonces corremos a la brecha y nos empeñamos en el combate. Si hubiésemos consultado al Señor, Él podría habernos dicho: “Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (Éxodo 14:14) o: “No habrá para qué peleéis vosotros en este caso; paraos, estad quietos, y ved la salvación de Jehová con vosotros” (2 Crónicas 20:17).
El hecho es que resulta más necesaria al creyente la fuerza para alcanzar la paciencia, lo que el mundo llamaría inacción o pereza, que para el despliegue de actividad. El apóstol Pablo escribe: “Fortalecidos de todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia” (Colosenses 1:11). ¿Podemos imaginar una fuerza y una fuente de potencia más grandes para llegar a lo que humanamente hablando se consideraría tan pobre resultado? Si deseamos conocer la paciencia y realizarla en la potencia de su origen, no tenemos más que considerar al Señor Jesús, ya sea en su carrera terrestre como en su posición actual a la diestra de Dios.
De no haber esperado pacientemente dos días allí donde estaba, el milagro de Betania no se hubiese realizado; un muerto no habría salido del seno de la corrupción; Dios no hubiese sido glorificado frente a la tumba de Lázaro (véase Juan 11) y el Señor no habría sido “declarado Hijo de Dios con poder” (Romanos 1:4), antes de ser proclamado tal en Su propia resurrección. En fin, una gloriosa manifestación del amor y de la potencia de Dios no hubiera tenido lugar. La paciencia de Jesús logró todo esto.
La causa secreta por la cual la paciencia nos es tan poco simpática es que, de hecho, ella no se desarrolla jamás sin algo de sufrimiento; y el hombre natural no quiere sufrir. No era cosa indiferente al corazón del Salvador saber que su presencia hubiese impedido a su amigo Lázaro sufrir y morir; sin embargo, la paciencia indica el camino del dolor y de la muerte. ¿Por qué? Lo vimos ya. Ni una vez, en las circunstancias más angustiosas de Su vida, Su paciencia le faltó un solo instante al Señor; Él era perfecto en ese aspecto como en cualquier otro.
Es verdad que en la carrera cristiana la paciencia y el sufrimiento son inseparables. El verbo correspondiente en el idioma griego al sustantivo “paciencia” no puede ser traducido de otro modo que por la palabra soportar (1 Corintios 13:7; 2 Timoteo 2:10; Hebreos 12:7); el vocablo paciencia se deriva del verbo sufrir.
Volvamos a la paciencia de Cristo. Él dice en el Salmo 40: “Pacientemente esperé a Jehová” (v. l). En efecto, lo ha esperado hasta los últimos límites de la paciencia. Cuando estaba hundido en un “pozo de la desesperación” y en “lodo cenagoso” (v. 2), su paciencia esperaba aún la respuesta de Dios. También su propia resurrección y nuestra salvación eterna han sido el fruto y consecuencia de parte de Dios, pero podemos decir que han sido los resultados de Su paciencia perfecta.
Si seguimos cada paso de esta maravillosa paciencia a través de todas las circunstancias de las horas que preceden a la cruz, nos convenceremos de que nada, absolutamente nada le hace salir del camino de la paciencia: “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero” (Isaías 53:7); “di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mí rostro de injurias y de esputos” (50:6).
¿Qué es lo que le sostiene así? Es el Amor, ese amor que “todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13:7). ¡Maravillosa descripción de la paciencia de Aquel que es el amor perfecto! Su paciencia soportó todo para alcanzar el fin propuesto, y ese fin era adquirirnos para Dios y para Él. Soportó la cruz, habiendo menospreciado la vergüenza a causa del gozo que le fue propuesto.
Aun ahora, sentado a la diestra de Dios, se ofrece Jesús a nosotros como modelo de la paciencia; solamente que no encontramos más en Cristo glorificado la paciencia en el sufrimiento, pero sí la paciencia en el deseo. Él dice: “has guardado la palabra de mi paciencia” (Apocalipsis 3:10). Estimula a sus amados a esperarle continuamente y a desear Su venida, como Él mismo espera y desea que el Padre le dé la señal de levantarse del trono para venir a tomar a su Iglesia querida con Él.
Si la paciencia es una de las perfecciones inherentes a la naturaleza del Hombre perfecto, no es así para nosotros cristianos. Morando en la carne —es decir, en el cuerpo— nos es necesario aprender a conocer la paciencia, opuesta a todas las aspiraciones del viejo hombre; por esta razón se ha dicho de nosotros lo que de Cristo no se hubiese podido expresar: “la tribulación produce paciencia …”; ella nos conduce a la esperanza, haciéndonos apreciar todo su valor (Romanos 5:3-4; 1 Tesalonicenses 1:3).
Si tal no fuese el resultado de la tribulación, ésta se renovará “todas las mañanas” (Salmo 73:14), hasta que hayamos aprendido la lección y gustado los frutos benditos de la paciencia. ¡Cuanto más avanzamos en el camino de la fe, tanto más nuestra paciencia revestirá los rasgos de la de Cristo! Tal era el deseo de Pablo para sus amados tesalonicenses: “y el Señor encamine vuestros corazones al amor de Dios, y a la paciencia de Cristo” (2 Tesalonicenses 3:5).