El pensamiento de dirigir algunas palabras sobre la conducta de los jóvenes creyentes frente al casamiento ha preocupado al autor de estas líneas desde hace algún tiempo. Los numerosos casos afligentes, así como otros alentadores provenientes de algunos amigos que buscan el bien de la grey de Dios y el honor de su santo nombre, me llevan a escribir sobre este particular.
¡Quiera Dios que las líneas siguientes sean de provecho y bendición para muchos creyentes!
Inútil decir que el tema de por sí es bastante importante, por lo que merece nuestra seria atención.
Primera parte
El concierto de un casamiento es asunto tan serio que apenas se puede citar otro de la misma importancia. En la mayoría de los casos es decisivo para toda la vida.
Muchos suponen que, para la conclusión de un casamiento (puesto que es tan sólo un asunto humano), no es necesario pensar seriamente delante del Señor, ni pedir consejo alguno a otros creyentes experimentados, y que toda consideración espiritual al respecto está fuera de lugar, etc.; pero estos razonamientos deben excluirse totalmente.
No quisiéramos apoyar tampoco a los que opinan que un hermano debe esperar una señal precisa del Señor en la elección de su esposa, siendo que en la mayoría de los casos los propios deseos y las propias reflexiones actuaban desde mucho tiempo antes. Pero quisiéramos dejar aclarado, desde ahora, que un hijo de Dios, llamado a hacer todo —sea “comer” o “beber” u “otra cosa”— en el nombre del Señor y para la gloria de Dios (1 Corintios 10:31) — no tiene ciertamente el derecho de dar un paso de los más importantes sin el Señor. Al contrario, si la Escritura habla de la libertad del creyente a fin de contraer enlace, ella dice: “con tal que sea en el Señor” (7:39). Esta expresión va más lejos todavía que aquella “en el nombre del Señor”, aunque a la verdad se halla incluida. Volveremos más adelante sobre este significado en todo su alcance.
Los hay que no ven en el casamiento sino un asunto humano y carnal. El lector convendrá conmigo en que semejante manera de encarar el matrimonio no sólo es muy baja, sino que está en absoluta contradicción con la enseñanza de la Palabra de Dios. Proviene en parte del hecho de que se confunden las nociones de “carne” y “cuerpo”. Aquélla, como elemento pecaminoso en el cual el hombre natural se halla y mueve, está en oposición con “el Espíritu”.
Ahora bien, el creyente no está ya en la carne, sino en el Espíritu, en cuyo elemento divino actúa (véase Romanos 8:9).
Podemos, pues, decir: por todo el tiempo que un cristiano vive en el cuerpo, los dos elementos están en él: el uno, la carne (o voluntad propia), busca su satisfacción, piensa en lo que le agrada, mientras que el otro, el Espíritu, se ocupa de las cosas que Le conciernen.
¿Entonces deduciremos que el casamiento es en sí una cosa del Espíritu? De ninguna manera. Pero si por mi canto o mi oración, por mi comer o mi beber, por mi casamiento o mi celibato, el Señor no es glorificado, si no hago estas cosas en su dependencia y puestos los ojos en Él, ni las unas ni las otras son un asunto del Espíritu, pero sí hechos humanos, o, lo que es peor aun, carnales. Pero si orando o cantando alabo y derramo mi corazón delante de Él; si comiendo o bebiendo doy gracias a Dios, mi Padre por Jesucristo; si casándome o quedando soltero estoy bajo la dirección paterna de Dios y, en uno y otro caso, discierno el camino del Señor para mí, entonces procedo en todos esos actos como hombre espiritual.
¡Alabado sea Dios eternamente por esa preciosa realidad que otorga a la menor acción un valor infinito! Pero ¡ay!, a menudo reflexionamos poco en que “ninguno de nosotros vive para sí” (Romanos 14:7). ¡Cuántos cristianos obran como si su tiempo, su fuerza, su inteligencia, sus bienes, les pertenecieran, pudiendo disponer de ellos a su antojo! Olvidan que está escrito: “¿Ignoráis… que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio” (1 Corintios 6:19-20). Marido o mujer, joven o señorita, amo o siervo, ama o sierva, padres o hijos, hermano o hermana, patrón o capataz, obrero u aprendiz, en cada posición o condición, el creyente debe hacer todo en el nombre de su Señor y para su Señor, glorificando a Dios (compárese con Colosenses 3:16-25; Efesios 6:1, etc.).
Sin embargo, podría preguntarse: ¿Cómo puedo yo reconocer el camino del Señor en la cuestión de la que hablamos? ¿Cómo sabré que Él será glorificado por mi casamiento, o que mi elección es según su pensamiento?
Esas preguntas se justifican, y es una felicidad para el creyente, aquí como en cada cosa, no estar librado a lo que se llama el azar, o forzado a andar a tientas. No, el cristiano es un hijo de luz, y Dios es el Padre o la fuente de las luces (Santiago 1:17). Además, es un hombre espiritual, y Dios es el “Padre de los espíritus” (Hebreos 12:9). Y si nosotros, siendo malos, sabemos dar buenas dádivas a nuestros hijos, ¿cuánto más el Padre celestial las dará a los que las pidieren? Si le pedimos pan, no nos dará una piedra, y si le pedimos que nos alumbre, no nos dejará a oscuras. Cuidémonos sólo de buscar con sinceridad la luz en Él.
Infelizmente, la inclinación del corazón impide a menudo el discernimiento espiritual, principalmente en la cuestión del matrimonio, donde se permite tan fácilmente que toda clase de motivos humanos y carnales arrojen su peso a la balanza.
¡Quiera el Señor darnos un corazón vigilante y sobrio, un espíritu sencillo y sincero, ante todo por tratarse de una decisión de tremenda influencia sobre toda la vida del creyente! Y que principalmente los jóvenes hermanos y hermanas busquen tal estado de corazón.
Pero ahondemos todavía más estas cuestiones. Que un cristiano, viudo o soltero, una cristiana, viuda o soltera, tengan la libertad de casarse, esto ya se ha indicado. Pablo trata este asunto detalladamente en 1 Corintios 7. ¡El matrimonio es instituido por Dios! Es también una imagen de la relación bendita y preciosa que existe entre Cristo y su Iglesia. 1 Corintios 7:38 nos muestra que aquel que se casa (o la da en casamiento) hace bien, pero añade que aquel que no se casa (o que no la da en casamiento) hace mejor. Podemos unir estas palabras a una expresión notable del Señor Jesús, y a menudo mal interpretada: “Hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos” (Mateo 19:12). Son los que se abstienen de dar ese paso por amor al Señor y su obra, los que, como Pablo declara, están firmes en su corazón y son dueños de su propia voluntad para no casarse.
Si pues alguno cree agradar mejor al Señor y ser más útil a los creyentes quedando soltero, y que se halla en condiciones de asumir este renunciamiento, según las palabras citadas, hace mejor, y sería desacertado aconsejarle de otra manera; pero que tal persona no se considere como forzada u obligada al celibato por alguna ley fuera de sí mismo, porque esto podría ser muy pronto para él el origen de un estado bastante inferior al del matrimonio. La prohibición de casarse es una señal de los últimos tiempos y del decaimiento de la fe (1 Timoteo 4). El Señor Jesús dijo expresamente: “A sí mismos se hicieron eunucos”. Pablo es un hermoso ejemplo de ello (véase 1 Corintios 9:5-15). Pero el número de aquellos que están en condición de seguir al apóstol por idénticos motivos, es a la verdad muy pequeño. Se necesita para ello una gracia particular. La mayoría harán mejor en usar su libertad. ¿Debemos juzgarles? No, ciertamente; la Palabra de Dios no lo hace.
Pero ¿cuándo debe ser censurado un creyente? Cuando da un mal paso. Según hicimos notar al comienzo, Pablo, hablando de esta libertad, añade las palabras expresivas y serias: “con tal que sea en el Señor”. ¿Qué quiere decir esto? Prestemos atención que no significa: «Si alguno se casa, que lo haga en el nombre del Señor», sino que sea “en el Señor”.
Un creyente es un hombre en Cristo; no pertenece más a este mundo; salió completamente de su posición anterior, y está en el terreno de la nueva creación. Es un rescatado; su cuerpo es un miembro de Cristo (1 Corintios 6:15). Si debe, pues, casarse en el Señor, no puede ocurrir sino con una persona que se halle en el mismo plano, que pertenezca también al Señor y que, como él, esté en Cristo. Si se arraiga la idea de unión con un hijo del mundo, es perfectamente claro que ese corazón está muy lejos de Él, porque “¿qué comunión tiene la luz con las tinieblas?… ¿O qué parte el creyente con el incrédulo?” “No os unáis en yugo desigual con los incrédulos” (2 Corintios 6:14-15). De este modo se expresa la Palabra de Dios sencilla y clara, y ya los instintos (si puede expresarse así) y los resortes de la naturaleza divina desechan con horror tal unión impura.
¿Cómo es posible entrar en la más íntima comunión de vida con una persona cuyos intereses e inclinaciones son diametralmente opuestos a los nuestros? ¿Puede un cristiano, sin negar su fe, pensar, hablar y actuar como antes de su conversión? ¡Imposible! Pues bien, es igualmente imposible, sin esa negación, hacerse uno con alguien que, siendo todavía inconverso, no puede pensar, hablar y obrar sino como tal. Porque las dos personas que toman estado “no son ya más dos, sino una sola carne” (Mateo 19:6).
A causa de la suma importancia de nuestro tema, quisiera dejar hablar aquí a un escritor experimentado y probado, quien, en un tratado intitulado «Pensamientos acerca de los casamientos antiescriturales», se expresa de esta manera:
«Si hay verdadero amor para Dios, amor que reconoce los derechos divinos y las relaciones íntimas que existen con Él, es absolutamente imposible que un cristiano se permita desposar a una persona del mundo; de otro modo viola todos sus compromisos hacia Dios y hacia Cristo. Si un hijo de Dios se une con un incrédulo, es evidente que pone a Cristo enteramente a un lado, y esto en el asunto más importante de su vida. Cuando necesitaría tener con el Señor la más íntima comunión de pensamientos, inclinaciones e intereses, lo excluye totalmente. El creyente está entonces bajo un mismo yugo con un incrédulo; hace su elección, vivir sin Cristo; prefiere positivamente hacer su propia voluntad, en lugar de renunciar a la misma para gozar de Él y tener su aprobación. Da su corazón a otro y, por lo tanto, abandona a Jesús y rehúsa escucharle. ¡Cuanto más grande es la atadura de corazón, más queda demostrado que prefirió alguna cosa a Cristo! ¡Qué terrible resolución la de querer pasar así la vida, escogiendo por compañero (o por compañera) a alguien que es todavía un enemigo de Dios!
La influencia de semejante unión sobre el cónyuge creyente debe ser necesariamente el arrastre al mundo, ya que eligió como el objeto más amado de su corazón a uno de sus hijos. Y sólo las cosas del mundo pueden agradar a los que son de él, aunque su fruto sea la muerte (Romanos 6:21-23; 1 Juan 2:17). ¡Qué espantosa situación! O se es infiel a Cristo, o se está obligado a luchar continuamente allí donde la más tierna inclinación hubiera podido crear una unión perfecta. Es un hecho que, a menos que intervenga la gracia de Dios, el marido o la mujer creyente abandonará la lucha y volverá poco a poco a un andar mundano. Nada más natural. El inconverso no tiene sino tendencias y deseos propios; el cristiano tiene todavía, junto a su cristianismo, la carne en él, que ama al mundo. Además, para agradar a su carne, ya sacrificó sus principios, uniéndose a una persona que no conoce al Señor. Con el ser que le es más caro y que forma como una parte de sí mismo, no tiene un solo pensamiento en común acerca del tema que debe ser precioso a su corazón más que todas las cosas. Entre dos personas así unidas no hay sino desacuerdo y querellas, como está escrito: “¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?” (Amós 3:3). De ninguna manera, salvo que cedan primero a la influencia mundana, hallando por fin su agrado en lo que antes desecharon. Por cierto, no se distingue este peligro al dar el primer paso en el camino que lleva a tan triste estado. Poco a poco el creyente es desviado de la senda; al no estar ya en comunión con su Salvador, siente placer en la compañía de una persona que le es agradable, sin tener siquiera un pensamiento para su Señor. Si está solo, no piensa en orar, y si se halla cerca del objeto de su amor, no tiene fuerza alguna para resistir, pese a las advertencias de su conciencia o de sus amigos cristianos; porque Cristo no tiene suficiente poder en su corazón para hacerle abandonar su mal paso e inclinación que sabe que no agrada al Señor. Hay otros motivos por los cuales se deja más o menos influenciar y atar; por ejemplo, cierto sentimiento de honor, la palabra empeñada, etc.; a veces son motivos más condenables, tales como el amor al dinero o cosas semejantes, y les sacrifica su conciencia, su Salvador, la gloria de Dios, y hasta su alma, si de él dependiera».
¡Cuán solemnes y verdaderas son esas palabras, y qué influencia deberían tener en el corazón de todo joven creyente que corre el peligro de caer en las garras de Satanás! ¡Cómo deberían servir a todos los demás como exhortación y advertencia para vigilar los impulsos de sus corazones y la dirección de sus miradas! A menos que se rechace la primera idea de unión con una persona inconversa como pecado e infidelidad, la puerta quedará abierta al Enemigo, y éste sacará su ventaja. No en vano se llama “la serpiente antigua” (Apocalipsis 12:9). ¡Con qué astucia sabe fascinar al pobre corazón e inventar astucias! ¡Y cómo se presta gustosa nuestra vieja naturaleza, la carne, para escucharlas! Hasta sabe servirse de la Palabra de Dios. Por ejemplo, ¿no hemos oído a menudo las preguntas siguientes: «¿No está escrito: “¿Qué sabes tú, oh mujer, si quizá harás salvo a tu marido?” (1 Corintios 7:16). ¿Quién sabe pues si, por la gracia de Dios, no podré ser de bendición al inconverso?»
¡Ah, esas preguntas, y otras de la misma índole, cómo denotan la perversidad del corazón! Y hasta se procura darles la sanción divina. ¿No es poner como principio estas palabras: “Hagamos males para que vengan bienes”? (Romanos 3:8). ¡Oh, pobre corazón fascinado y ciego! ¿No ves cómo tuerces la declaración divina para tu propia perdición? Esas palabras están escritas, pero no en el sentido que tú las empleas. ¿Acaso leemos: «Qué sabes tú, oh joven?» o «¿qué sabes tu, oh señorita?» Esas amonestaciones no están dirigidas a ti, sino a personas que se casaron siendo inconversas y de las cuales una se convirtió más tarde.
Según la ley, un hombre que desposaba a una mujer pagana (por consiguiente impura) debía despedirla; los hijos, provenientes de tal matrimonio, eran asimismo impuros (véase Esdras 10:2-3). Pero, bajo la gracia, es muy distinto; el cónyuge, aun inconverso, es santificado por el fiel, y los hijos son declarados santos (1 Corintios 7:14). Además está escrito, para consuelo del esposo o de la esposa creyente, que la gracia que alcanzó a uno de ellos es poderosa para ganar al otro también.
¡Cuán gustoso se entrega el creyente a la ilusión de que la persona con la cual su corazón se comprometió es realmente convertida! Mayormente si ella adopta poco a poco un lenguaje cristiano —y ¿de qué no es capaz el corazón astuto tratándose de un objeto codiciado?— Si ella hace cierta profesión y cuida sus modales, excluyendo toda exteriorización chocante, ¡oh, cuán ligeramente uno se contenta entonces con pruebas de conversión que en otras circunstancias se considerarían como enteramente insuficientes! La propia voluntad está en actividad. No se esperó ni se miró al Señor, se hizo la elección sin Él, y se pretende desposar a la persona en cuestión. Y es tan sólo para presentar las circunstancias más favorables y no verse en oposición directa con la voluntad de Dios claramente manifiesta, que se busca la propia convicción y la de otros sobre algo de lo que no se está persuadido en absoluto.
¡Oh! pobre alma, ¡cuán triste será tu despertar, si después de una breve ilusión necesitas reconocer que la profesión fue tan sólo superficial, y que el corazón de tu compañero o compañera pertenecía al mundo! Descubrirás, aunque demasiado tarde, que te engañaste; será vano tu gemir y tu arrepentimiento sobre el paso dado; renunciaste a tu nazareato; te hiciste uno con el mundo, y debes sufrir toda la vida las consecuencias amargas de tu infidelidad. Pasarás tus días bajo los reproches continuos de tu conciencia, siempre trabado por tu compañera (o compañero), quien no puede comprender tus sentimientos, ni tomar parte en lo que te interesa, quien en el secreto de su corazón es enemiga (o enemigo) de Aquel a quien amas y quisieras servir. Notaste ya cuál es el fin de tan terrible camino, a menos que la misericordia de Dios se encargue de librarte.
Amado lector, o lectora, no te dejes arrastrar por lo que sea a ese yugo desigual con un incrédulo. Si se arraigan estas inclinaciones ilícitas en tu corazón, reflexiona que no son los impulsos de tu nueva naturaleza, sino aquellos de la vieja, y clama a Dios para obtener la fuerza de poderlos juzgar y sacrificar sin tardar.
Pero tal vez dirás: «Me cuesta demasiado; nunca podré encontrar un partido tan excelente: salud, gracia, carácter afable, rica dote, en fin, todo lo que puede hacer un buen casamiento, según el criterio humano; ¿debo actuar ahora en contra de mis intereses?» ¡Oh! amigo mío, amiga mía, ¿es que tus intereses tienen más valor para ti que aquellos de Cristo? ¿No es ya una tristeza si tus asuntos no son uno con aquellos de tu Señor que te rescató a gran precio y al cual tú perteneces ahora y para siempre? ¿Quieres renunciar a sus favores, a su honor y su gloria, y atarte tú, un miembro de su cuerpo, con un hijo del mundo? ¿Deseas unir a Cristo y Belial? ¿Qué son todos los tesoros de aquí, si debes adquirirlos a tal precio? ¿Pretendes sacrificar la paz y la dicha de tu alma al injusto Mamón? ¿Quieres afligir al Señor de la manera más profunda, deshonrarlo y renunciar a que te diga: “Bien, buen siervo y fiel” (Mateo 25:21)? ¿Deseas entregar el secreto de tu fuerza espiritual, como Sansón lo entregó a Dalila? ¿Ambicionas tomar una carga que te hará sucumbir y que te detendrá completamente en tu carrera hacia el blanco?
Para terminar, permíteme todavía esta pregunta directa, porque cuando se trata de asuntos serios, urge ser franco y leal. ¿Quieres ser padre o madre de hijos que, en tal caso, seguirán casi siempre el lado de la incredulidad y acerca de los cuales no podrás, a causa de tu infidelidad, servirte de la gloriosa promesa: “Tú y tu casa”?
¡No, no lo quieres! Por consiguiente, si tus inclinaciones se comprometieron de alguna manera, cueste lo que costare, sacrifícalas por tu Señor. Huye del lazo del cazador. Y si tus pies están ya enredados, implora la fuerza y el socorro de Dios para poder desprenderte. Puedes estar seguro que recibirás una rica recompensa por el sacrificio que harás. Una buena conciencia, un corazón feliz y lleno de paz, te quedarán como dos tesoros de incalculable valor, y el Dios de paz será contigo. Y aquel que te ama por sobre todo, ¿no te conducirá de tal modo que tu fin sea tan sólo de alabanzas y gratitud? Ciertamente, lo hará. Conoce los deseos de tu corazón, y a su debido tiempo los satisfará, sí es bueno y útil para ti.
Déjalo obrar y gobernar, pues es señor sabio. Y encaminará todo de tal suerte que te asombrarás.