Al hombre no le gusta que le digan toda la verdad tocante a sí mismo. Prefiere quedarse en lo superficial y le da vergüenza descubrir su estado interior, lo profundo de su corazón. En otras palabras: no quiere aparecer ante sí mismo ni ante los demás con toda su maldad. Que a uno le digan que es un pecador perdido, incapaz de hacer el bien, resulta humillante; sin embargo, tal es el estado del hombre ante Dios. El hombre prefiere juzgar las cosas de otro modo, y se considera (a sí mismo y a sus semejantes) amable, respetable e incluso piadoso, pero para Dios todos están perdidos. Vinieron a este mundo como pobres criaturas abandonadas, manchadas, perdidas sin esperanza alguna, y toda su vida ha corroborado que tal era su condición.
Ésta es la verdad en lo que atañe a todos los hombres según su naturaleza, por extraño que parezca a aquellos “que confían en sí mismos como justos, y menosprecian a los otros” (Lucas 18:9). Hoy en día, como en tiempos del Señor Jesús, hay gente así, y no poca. El Señor, que los “conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre” (Juan 2:24-25), veía en su interior y les declaraba cuáles eran sus pensamientos (Amós 4:13) mediante la siguiente parábola: “Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo, y el otro publicano” (Lucas 18:10). Acabamos de hablar de diferencias entre los hombres, y efectivamente las hay: unos son ricos, otros pobres; unos religiosos, otros incrédulos; pero Dios no toma en consideración tales diferencias. Aparentemente, el fariseo es muy diferente del publicano, pero en lo que a Dios se refiere ambos se hallan en la misma situación: “Dos hombres” subieron al templo, ambos pecadores, perdidos. Por cierto, uno era un fariseo perdido y el otro era un publicano perdido, pero para Dios no había ninguna diferencia entre ambos. Dios dice: “No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno… todos pecaron” (Romanos 3:12, 23).
Tal vez convenga recordar que, en otro aspecto, tampoco hay diferencia alguna, y esto es tan importante y de valor en un caso como serio en el otro. Todos están perdidos, pero la bondad y el amor de Dios por los hombres se han manifestado para salvación a todos: “El mismo que es Señor de todos, es rico para con todos los que le invocan” (10:12). Las numerosas clases que forman los hombres quedan reducidas en estos versículos a dos: por un lado, aquellos que confían en sí mismos, y por otro, aquellos que confían en Cristo. Usted y yo pertenecemos a alguna de estas dos clases, y cuanto antes tengamos conciencia de ello, mejor.
Los que confían en sí mismos tienen algo en común: la visión que tienen de ellos mismos y de su estado es absolutamente superficial. Esto se hace muy patente en el relato del Señor: “El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres”. Fijémonos bien: “Oraba consigo mismo”. Quien confía en sí mismo no sabe nada de la comunión con Dios. En el fariseísmo no cabe nada ni nadie que no sea el «yo». Se basa en obras propias y, por ende, en algo que le pertenece a uno.
“Dios, te doy gracias”. ¿De qué? ¿De las manifestaciones de la gracia divina, de sus generosos dones, del modo en que lo guía y lo guarda? ¿o bien de su bondad y longanimidad hacia un indigno pecador que se halla lejos? Sería comprensible; pero no, el fariseo no conoce estos motivos de agradecimiento; no dice: «Te doy gracias porque tú…», sino: “Te doy gracias porque yo…” El «yo» lo es todo en él y lo demás se halla excluido. Esto es algo grave, pues los verdaderos motivos de agradecimiento sólo pueden ser hallados en Otro, en las revelaciones de Dios, ya sea en su bondad y fidelidad como Creador, ya sea en su gracia como Dios Salvador, que no quiere la muerte del pecador sino salvarle de ella y de la condenación. Pero el que confía en sí mismo no sabe nada de todo esto, no siente su necesidad y no lo busca.
¿Cuáles son los motivos de un fariseo para dar gracias? “Te doy gracias porque no soy”. ¡Extraña oración! No da gracias por lo que Dios es y lo que da, o por lo que él es y lo que recibe. No piensa en estas cosas. Nunca ha reflexionado acerca de sí mismo; de lo contrario, no se le ocurriría presentarse ante Dios con semejante aire de suficiencia. El conocimiento de lo que uno es, acaba con toda la confianza que uno tenga en sí mismo. Además, ¿qué puede haber en un hombre, en su estado, su carácter o su conducta que le permita dar gracias a Dios por ello? Mientras sólo se fije en lo que no es, tal vez pueda decir que todo está en orden, pero, en cuanto vea lo que es, ya no cabrán justificaciones propias ni autosuficiencia alguna.
Por todo lo que acabamos de decir, cuando Dios se encarga de un alma le enseña lo que es el hombre, no lo que no es. Cuando la gloria de Dios resplandeció en todo su esplendor ante el profeta Isaías, no le reveló lo que no era sino lo que era. Espantado, exclama: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque soy hombre inmundo de labios”. Compararse con otros no le hubiera llevado nunca a hacer esta confesión. Sus ojos habían visto al Rey, Jehová de los ejércitos (Isaías 6:1-5). Lo mismo ocurrió con Job. Mientras se comparaba con otros tenía muchas cosas buenas que decir de sí; pero, en cuanto sus ojos vieron a Dios, se aborreció a sí mismo (Job 42:5-6). También Pedro, deslumbrado por la gloria del Señor, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (Lucas 5:8). No se le ocurrió decir: «Te doy gracias porque no soy como Juan o como Santiago». Cuando un hombre se halla en la presencia de Dios nunca hablará de un modo tan insensato.
Del mismo modo, ante el gran trono blanco, cuando se abran los libros, los hombres verán, no sin espanto, lo que son, no lo que no son. Además, de poco sirve decir: no soy esto o aquello, cuando en realidad lo que tendremos que hacer es contestar a esta pregunta: ¿Qué soy yo? Cada ser humano es algo, y según ese algo Dios ha de actuar, ya sea desplegando su gracia, ya sea juzgando. Cualquiera sea la opinión que de sí mismo tenga una persona, una cosa es segura: no es, ante Dios, lo que debería ser. No hay criminal que pueda decir: tal otro criminal es aun más culpable que yo. ¿De qué sirve esto? Un pecador perdido y culpable necesita ser redimido, no a medias ni teniendo sólo la esperanza de serlo, sino que necesita ser salvo del todo, desde ahora y por toda la eternidad. Ésta es la salvación que revela el Evangelio.
El fariseo no sentía la necesidad de esta salvación. Le parecía que ayunar dos veces por semana y dar el diezmo de todo lo que ganaba constituía una expiación perfecta. ¡Qué engaño y cuán funesto error! Y, sin embargo, ¡cuántos miles, e incluso millones de personas, piensan lo mismo! Lector, deja de lado este error y confía únicamente en la obra realizada hace casi dos mil años en el Gólgota, en la redención que allí se realizó por los pecadores, una sola vez para siempre.
Veamos ahora al publicano. “Mas el publicano, estando lejos…”. Éste es el lugar en el que se ponía, muy acertadamente por cierto. Sentía que no tenía derecho a acercarse más. “Vosotros que en otro tiempo estabais lejos”, leemos en Efesios 2:13. Esta simple palabra describe el verdadero estado del hombre, lejos de Dios, y aparece varias veces en el evangelio de Lucas, que es el libro de la gracia de Dios manifestada en Cristo. Los diez leprosos que encuentran al Señor en el capítulo 17 se paran de lejos. El hijo pródigo se fue “a una provincia apartada… y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre” (15:13, 20). El hombre rico, estando en tormentos, vio de lejos a Abraham. Su vida transcurrió lejos de Dios, y ahora una gran sima infranqueable le separaba de las bendiciones del cielo. Se hallaba lejos por la eternidad. ¡Qué juicio tan terrible!
El publicano se puso lejos. No pensaba en lo que no era; reconocía su verdadero estado. No quería ni aun alzar los ojos al cielo. Podemos imaginamos al fariseo, levantando al cielo sus manos, que creería sin mancha, con una mirada llena de devoción: no era como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como ese publicano. Si alguien merecía el beneplácito del cielo, ése era él. El publicano, en cambio, lejos de pensar si merecía el cielo o la aprobación de Dios, ni siquiera se atrevía a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, como si quisiera decir: «De aquí, de lo más profundo de mi ser, mana la fuente de todo mal, aquí se encuentra la causa de mi mal, de mi llaga». Se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (18:13).
El publicano veía y sentía lo que era. ¿Qué resultaba de ello? ¿Acaso pensaba que ayunar o dar el diezmo bastaba en su estado? ¿Podía esto borrar sus pecados y justificarlo ante Dios? No. Sabía que se hallaba lejos, que necesitaba ser hecho cercano, y que eso sólo era posible por gracia, sin condiciones. No conocía aún la sangre preciosa del Hijo de Dios, que limpia de todo pecado, pero, a la luz de la santidad de Dios, que tendría que haberlo destruido, se dirigía a la gracia divina. Sólo allí había —y hay— esperanza para un pecador consciente de su culpabilidad. Es “justificado gratuitamente por la gracia de Dios, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia” (Romanos 3:24-25).
En este punto se hallaba el publicano, si bien no sabía nada de Cristo. Al clamar a Dios, no pretendía realizar ningún mérito, como creen muchas personas y enseñan las religiones del hombre. Ponía su confianza únicamente en la gracia, que reina “por la justicia para vida eterna mediante Jesucristo, Señor nuestro” (5:21).
Podemos leer todo eso en su corta y hermosa oración.
¿Agradan, pues, las oraciones a Dios? Ciertamente, le agrada ver a un pecador implorar su misericordia, o a un creyente orar “sin cesar” a su Padre celestial (1 Tesalonicenses 5:17). La Palabra de Dios exhorta a ambas cosas. Pero, en esas oraciones no hay más mérito que en los gritos de angustia del que se está ahogando o en el agradecimiento expresado por un niño que ha recibido un regalo. Ayunos, diezmos y oraciones pueden tranquilizar a quienes piensan como el fariseo, pero nunca a una conciencia despierta, pues ésta querrá ser justificada de sus pecados.
Esto es precisamente lo que le ocurrió al publicano. “Éste descendió a su casa justificado” (v. 14). No sólo fue perdonado sino también justificado. Al igual que Abel y otros muchos, “alcanzó testimonio de que era justo” (Hebreos 11:4).
La reconciliación sólo se encuentra en la sangre preciosa de Cristo. Todos los que, al creer, confían en su sangre, son justificados de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudieron ser justificados (Hechos 13:39). “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados… purificados los corazones de mala conciencia”. Ahora tienen “libertad para entrar en el Lugar Santísimo, por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él… abrió” (Hebreos 10:14-22).
Éste descendió a su casa justificado más bien que el otro. Esto no quiere decir más que el otro, como si el fariseo hubiera sido justificado siquiera un poco. No; más bien que el otro, es decir, con relación a, al contrario del otro. Nadie será justificado por sus propias obras. “Todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición”, desligados de Cristo (Gálatas 3:10; 5:4). Palabras serias, éstas que destruyen con el orgullo del hombre. No dejan nada para las obras propias, le quitan al hombre toda gloria a este respecto. Por eso añade el Señor: “Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (v. 14).
Para terminar, una pequeña observación para el lector creyente que, como el publicano, ha hallado el perdón y la justificación por gracia, sin condiciones. Ha descubierto que en él no hay nada bueno y que sólo la fe en la obra de Otro le ha valido la vida y la paz. Y, sin embargo, ¡cuán arraigada está la inclinación del corazón humano a ocuparse de lo que no se es, es decir, pensar bien de sí mismo al compararse con otros! ¡Podemos albergar fácilmente pensamientos y sentimientos farisaicos aunque no salgan de nuestros labios las palabras del fariseo!
¿Acaso no nos hemos comparado alguna vez con otros cristianos y hemos pensado que éramos «buenos» o «bastante buenos»? ¿Acaso no es actuar o pensar como un fariseo? Aquel que en la presencia de Dios medite acerca de sí mismo, difícilmente pensará en compararse con los demás. Esto no significa que el mal o el error de sus hermanos le dejen indiferente, en modo alguno, pero le guardará de estar satisfecho de sí mismo y de creerse suficiente, y le llevará a ver en sus hermanos el bien que tal vez no esté todavía en él. El resultado será entonces realmente bueno.