Expiación

El mal debe ser castigado. Tal es el veredicto divino que da origen a la expiación. “De ningún modo tendrá Dios por inocente al malvado” (Éxodo 34:7). El hombre pecador, pues culpable, debe ser castigado. Incluso debería ser quitado de delante de Dios a causa de sus pecados y más aun en razón de su estado de pecado. Pero, en vez de haber sido quitado de delante de Aquel que no puede tolerar el mal, el creyente sabe que sus pecados han sido quitados. Precisamente en este hecho estriba la verdad capital de la expiación. Jesús, el Hijo de Dios, Víctima inocente y santa, se presentó para cumplir en el Gólgota la obra mediante la cual fue expiado el pecado, liquidada por entero la cuestión del bien y del mal, y plenamente glorificado el Dios salvador y santo. La cruz es la prueba de la expiación.

El verbo expiar traduce una palabra hebrea que significa cubrir. Para los creyentes del Antiguo Testamento, un pecado expiado era un pecado cubierto. “Bienaventurado (dice el salmista) aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado” (Salmo 32:1; Romanos 4:7). Podía serlo en virtud de la sangre de las víctimas sacrificadas en el tiempo de la ley, pues, la Escritura dice: “Sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22). Pero, no podía ser quitado, según está escrito: “Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados” (Hebreos 10:4). Sólo la sangre de Cristo podía lograrlo. “Él apareció para quitar nuestros pecados” (1 Juan 3:5).

Desde entonces la obra expiatoria de la cruz lleva a Dios, de una manera conforme a Su naturaleza, purificados para siempre de todo pecado, a todos los que vienen a Él mediante esta misma obra.